La suma de las felicidades no siempre da
felicidad.
Muchas veces, la adrenalina de la
cotidianeidad llena, llena momentos, llena horas, minutos y segundos. Pero
cuando eso se detiene el cuerpo empieza a pelear con el cerebro, el corazón y
los órganos que no se resignan al cambio.
La maquinaria estaba preparada para marchar
lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo, meses, años; así,
con rigurosidad. Trabajador incansable.
Se resistía a las vacaciones, al tiempo libre, que -sentía- detenían el pulso
de su vida.
El reloj marcaba las 7. Como autómata se
sumaban 5 minutos más al descanso, como si eso lograra despejar el cansancio
por el desvelo. No estaba conciliando el sueño últimamente. Le preocupaba el tiempo
que vendría, su retiro voluntario e involuntario. Según las órdenes de su jefe,
le quedaban 5 días, su última semana se iniciaba esa mañana. Justo esa mañana.
Donde todo giró 360 grados.
Prendió la luz del baño y la vieja estufa de
cuarzo, el frío era intenso, pero no importaba. Desde muy pequeño había
experimentado como calentarse de diferentes maneras, con la latita del alcohol
en el baño, apurando la ducha para no quedarse helado. Su madre le había
enseñado las mil y una maneras de pelear contra todas las inclemencias que se
presentaron en su vida. Si llovía salía con sus viejos zapatos que ponía en una
bolsa minutos antes de entrar a la fábrica para calzarse las zapatillas
impecables. Nadie debía sospechar que vivía en la última calle del barrio donde
el barro cubría todo de punta a punta con los primeros 10 milímetros caídos.
Aprendió a sortear todo tipo de escollos.
Desde los 16, comenzó su camino de lucha. Se puso su familia al hombro y sin
discusiones, cargó con su padre, su madre y su hermano.
Había marcado la tarjeta siempre justo un
minuto antes de la hora. Era constante, rutinario, metódico y solitario. La
primera tarea en sus inicios fue sencilla, ordenar tornillos, tuercas. Una dos,
tres mil por día, pero no se quejaba, nada decía. Sus manos se trababan, a
veces, pero las frotaba unos instantes y retomaba. Así fue creciendo, con
humildad, sin protestar, pero firme en sus ganas de crecer. Llego a ser jefe de
su sector en pocos años. Su relación de confianza con el dueño comenzó a darse
con el tiempo. En cada recorrida de los patrones él se destacaba. Saludaba con
respeto, agradecía el trabajo y aportaba datos importantes para agilizar el
trabajo. Su mirada sobre la funcionalidad del resto y la operatividad era
aguda. Podía distinguir quien trabajaba con ganas, quien no, quien perdía el
tiempo y quien lo optimizaba.
Las charlas se habían vuelto más frecuentes y
de a poco se vio sorprendido con la noticia de un ascenso como gerente de
planta. Y así fueron pasando los días hasta esa mañana en la que marchaba rumbo
a su trabajo, con muchas expectativas, sospechando despedidas y sorpresas a las
que siempre se negaba.
Esa mañana se permitió llegar un poco más
tarde. Marco la tarjeta, su cabeza funcionaba a mil, sería la última vez que lo
haría. En sus desvelos pensaba en los premios, en el reconocimiento, en todo
los que había dejado a lo largo de su vida en esas paredes, en esas máquinas.
Su sencillez no le permitía pensar e imaginar
más que un breve discurso de sus compañeros, un brindis y partir.
El ruido del reloj lo volvió a la realidad. Y
luego de eso una explosión lo tiró para atrás y lo dejó aturdido en el piso.
Polvo, gritos, y sirenas fue lo que siguió. No logró recordar nada hasta pasado
el mediodía.
Quiso volver luego de recobrar las pocas energías
que habían quedado, con el dolor en los huesos y la cabeza aturdida.
Qué
había pasado, dónde habían quedado las palabras de despedida que esperaba, los
abrazos y los buenos momentos. Todo bajo los escombros; junto con los cuerpos
de sus compañeros, su jefe, sus almanaques marcando los días que faltaban.
Sillas retorcidas, maquinas detenidas, controles sin control. Todo era
destrucción. Así de un momento a otro había volado su historia. ¿Por qué? ¿Por
qué esta despedida tan fatal?
Así transcurrió esa mañana que nunca
olvidaría.
Pudo quedarse con el dolor, con la bronca,
con la furia. Pero pasados los días su cabeza no hacía más que pensar en las
familias de todas las víctimas. Hasta que una mañana, tomó su bolso, partió
como cada uno de los días de su vida, a ese lugar, donde quedaba sólo polvo y
escombros. Miro la desolación del lugar y dijo no vencerse. No por él, que ya
esperaba solo el descanso, sino por sus compañeros que ya no estaban, por su
jefe que lo había respetado y le había hecho amar ese lugar como propio. Plantó
una bandera, convocó a las familias, hijos, hermanos, esposas. Peleó por el
lugar. Buscó la manera de rescatar lo poco que quedaba y empezó a tocar
puertas. Los poderosos -como siempre- dudaban y fallaban. Pero nada hacía que desistiera.
Fue de a poco reorganizando, primero la gente, luego el lugar y por último
nuevamente a tocar puertas.
Cuando todo está en ruinas, la vida, las
cosas, la gente, el país; allí se ve con claridad, quién viene al rescate y
quién tira más piedras.
Casi en simultáneo como en paralelo
observaba, anotaba. Los años y la experiencia lo ponían al final de su camino,
nuevamente en la meta de partida. Y es difícil, a veces no queremos volver a
largar, por cansancio, por el dolor de las heridas. Pero el mate, la energía de
los más jóvenes hicieron que poco a poco las paredes se levantaran. Los gritos
de dolor, el silencio, comenzaban una pelea cara a cara con voces, canciones,
hasta algunas tímidas risas de los más pequeños que acompañaban a sus padres.
Pasaron dos años, y en aquel lugar una
esperanza se ponía nuevamente en marcha.
Él, era el gran protagonista. Aunque se
escondía detrás de todas sus vergüenzas, sentía en el pecho la felicidad de lo
logrado. Estaba parado frente al reloj nuevamente. No iba a marcar la tarjeta.
El destino lo había puesto en otro lugar.
Fue el jefe de la reconstrucción, fue el
patrón de todas las lágrimas y los lamentos y supo conducir a todo ese equipo a
un destino triunfal.
Trabajó sin descanso por lo que creía justo,
y de golpe su corazón volvió a la mesa de su casa de niño, a los esfuerzos de
sus padres, a la calle, al barro, a la mesa con pan y mate cocido, a las zapas
de lluvia y a las rotas, al baño frío, y a la panza vacía.
Se sonrió por dentro -sólo esbozo una mueca-
pero estaba feliz, no sabía si vendría ahora su tiempo de descanso, al menos
sabía que su tiempo de lucha estaba cumplido.
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