Inglaterra, 1828
Objetivos de
la misión: realizar relevamientos cartográficos.
Así reza en
las páginas oficiales. Aunque son variados los intereses que mueven a estos
hombres en la exploración de costas y territorios. La nave se alista para la travesía oceánica.
No es común
que las mujeres integren una dotación expedicionaria.
Irina lo
sabe. De regreso de una excavación en el Nilo discute con su padre. Es la hija
del capitán y está segura de convencerlo. El equipo de tierra necesita los
servicios de un geólogo.
Es mujer,
eficiente y aventurera. No encuentra otros
impedimentos que no sea vestir ropas masculinas y fraguar un nombre. Sin
lograr el cometido se queda en Plymouth a la espera de un nuevo destino.
Tierra del Fuego,
1829
Temida y
bella. Cubierta por nieve y glaciares.
Paisajes de
agua, cortados por cinturones de bosques, descienden hasta bahías y estrechos,
solo interrumpidos por el paso de algún ventisquero.
Una pendiente
escarpada se precipita en el canal Onachaga.
El bergantín
surca los canales fueguinos. La tripulación se enfrenta a los “Hombres de
barro”. Desnudos. Cubiertos por una maraña de pelos. Profieren gritos, más
parecidos al animal que a seres humanos. Se cubren con pieles de nutrias o
trozos de cuero. Se mueven en canoas, bajo persistentes lluvias, construidas
con maderas endebles. El agua que cae, unida a la que salpican los remos,
resbala por cuerpos curtidos.
Los
expedicionarios tienen ante sus ojos los más bellos fiordos. Los glaciares desaguan
y entierran sus lenguas en el fondo del mar. Pero les temen a las borrascas y
al azote de los vientos.
Al indígena
lo compran con un botón de nácar. Con artimañas y promesas cargan en las naves
hombres, niños y mujeres.
Inglaterra, 1832
Después de
meses de luchar contra oleajes embravecidos, la nave fondea en el puerto de
Plymouth. Irina espera a su padre. La embarcación queda en el amarradero. Algún
que otro mercader se hace cargo de los fueguinos.
A la
arqueóloga no le es indiferente la presencia de mujeres. Mucho menos cuando
tiene ante ella a un apuesto joven de tez morena. En completo silencio regresan
a la casa. Ella sabe del cansancio de su padre, y él sabe la razón del silencio
de su hija.
En días
sucesivos, cada huésped encuentra una finalidad asignada.
Irina retoma
la comunicación con su papá. Pide un informe detallado de los visitantes. El
capitán prioriza el costado humano, gente necesitada de socialización y
trabajo. Irina le propone que lleve al muchacho. En la casa hace falta un
jardinero.
Los yámanas
son presentados en sociedad. Rasgos físicos desproporcionados, baja estatura y
un lenguaje primitivo provocan la sorna del europeo. La viruela los persigue y
los voltea. Algunos no vuelven al lugar donde brilla la Cruz del Sur.
El joven
Tewesh, de la tribu de los onas, es conducido a las afueras de la ciudad. Lo
esperan rosales con pulgones y poda de
arbustos.
Pronto
establece con Irina un acercamiento más allá de lo laboral. Relación que el
padre no ve con buenos ojos. A Irina mucho no le importa. El fueguino siente
más que respeto por ese hombre, le teme. La muchacha, lejos de imaginar el
comportamiento del hombre blanco en tierras australes, le resulta algo
exagerado el temor de Tewesh.
Los demás
nativos son objeto de estudios. Resulta muy significativo que en una misma
comarca convivan etnias tan desiguales. El ona es admirado como un Hércules. Esbelto, de gran agilidad, altura
promedio de un metro ochenta en el hombre, algo menor en las mujeres. Porte que
acentúa la altivez y la arrogancia.
Inglaterra, 1834
Ante el temor
de más muertes y persecuciones endémicas, en la población fueguina, se prepara
un nuevo viaje para retornarlos al lugar de origen.
Irina,
sabiendo la respuesta de su padre, prepara en secreto el equipaje. Esta vez
será de la partida.
El horario
nocturno del embarque juega a favor en los planes de la chica. Al padre no le
parece mal que su hija despida al jardinero. Siente alivio por el fin de una
pesadilla.
Después de
romper amarras, la proa del barco enfila hacia el Atlántico. El mar y los
ánimos se calman. El capitán tiene todo bajo control, solo que ha perdido de
vista al apuesto Tewesh. El maestre se encarga de buscarlo. No lo encuentra en
el compartimento asignado a los indígenas. Nadie sabe de él. Después de muchas
indagaciones pasa el informe al capitán. El timón queda en manos de un auxiliar
y sale en su búsqueda, no sin antes proveerse de un arma. Recorre los lugares
ya recorridos. Desciende a la bodega. La puerta está trabada. La golpea y no se
abre. Con la ayuda de una barreta logra derribarla. Detrás de las estribas y
envueltos en mantas ve dos cuerpos. A él lo reconoce enseguida. No puede
entender que la que está en los brazos
del indio es Irina. Apunta el arcabuz en la cabeza del joven. La muchacha es
más rápida y se le tira encima cubriéndolo.
Al amanecer
del nuevo día, tres cuerpos son arrojados al mar.
Tierra del Fuego, 1880-1910
Los
colonizadores extinguen las últimas reservas autóctonas. Por más que los
nativos se atrevan a convivir con mamíferos en grutas excavadas por el mar,
alejados de la codicia, lejos del verdugo, son cazados como animales. Algunos se internan en los bosques. Pero
hasta allí son perseguidos por los
cazadores de indios. El estanciero paga una libra por testículo y senos, media
por cada oreja de niño.
Los
sobrevivientes del genocidio son trasladados a una isla. El lugar pertenece a
una orden religiosa.
Luego de veinte años solo queda un cementerio.
Las cruces recuerdan a los hombres de fuego en una tierra de hielo.
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