miércoles, 12 de enero de 2022

La cosa - Alejandro Zubiaur

         La gigantesca nave nodriza apareció de la nada, atravesando el agujero de gusano que ella misma había generado. Al llegar a la distancia de aproximación sus motores cuánticos redujeron el impulso hasta lograr una velocidad de  apenas una fracción de warp. La computadora había efectuado todos los cálculos para entrar en una órbita alta alrededor del planeta Radeon X39.

En sus viajes de exploración del espacio profundo la misión actual era simple: estudiar una señal de fotones que se emitía en forma periódica desde la superficie.

Según los protocolos establecidos en su programación la computadora inició la reanimación de un equipo básico de personal: un par de biólogos, un astrofísico, un médico, un encargado de comunicaciones, un astronauta y personal de mantenimiento para reparaciones menores.

La Cosa había notado a Eso que había surgido desde lo profundo del espacio y que no solo se le había acercado, sino que ahora giraba a su alrededor, orbitando sin acercársele, dando vueltas una y otra vez. El sentirse observada, estudiada, le había despertado emociones, necesidades, que dormían hacía mucho tiempo. Por donde Eso pasaba, ella sentía algo que por fuera se parecía a un cosquilleo, un rascado suave, que la reactivaba, que la ponía ansiosa pero que también escarbaba en su interior, en sus entrañas, buscando, analizando, generando sensaciones que, si bien no le disgustaban, no terminaba de entender. Sentía una necesidad imperiosa de moverse, de estirarse como si recién se despertara. También percibió que de Eso se desprendía algo más pequeño, que luego de dar unas vueltas se le aproximó, rodeado de un fuego de calor insoportable hasta que finalmente se apoyó en ella. Como ya no echaba calor, la Cosa lo pudo estudiar en detalle: dentro de ese caparazón rígido se movía otro algo más pequeño apetitoso y abundante en proteínas.

Él volvió a mirar la ilimitada extensión rosa coral a través del Duraplex de la escotilla. Computadora, informe condición del aire exterior, ordenó. En cuestión de segundos escuchó el nuevo informe con los datos: temperatura, humedad, porcentaje de oxígeno, hidrógeno, hidróxido de cloro. La composición y características eran sin duda compatibles con la vida. Sin embargo, lo incomodaba la idea de salir.

Desde la nave nodriza los chequeos y escaneos con sensores de largo alcance habían sido minuciosos: se había escudriñado cada metro cuadrado, se verificó con los espectrómetros de masa la composición de la superficie y de una capa de hasta diez kilómetros de profundidad. En los informes la computadora no detectó nada raro, de hecho, quizás lo extraño fuera que la materia que formaba el planeta era homogénea. La presencia de algunos montículos de metales raros en la superficie se debía seguramente a meteoritos. No se detectaron lagos ni mares, tampoco agua en forma líquida o sólida bajo la superficie. No se detectaron formas de vida en base a compuestos del carbono ni del silicio. Únicos elementos que por su cantidad de enlaces permiten la múltiple combinación necesaria para generar moléculas complejas, según el informe de la computadora. La superficie era estable, no presentaba fisuras ni cavernas ni montañas. Y a pesar de todo eso él desconfiaba, desconfiaba de esa superficie rosa gomosa que le recordaba a no sabía qué.

Se terminó de colocar el traje, cerró el casco lo presurizo, repasó las conexiones de datos, el enlace de audio con la computadora, con la nave nodriza y cerró la esclusa interna. Computadora, sellar compuerta interna.

Parado delante de la escotilla exterior se aprestó a salir. Con la mano aún en la palanca de apertura dio un último vistazo, todos los indicadores en verde, y recordó su frase favorita, que como mantra de la buena suerte repetiría al bajar.

El siseo del aire al salir a través de la compuerta abierta fue breve, un salto y se posó sobre la superficie. “Un pequeño salto para el hombre, un gran paso para la humanidad”.

De inmediato supo que algo andaba mal, no podía levantar el pie, la superficie rosa gomosa era viscosa, pegajosa y blanda, como un… Y entonces se acordó de cuando era chico y mascaba sin parar, y casi al mismo tiempo delante de él se formó una especie de burbuja gigante que creció y creció como un inmenso globo que reventó, y él quedó atrapado, inmovilizado, en esa cosa pegajosa que lo cubrió y lo tragó sin darle tiempo a pensar.

Desde la nave nodriza vieron con espanto cómo una descomunal erupción rosa se dirigía hacia ellos, a la vez que desaparecía toda señal desde el planeta. Ni los radiofaros del módulo de desembarco ni los del traje espacial del astronauta aparecían en los sensores. Antes de poder intentar el escape, la erupción tocó la nave y reventó envolviéndola con ese pegote. Y a pesar de sus motores cuánticos, la nave fue arrastrada irremediablemente al planeta, que de un solo bocado se la tragó.

La Cosa rosa golosa se relamió otra vez, algunos ciclos solares después las estructuras metálicas, retorcidas, semidigeridas, aflorarían en la superficie de su cuerpo. Posiblemente funcionara alguna de esas lucecitas que siempre atraían más de esas cosas voladoras con un relleno riquísimo.

 

 

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