Desde la tarde
en que oyó el comentario acerca de una probable desviación temporaria en el
cauce del río, para reparar al viejo puente, Manolo albergó una ilusión
creciente en lo más recóndito de su ser. Aquel había sido siempre su lugar
favorito, justo ahí, donde el río, al cruzarse con la curva amiga, la saludaba
vez tras vez haciendo una alegre pirueta. Inigualable sitio al que solía llegar
silbando en sus horas felices, y algo cabizbajo en busca de paz cuando algún
pensamiento recurrente se empeñaba en inquietarlo.
Y era
precisamente allí donde sospechaba, desde hacía mucho tiempo, que se hallaría
el valioso tesoro. ¡Cuántas veces lo había imaginado, de color rojo y plateado,
recostado tal vez sobre un lecho de piedras, sostenido quizás por las ramas de
alguna planta generosa, a la manera de brazos maternales, arrullado suavemente
por las aguas cantarinas!
Poco a poco,
el rumor sobre las obras en el río se fue convirtiendo en una asombrosa noticia
que recorría el pacífico pueblo y se tornaba más específica con el correr de
los días. Para la mayoría de los lugareños, la gran expectativa consistía en
ver la restauración del viejo puente. Sin embargo, para Manolo aquello era
diferente, pues su mayor anhelo consistía en poder encontrar el tesoro soñado,
una vez que las aguas fueran desviadas de su cauce original.
Finalmente,
llegó el momento en que una frase comenzó a recorrer las calles, dejando el eco
en cada una de las coloridas casas del pueblo: “¡mañana empiezan las obras!”
Esa tarde, después de su jornada laboral, Manolo decidió pasar por su lugar tan
querido y detenerse unos minutos. Se recostó en la orilla sobre la alfombra
verde y fresca del trébol, como lo había hecho desde niño, cuando llegaba hasta
allí en su pequeña bicicleta, trayendo un atractivo libro de historietas, con
la plena convicción de que en ese entorno agradable se disfrutaba mucho más,
como si los personajes cobraran vida y formaran una ronda salpicando a su
alrededor. Y siendo ya un joven, fue en
ese mismo lugar donde, sentado junto a las aguas, una hermosa tarde de un
domingo inolvidable, le había propuesto casamiento a Jacinta… Su amada Jacinta,
con quien habían criado tres hijos, hasta verles crecer las alas que les
ayudaron a volar tan lejos del hogar. ¡Jacinta, su leal compañera a quien jamás
le había ocultado nada! Pero, ¿debía ilusionarla con la idea del tesoro? ¿Y si
no lo encontraba? Él no soportaría ver un rayo de decepción en sus bellos ojos,
aunque ella seguramente trataría de disimularlo, porque era lo más comprensiva
y bondadosa que alguien pueda imaginar, y eso haría que él se sintiera tan
triste como culpable.
Así que
decidió esforzarse por guardar muy bien el secreto en su corazón, no fuera a
ser cosa que escapara entre sus labios por descuido, durante alguna de las
animadas charlas que mantenían en la mesa, placenteros momentos en los cuales
compartían sus vivencias del día, y la comida preparada por Jacinta, la que
podía carecer a veces de algún ingrediente que le resultara inaccesible, pero
jamás de amor y dedicación, razón por la cual siempre eran exquisitas.
Miró al cielo,
y notó cómo el sol comenzaba ahora a descender hacia la confortable manta que
le tendía el horizonte. Llegaron los gorriones buscando alojamiento en los
frondosos y hospitalarios árboles. Aquel bullicio con el que despedían la
claridad diurna, le pareció más alegre que lo acostumbrado, como si le estuviera
dedicando un cántico de aliento, similar a aquellos que a veces traía el viento
desde el patio de la humilde escuelita, cuando los niños practicaban algún
deporte. Deslizó lentamente la mirada hacia el sauce añejo, y observó cómo las
flexibles ramas, ayudadas por la brisa fresca, asentían silenciosas ante la
optimista melodía de las aves. Esbozó una sonrisa de agradecimiento. Era hora
de regresar a casa.
Cuando el sol
despertó y se dispuso a trazar como siempre los acostumbrados contornos sobre
la tranquila ribera, tuvo que dibujar aquel día nuevas siluetas, las de las
grandes maquinarias listas para iniciar su trabajo.
Las tareas
pronto comenzaron. Los mayores hablaban con admiración sobre el buen desempeño
mecánico que se podía apreciar, mientras en la fantasía de algún pequeño,
pacíficos dinosaurios de color amarillo habitaron por esos días en el pueblo,
quienes no cesaban de llenar su inmensa boca de tierra, para luego de girar el
cuello, depositarla al otro lado, hasta formar una gran barricada.
Todo se fue
desarrollando del modo programado, hasta que por fin el fondo del río ya se
podía ver. Había llegado el momento esperado.
Esta vez, al
acercarse a la orilla, Manolo sentía latir su corazón con más fuerzas, mientras
su ansiedad se agigantaba. Bajó por la barranca semiescalonada que por primera
vez se mostraba ante los ojos de los pueblerinos. De pronto, un rayito de sol
vino a posarse sobre dos grandes y pesadas rocas, haciendo brillar entre ellas
algo diminuto y plateado. Al percibirlo, Manolo se detuvo de inmediato. Se fue
agachando lentamente, como temiendo que su ilusión palpitante se espantara,
cual si de una frágil avecilla se tratase. Estiró la mano, hasta que pudo
sentir el contacto con el pequeño metal, cuya forma, según pudo percibir,
coincidía con la de la hebilla de su soñado tesoro. Con mucho cuidado hizo
danzar sus dedos entre aquellas rocas, hasta que el objeto había sido
completamente liberado. Vertió agua de
su cantimplora gradualmente sobre el mismo, y a medida que lo hacía, el color
rojo empezó a aparecer frente a sus
ojos. ¡Sí, había encontrado su tesoro! ¡Su amigo, el río, se lo había devuelto!
¡La sandalia de plástico rojo y hebillas color plata estaba entre sus manos!
Mientras la
miraba, revivió aquella tarde de pesca con toda la familia, cuando la mayor de
sus tres hijitos, sentada sobre el trébol de la orilla, cumpliendo con su rol
de ser la más grande a pesar de ser tan chiquita, vio caer al agua su
sandalita, que se hundió rápidamente, sin que nada se pudiera hacer por rescatarla.
Recordó la tristeza en sus ojitos… Regresaron tantas cosas de aquellas tardes
de domingo: las canciones infantiles entonadas a trío, el crujir de los papeles
de caramelos, algún reto que ahora consideraba innecesario…
Secó sus ojos,
cobijó el tesoro entre su ropa, y se marchó de prisa, imaginando la felicidad
de Jacinta cuando se enterara. Juntos se comunicarían con la dueña del tesoro,
porque a pesar de los años transcurridos, de la distancia que los separaba y de
las actividades que la mantenían muy ocupada últimamente, él estaba seguro de
que sentiría la misma emoción que él, cuando supiera que el tesoro del río
finalmente había sido hallado.
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