Volver, para mirar
poco indulgentemente, el lugar de su primer exilio.
La ilusión de que
todo es posible en verano.
El Balneario como escenario
en el que siempre algo puede pasar.
Calor y humedad. Mucha
humedad en la cola para tomar el colectivo.
En la plaza no
bajaba nadie, así que subió y se agregó entre los parados.
El viejo Chevrolet
comenzó su marcha por la calle principal, dobló a la derecha y después de la
primera cuadra donde se acabó el asfalto, se quejó trepando hasta Reconquista.
Agradeció el
alivio que sintió en el descenso último, e ingresó triunfal en la rotonda para
detenerse justo entre las escaleras del Casino.
Enfiló para la “playa
de los ingleses” buscando la única sombra, la que proyectaba el puente.
Se quedó en malla
y arrolló la camisa y el pantalón alrededor de las alpargatas.
Caminó al agua sin
mirar a los costados y cuando la tuvo hasta la cintura, se largó pataleando
hasta alcanzar la viga que sostenía el puente.
Por fin la sombra.
Flotó sobre ese
tapialcito y quedó mirando hacia Arrecifes.
Ver y mirar.
A su derecha la “playa
de los ingleses” seguía reuniendo, como antes, a las chicas más lindas. Supuso
que serían las hijas de las chicas de su época. Se reunían en grupo, secreteaban
y reían cerca de ellas, muchachos con parecida actitud pero más estentórea.
Se estiró y se
alegró de reconocer el color marrón y el olor a “mojarra” propios del río.
Cada tanto se sumergía
hasta sólo dejar la nariz en la superficie e “hipopotameaba”.
Pensó alternativamente
en nada y todo, mientras vio y miró.
De pronto sin
culpa, meó rindiendo al río el copioso tributo de todo bañista agradecido. Levantó
la vista, vio los “palos” huyendo curvados hasta estrellarse contra la pasarela
chica que mucha gente atravesaba yendo y viniendo en peregrinación al manantial.
A su izquierda
inmediata, estaba el trampolín donde algunos muchachos exhibían sus destrezas y
otros se divertían entre gritos, jugando
a algo que era una mezcla de mancha y “miliquiada”.
Alargaba su permanencia
en el agua.
Esperaba el
atardecer para secarse en solitario, evitando cualquier contacto, y emprender
el regreso.
Y de pronto, se rompió
la tarde.
Un muchacho se paró
de manos en el extremo del trampolín y otro desde atrás, le corrió la malla y
lo dejó desnudo. Fue fugaz pero él vio, mientras algunos turistas daban voces y
aplaudían desde lo alto del puente.
Una mujer nadaba
vigorosamente hacia la zona del trampolín y otra tapaba con una toalla la
mirada de unos niños y gritaba:
-¡Degenerados, malnacidos,
habiendo criaturas!
Se ponía lindo.
La nadadora subió
las escaleras de la pileta pero los muchachos de la picardía ya habían desaparecido.
Encaró a un joven rubio gordito, que era el bañero, recriminándole su
responsabilidad. Éste alegaba y retrocedía ante la mujer que señalaba ora el
trampolín, ora el lugar donde estaban las mujeres y los niños.
Sabiendo que nada
nuevo sucedería, aprovechó para retirarse.
Se mandó a uno de
los vestuarios malolientes, en su frente aún podía leerse: “Antes de hablar mal
de una mujer recuerda que tienes madre”.
Se fue zigzagueando
el camino, por las calles de tierra más baldías.
Al otro día lo sorprendió
una carta en sobre municipal.
Se trataba de una
convocatoria para ser testigo en un sumario, abierto contra el bañero por
inconducta, abandono del puesto de trabajo y unas cuantas imputaciones más, que
creyó inútil seguir leyendo. Ahí estaba todo. Los nombres del acusado y de las
acusadoras. Parece que el mallado y el desmallador no habían podido ser
identificados.
Había un horario de
asistencia, que se superponía con el de su partida del pueblo.
Enseguida descartó
la excusa del viaje y se encendió su sentido de justicia.
Por la tarde llegó
puntual al Palacio y un joven Ordenanza le indicó escaleras arriba la sala del
Concejo Deliberante. Trotó en subida, entró al lugar y lo que vio le pareció
demasiado solemne: a un costado, en el llano, el rubio gordito que era el
bañero, acompañado de un hombre alto y bien vestido; y al otro, un grupo de
mujeres entre las que se destacaba la nadadora. En lo alto un funcionario lo
saludó, agradeció su presencia, lo puso en conocimiento de la importancia de la
cita dado que ésta implicaba serias virtudes como la moral, el pudor y la ética,
que eran fundamento en la impronta del Municipio. Más tarde le indicó que era el
único testigo.
De inmediato una
mujer leyó atropelladamente un papel que adjetivaba la actitud del bañero y
culminó con el relato del hecho asegurando que a vista y paciencia del acusado,
un NN (que en adelante llamaremos NN 1) le había bajado la malla a otro NN (que
en adelante llamaremos NN 2) dejando al descubierto sus partes pudendas, remarcando
que se trataba del área trasera.
Dada la palabra al
bañero, que lucía extraño vestido de cuerpo completo, éste bajó la cabeza y se
escuchó la voz de su Defensor, quien cuestionaba dichas afirmaciones, al tiempo
que pedía como prueba que la vista de las demandantes fuese revisada por un
oculista y que la distancia entre el trampolín y la rivera opuesta fuera medida
por un ingeniero.
Comprobó que la
hora del reloj que presidía la sala coincidía con el suyo.
Era su momento. Miró
al compungido acusado y en voz alta expreso su opinión.
-Señor…
-Sumariante.
-Señor Sumariante,
yo le diré que, en primer lugar, niego rotundamente que le hayan bajado la
malla. En realidad se la subieron, dado que el cuerpo del NN 1 estaba cabeza
abajo por lo que la maniobra resulta claramente la opuesta a “bajar”. Y por
otro lado, digo que hallándome en una posición más cercana que la de las
señoras frente al hecho, aún así, no pude apreciar la centralidad del culo, lo
que entiendo serían las partes pudendas del NN 2, sólo se expusieron las nalgas,
que según comprendo, son los alrededores del culo propiamente dicho, señor. También
he de agregar, ya fuera de la cuestión, que la escena hubiera variado
totalmente si la parte acusadora hubiera estado en la orilla de enfrente.
La sala quedó en
silencio.
Aprovechando el
desconcierto, firmó rápidamente unos papeles y se fue sin conocer la sentencia.
Bajó rápidamente
las escaleras hacia el hall y se sorprendió cuando el mismo joven Ordenanza lo saludó
llamándolo por su nombre y apellido.
Apuró el paso
hacia la terminal, mientras tanteaba su bolsillo para asegurarse de que
estuvieran ahí, la lapicera y la libreta de apuntes.
Quizás no estaba
tan mal venir más seguido.
Aunque sólo fuera
para poder ver y mirar.
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