lunes, 26 de marzo de 2018

Entrepuentes - Roberto Arietto


Desde la visita a San Pietro in Montorio el tipo veía la necesidad de atravesar el enorme peristilo del cementerio con admiración, bajar los escalones con garbo, y una vez en la calle girarse para percibir un plano general. Había cumplido un año más con los ausentes y antes de cumplir con los presentes sentía la necesidad de un trago.
Es temprano y lo que encuentra accesible es el complejo de pompas fúnebres, justo enfrente. Entra, y se dirige al bar con la vasija en la mano, no había nadie, ni siquiera el encargado; se acerca al mostrador e inmediatamente aparece el tipo por las puertas batientes.
—Buen día, ¿qué le pongo? —preguntó eficiente.
—Un Martini... con ginebra y unas gotas de angostura.
—Angostura no tengo, podría hacerle el chiste sobre la gordura que me agobia, pero como no sé bien la situación anímica suya, prefiero obviarlo.
El tipo no tenía pinta de descerebrado, pero este trato dado a un cliente en una casa de pompas fúnebres no parecía normal, a no ser que el cliente proyectase una imagen totalmente ajena al momento.
—Bueno, da igual, con un chorrito de Fernet y un hielo solo si es de máquina, en caso contrario dos piedras. ¡Ah! y en vaso de wisky por favor. —Acercó la banqueta y puso la urna sobre la barra delante de él. El sujeto llevaba bordado sobre el bolsillo de la chaquetilla su nombre: Bartholf, Ricardo. — ¿Usted no es de por acá? —inquirió el tipo.
—¿Por qué lo pregunta? — contestó el otro manipulando vasos.
—No sé, el apellido me suena a alemán, y poco habitual dentro de lo que uno conoce como arraigado al sitio.
—Holandés, mi abuelo claro, yo vine en los noventa aprovechando el viento del desarrollo. Abrieron esto y licitaron la explotación del bar y el restaurante, me enteré por amigos que ya estaban acá radicados y me vine a ganarme la vida.
—Manera peculiar de ganarse la vida en un sitio como este. —acotó el intruso.
—Los clientes son los que me dejan el pan gracias a los que ya no consumen, anacronismo puro. Y usted, por lo visto —siguió hablando a la vez que señalaba la vasija contenedora que se interponía entre ellos. —, también pasando el trance.
—Por esto lo dice, ¿por la urna? Si fuera de acá de toda la vida ya sabría a que se debe mi presencia ya que no es la primera vez. Cuestión de compromisos vio, promesas. —dijo esto para intrigar en lo posible a Bartholf.
—Debe de ser alguien muy querido. —El barman hurgaba como aspirando a saber más.
—Tenga la plena certeza. —respondió tras beber un buen sorbo.
—Si no le importa, me gustaría enterarme para no pecar de poco informado. —El sujeto de la vasija se encontró cómodo y comenzó.
—Bueno, vamos a ubicarnos en el tiempo. Mire, en los cincuenta todo era diferente, éramos chicos —dijo señalando la urna—, el dinamismo y el progreso se palpaban en el ambiente, pero se asimilaban con calma, con placer, disfrutándolos. Hasta lo más mínimo se podía magnificar como gran logro y apenas se perdía el tiempo en análisis que, desgraciadamente no llevaban a buen puerto este barco encorsetado en el que viajábamos. En nuestro caso la corta edad nos planteaba el aprovechamiento de las horas del día a placer, y esto en ese momento se traducía en entregarnos al cien por cien a la adoración ribereña. ¡Perdón!... ¿lo aburro? —preguntó por cortesía.
—No, de ninguna manera, poco tengo que hacer y oír algo de historia reciente es de agradecer. ¿Quiere unos maníes para entretenerse?
—Bueno, adelante ponga nomás que yo continúo. El embrujo que ejercía ese tramo del río para nosotros era apenas comparable con lo terrenal, el simple hecho de respirar la humedad espesa elevándose entre los fulgores del estío daba un sentido especial a la niñez que íbamos dejando atrás a grandes zancadas. El fin del almuerzo, de la clase o de la siesta obligada, daba paso a la loca carrera en la bicicleta desvencijada y sin frenos con destino al río, al puente; "el puente de fierro", el francés; contundente, eficiente y duradero como lo veían los mayores. Un mecano de grandes dimensiones con cientos de aplicaciones practicas para mentes poco enfocadas a cuestiones racionales.
—¿Al Belgrano se refiere? —preguntó Ricardo mientras se disponía a colaborar en la ingesta de los maníes
—Si, el mismo y a pleno funcionamiento. —respondió presto para continuar ya sin freno. — En cuanto el mes de septiembre comenzaba a dar los amaneceres vertiginosos y plenos de luz comenzaban las escapadas de madrugada de los tres: "Verdolaga" Cruz, "Renomé" Simonne y el que suscribe, "Filomeno", "Filomeno" Barbarante. El arte del escapismo lo teníamos dominado de manera asombrosa y con resultados envidiables para cualquier presidiario; había que huir de casa sin despertar sospechas, con cautela, con sigilo, con engaños imperceptibles. Quizás lo más usual era dejar una buena bolsa rellena de ropa a modo de bello durmiente bajo las sábanas por si alguna madre insomne hacía rondas nocturnas, el resto era apurar el tránsito hasta el objetivo. —El tipo hacía una pequeña pausa para sorber y continuar. — Después de encontrarnos en la plaza poníamos rumbo vertiginoso hacia el río, con prisa ya que el objetivo era llegar cuanto antes. Una vez allí al pie del pilar menor del puente dejábamos las bicicletas para subir por el terraplén y en un santiamén trepar a lo alto del entramado. Antes del amanecer nos encontrábamos acostados sobre el armazón superior con la cabeza colgando al vacío, invertida y orientada hacia el este, en las alturas, sobre el lecho del río. Así, ya teníamos una vista privilegiada del amanecer, y verlo desde esa perspectiva inversa en compañía de la receptividad cósmica de la estructura, sumada a las caricias del correr del agua, elevaban nuestras sensaciones a niveles de infalibilidad increíbles. La comunión con el movimiento de rotación planetario era especial ya que no veíamos salir el sol, sino que nos desplazábamos por ese espacio infinito, negro y poblado de estrellas hacia la bola incandescente. Con deleite, envueltos en un increíble y sepulcral silencio desconocido hasta el momento, pero real y que solo se da cuando todo se detiene ante el asomo del astro rey.  —Ricardo absorto y algo confuso dijo.
—¡Pfff!, le digo la verdad, a veces me pierdo... pero siga nomás. —Y siguió el otro.
—¿Qué cree que nos podía pasar? Lo lógico. Llegaba a casa Estercita ese amanecer, venía de cuidar a su tía en el centro y le llamó la atención la presencia de tres cuerpos inertes depositados arriba del puente. Solo se le ocurrió correr desesperada a casa del cabo Fuentes, vecino suyo, quien inmediatamente se hizo presente en bicicleta, y al poco el cura párroco en su Studebaker negro. Uno ordenando el inmediato abandono de la actitud peligrosa, el otro rogando al señor que nos guiase por la senda del buen descenso. Desde la atalaya dejamos claro lo inofensivo de nuestro proceder ya que obedecía a la motivación y el ansia por abrir nuestra mente integrándonos en la plena armonía del espacio infinito. El uniformado con la voz aún tomada por el madrugón decía:
"La mente no sé si se les va a abrir, pero el cráneo seguro que si, si no se bajan de ahí ya mismo y tengo que proceder." Comenzaba a acercarse gente, todos con cara de sueño roto y alguno que otro con el rosario en la mano acompañando al padre con las avemarías "¿Ustedes son imbéciles?" preguntaba ofuscado el cabo desde el otro lado del buró ya en comisaría. "se piensan que está bien lo que hicieron, que es una broma, puro chiste... después si los arrastra el tren, o se caen al río tenemos que mover medio pueblo por ustedes." —Filomeno representaba los diálogos adaptando la voz al personaje y sin obviar la gesticulación. — "Dejeló nomás cabo, son chicos y como tales hacen cosas de chicos." decía el cura, que había aparecido por allí por gracia de Ester que consideraba oportuna y beneficiosa siempre la mediación del "Señor" en las disputas con la justicia. "Déjemelos nomás.", reiteraba a la vez que ante la ausencia de nuestros padres, in situ, se hacía cargo de los tres. "¡Qué sea la última vez!, por esta, ni siquiera los voy a retener unas horas para que escarmienten y menos a abrir expediente alguno, pero la próxima pueden contar con calabozo seguro." A paso largo el párroco, aún poblado en lagañas, nos arrastraba sin cuidado hacia el exterior tirando de las orejas a esas alturas enormemente irritadas amen de inflamadas. "¡Mocosos infames!, no tienen otra cosa que hacer que joder a estas horas de la mañana. ¿No tienen otra cosa que hacer?",  repetía esto sin dejar de tironear hasta entregarnos en manos paternas con aspavientos, amenazas y recomendaciones para cambiar el doloroso proceso a las otras orejas.  —Culminó con un suspiro y una prolongada aspiración.
—¡Qué macana!, la verdad es que pensándolo fríamente no eran cosas normales para hacer de pibes, y menos a esas horas.
—Era un pueblo, con grandes aspiraciones cierto, pero un pueblo... nos conocíamos todos prácticamente, quizás eso blindaba el temor y nos hacia ver todo como accesible, inofensivo y enriquecedor, sobre todo enriquecedor.
—No lo dudo. Interesante lo que cuenta, y esto ¿cómo nos llevará hasta el misterio de la vasija esta? —Ricardo exigía un desenlace rápidamente.
—Le cuento, le cuento. Por supuesto ese fue el último amanecer desde el puente de fierro, de allí en adelante nos conformamos con perseguir los ocasos cien metros mas abajo del cauce, desde el puente de cemento, el Vergara; viendo caer la bola roja en este caso desde una posición mas fría, distante y deshumanizada. Nada de cabezas abajo apuntando al este, pero siempre dependientes del embrujo irradiado por las estructuras del río. Solíamos acudir de tarde en tarde a fumar los enormes cigarros que con tanta delicadeza liaba Verdolaga a fuerza de reciclar puchos caseros y picar fino hojas o flores del jacarandá cercano, al que conferíamos dotes de clarividencia plácida, sobre todo a partir del cincuenta y uno, ese diciembre ardiente, agobiante…
—¿Le pongo otro... por si se le seca el garguero? —Bartholf entusiasmado se volcaba.
—Si fenómeno, pero esta vez me lo acompaña con un chorrito de soda. Mientras procede, yo continúo con los hechos. —El cliente se explayaba.
—Haga nomás. —dijo al tiempo que servía el trago acompañándose con malabares.
—Diecisiete de diciembre del cincuenta y uno, al final de la jornada estival Verdolaga y Renomé pasan por casa para rescatarme de la tiranía materna con la clara disculpa del inminente inicio de semana vacacional. Cumplido el objetivo las bicicletas volaban en dirección al puente en busca del diálogo franco, el humo ardiente y el rumor continuo del agua; terapia selecta, barata y reconfortante. El recodo, los sauces y el paraíso esperaban como siempre allí, acaso algo vapuleados por las crecidas ocasionales propias del verano y sus tormentas. Ya acomodados en la baranda del puente sobre el río dominando la salida del recodo controlábamos fijamente el caudal hasta verlo desaparecer bajo nuestros pies entre cigarro y cigarro. —Hace una pausa para quitarse una cáscara de maní del incisivo, y continúa motivado. — Quince minutos habían pasado cuando los pasos de Klaus cruzando a nuestras espaldas nos sumieron en un silencio de miedo y precaución. Sin saludar siquiera atravesó el puente para encaminarse bordeando el agua por el sendero hasta el paraíso, donde sin prolegómeno alguno tomó asiento, encarnó y lanzó de primera al centro del cauce. Reacomodó la gorra perfilando el gesto trunco de la cara hacia nuestras curiosas miradas, como deseando estar solo. Pero, de ninguna manera le daríamos ese gusto, es más de allí en adelante consideraríamos esta circunstancia en tiempo y modo como propia e intransferible “el río es nuestro” murmuramos sin quitarle la vista de encima. —Hace una pausita.— El segundo cigarrillo al llegar al tercio se vio interrumpido en su ir y venir por un rumor de agua en crecida anormal, brusco, la tanza de Klaus vibró y por el recodo tras el puente del ferrocarril la lámina de agua pareció alzarse en ola gigantesca. Transcurría todo en décimas de segundo, el agua empujada por un enorme pez del tamaño del lecho mismo desbordaba las orillas, la enorme aleta dorsal arrancaba chispas al contacto con las vigas; destacaba el brillo intenso de sus enormes ojos vidriosos y el manto de escamas plateadas que lo deslizaban avivando el fondo de cieno. Llegó hasta el borde donde un Klaus pasmado apenas pudo reaccionar antes de que se lo engullera de un bocado para desaparecer, arrastrando la línea de tanza, bajo el "Valentín" donde nos encontrábamos.
—¿Qué me cuenta? —Pudo decir el boquiabierto el descendiente holandés.
—Lo que oye. Nos levantamos con prisa para observarlo salir en la huida por el lado opuesto del puente, pero para nuestra sorpresa por debajo del arco el agua corría escasa, cansina y espesa como siempre… regresamos para corroborar que el discurrir del agua era el de siempre en todo el recorrido incluso hasta el recodo. No podía ser un sueño o una alucinación y lo comprobamos gracias a las pertenencias de Klaus que, desordenadas bajo el paraíso enorme, mostraban la cara trágica del día de pesca. Nadie ajeno había visto nada y el solo intento de explicar lo sucedido teniendo en cuenta nuestros antecedentes acarrearía contratiempos y confusión, por lo que de común acuerdo arrojamos todo al río, quizás cuando dieran con ello poco importaría el dónde o el cómo. Aún confusos liamos un tercer cigarrillo perfumado y pastoso que desapareció con prisa entre los silencios y los temores.
—Menuda experiencia, y dice que no se lo contaron a nadie.
—No, pero, a raíz del suceso intentamos averiguar algo sobre el pobre tipo, y no nos costó mucho el enterarnos que Klaus formaba parte del contingente de: "los de la guerra"
—¿Los de la guerra, y eso? Perdone, pero no se estará usted enredando un poco con la historia, recuerdo que mi padre solía arrancar con un cuento para dormir al que, poco a poco transformaba de tal manera que la Divina Comedia le quedaba pequeña.
—No, tranquilo que ya queda menos. —El tipo trataba de mantener así el interés sobre lo sucedido.— Así se los reconocía a esos once que recayeron en el cuarenta o cuarenta y muy poco, al amparo de cierto acuerdo. Todos "boches" rescatados de un hundimiento y poco dispuestos a las relaciones humanas debido en gran parte al sufrimiento, la desconfianza y el abandono por parte de todas las autoridades. Recalaron en las casillas del ferrocarril, tras las vías y con la obligación de hacerse un sitio a la fuerza para no morirse de hambre.
—¡La pucha!, el tercer Reich en el Trocha..
—Hombre, tampoco tanto. Como comprenderá no interrumpimos la cita diaria con el puente durante los veranos siguientes guardando el secreto, es más, comprobamos sin horror y con cierta admiración como cada diecisiete de diciembre se repetía el drama con obligada asistencia por parte de los implicados, Jurgen, Dirk, Rolf, Tobías, Ralf, Sven, Peter, Joachim, Sebastian y Guenter… un Guenter que, arrastrando el paso por detrás de nosotros murmuró un corto saludo para llegar al final del puente y encaminarse con aire de resignación, más que con ansias de pesca abundante, a la sombra de la mirtácea traicionera. Dejó la gorra a un lado acomodando el trasero sobre la raíz desnuda que hacía las veces de balcón en la orilla, clavó la caña en el fondo barroso de la charca cercana y suspirando comenzó a encarnar la lombriz al anzuelo dorado y engalanado con plumillas. Extrajo el tabaco y la pipa para inundar de dulzor toda la orilla… no le quitamos ojo de encima, los años habían creado en nosotros cierta infalibilidad con respecto a los acontecimientos venideros, apuramos el cigarro para aferrarnos a la baranda y así soportar de la mejor manera posible el mal trago… en silencio… fascinados.
—No me vaya a arruinar la mañana... —Bartholf que se había quedado como transpuesto en espera de un final feliz pedía más y no había que defraudarlo.
 —El cauce en el recodo comenzó a elevarse bruscamente rebotando en las orillas arrancándoles lenguas espesas de marrón viscoso, y la lámina de agua cual ola gigante precedió al enorme animal, que repitiendo los pasos de años anteriores engulló sin más a Guenter, sabedor quizás de su destino como última pieza, tranquilo, en paz. El agua en su cauce nos pedía el final de tarea, esta vez con un par de piedras dentro intentamos que la bolsa de pesca no emergiera jamás; la vimos hundirse girando con gracia por entre la nube espesa e irritante del que sería el último cigarro en compañía de extraños. Al año siguiente Comprobamos fehacientemente que Guenter había sido el último alemán.
»Volvimos otro diecisiete de Diciembre, otro compromiso ineludible. Con las piernas meciéndose por fuera del puente sobre el lecho, los brazos y el mentón apoyados en la primera hilera de la baranda sentados en la mitad del mismo y con muchos más años sobre las espaldas; el río, como siempre, o al menos con variaciones apenas perceptibles para quién lleva años fuera. Por dentro compartíamos los sucesos con un extraño sentimiento de admiración y orgullo, no cualquiera era capaz de soportar la carga de tanto drama sin buscar un pecho amigo donde llorar como una mujer... vio. Ahí decidimos que el destino indicaría el fin de nuestros días, pero el último descanso debía de ser en el río, en este río y en ese tramo, turbio de entrepuentes.
—¡Ah!, hicieron un pacto. —dedujo Bartholf.
—Si, algo más que eso, pero resumiéndolo, si, un pacto.
—Entonces va a tirar las cenizas al río, ¿no?
—Claro.
—¡Pfff!, ándese con cuidado mire que hoy en día están vigilando mucho lo de contaminar...
—Pero oiga, ¿Qué está insinuando? —El portador de la vasija se indignaba.
—Nada, solo le pido que tenga cuidado, hace poco, unos fulanos fueron a esparcir las cenizas del instructor de vuelo a la torre del aeródromo, y del tarro salieron plumas, cachos de papel quemado, unos miguelitos y... algo de ceniza también por supuesto. Parece ser que es habitual en ciertos establecimientos quemar porquerías de fácil combustión para ahorrar costes y reciclar material, la gente realmente aspira a "las cenizas" en una urna y no siempre es lo que llevan.
—Mire, perdóneme el atrevimiento, pero no me extraña que en toda la mañana no haya entrado nadie, usted con ese espíritu no invita a entrar ni a los muertos. Ahora, por favor, me cobra. —Manoteó la vasija y sacó la billetera con actitud poco amistosa.
—Tranquilooooo... tranquilo. Déjese de pavadas que somos grandes. Me encantó el relato y me pasé un buen rato escuchándolo. Son trescientos pesos.
—¡Trescientos pesos! ¿Pero que me está cobrando, el trago individualizado por producto?
—¡No!, simplemente lo que marca la tarifa. —respondió eficaz el barman. El cliente rebuscó en la billetera y extrajo cien pesos.
—Tome, acá le dejo, espero que colme sus exigencias por descontado.
Ya no esperó su reacción, le daba igual. El tipo se fue sin oír un reclamo de su parte y reconociendo que no valía la pena desvelarle el misterio, hacerle partícipe del momento especial vivido cuando en el sesenta y nueve la Federal detuvo al rabí Nadir en su carromato, que llevaba años aposentado a orillas del río un poco antes de la esclusa. Un sobreviviente de la gran guerra decidido a organizar la caza por cuenta propia de los germanos refugiados en el país. El hombre, dominando como pocos los entresijos divinos, hizo un trabajo admirable desde el más estricto secreto. Se radicó allí por tener acceso a un curso de agua que le permitiese eliminar los objetivos previamente localizados, en este caso la tripulación del Admiral Graf Spee. Llegado a este punto no le faltó más que recurrir al barro creador y dar forma a su particular "Golem fish", un enorme pez de barro que llamó la atención a los uniformados por su realismo y al que el rabí daba vida a placer e interés.
Y, por supuesto mucho menos le revelaría el contenido de la urna.
Camino del río y a falta de una cuadra del destino la tormenta se desató con violencia esparciendo rayos, truenos y centellas por doquier tal como lo había previsto Renomé. Ese curso de agua, opaco, turbio e imprevisible que tanto les diera parecía querer honrar la fidelidad con estruendo y exageración. En el medio del puente estaban los dos esperándolo, Renomé en la silla de ruedas, un Verdolaga sonriente unido a su inseparable mochila de oxígeno; se saludaron para rápidamente colocarse en la posición de siempre, de cara al recodo, con vista al puente de hierro.
La tormenta arreciaba y se rompía casi sobre ellos, Renomé abrió el ataché para extraer tres gorros coyas a los que les había implantado una especie de antena.
—En la punta puse una pila botón, para facilitar la atracción. —Les comentó, y se los pasó. Los mismos estaban interconectados con un cordón de cables de cobre entrelazados que continuaba treinta metros más allá del último, para perderse en el lecho del río. — ¿Trajiste los componentes?
—Si. —Se escuchó a Filomeno. — Tengo todo lo pedido en la vasija, los nitratos y el cloruro. Cuando quieras.
Renomé asintió con la cabeza e indicó:
—Hacele un agujero en la tapa y revoleala lo más lejos que puedas.
Cayó cerca del paraíso para quedarse atrapada en el ramaje, poco a poco fue saliendo el contenido en forma de colorida serpiente. Se colocaron los gorros bien atados bajo el mentón al tiempo que las descargas se palpaban.
Fueron cuarenta mil amperios de descarga. Los nitratos depositados en el lecho producto de los fertilizantes, más los aportados junto con el cloruro, generaron una nebulosa colorida y fulgurante sobre el cauce, fueron cinco segundos, especiales... insuperables... únicos... esperados... sublimes.  Los últimos.

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