viernes, 23 de noviembre de 2018

El último viaje - Ana María Mondino


Clara atendió el teléfono que sonaba insistente. Del otro lado de la línea oyó la voz de su prima que llamaba desde Córdoba para decirle que la abuela estaba internada en terapia intensiva; hacía tiempo que sus noventa y dos años ya la tenían bastante sin fuerzas y ahora una complicación pulmonar le había afectado mucho. Hablaron un rato sobre otros temas familiares y antes de cortar prometió viajar lo antes posible para ver  a la abuela.
Dos días después partió en micro hacia la pequeña ciudad cordobesa. Llegó al anochecer cuando el sol aun mostraba sus tardíos rayos tras las agrestes sierras. Su prima la esperaba en la modesta terminal y de allí la camioneta se internó en un sendero arenoso bordeado de casas bajas hasta el hogar donde la abuela vivió desde su lejana juventud cuando, con el abuelo Juan, decidieron que aquel era su lugar en el mundo, rodeado de naturaleza pura. Clara había heredado de su abuela el carácter alegre, sus ansias de aventura y su inmenso amor a la naturaleza y a la vida.
Las horas pasaron rápidamente entre el afecto y las charlas en familia. Durmió en la misma cama donde tantas veces, en sus vacaciones infantiles, fantasías y sueños se mezclaron con los relatos de la abuela. La venció el cansancio y el silencio serrano acunó sus recuerdos.
Al día siguiente, en la clínica, cuando Clara se acercó, la abuela entreabrió sus ojos  de un celeste gastado por los años, fijó en ella la mirada y las lágrimas se escurrieron hacia la almohada. Un suero goteaba lentamente hasta su vena y una sonda opaca entraba en su nariz. La abrazó y se sentó a su lado, la mano de la anciana apretaba fuerte la suya, fue entonces cuando notó que ambas muñecas estaban atadas a los laderos de la camilla, un escalofrío le recorrió el cuerpo y preguntó a la enfermera:
-¿Por qué tiene las manos sujetas?
-Es que si no la atamos la abuela se saca todo, el suero y la sonda.
-¿Para qué tiene esa sonda en la nariz?
-Es para alimentarla porque no quiere comer- contestó solícita la enfermera- tal vez en uno o dos días, si no tiene fiebre y los resultados del laboratorio están normales, ya le den el alta.
-¿Entonces le quitarán todo eso?
-No lo sé, se hará lo que indique el médico.
Clara puso su mano sobre la mejilla de la abuela y le preguntó:
-Abuela ¿por qué te negás a comer?
Los mansos ojos de la vieja buscaron los suyos y, casi en un susurro murmuró:
-Porque ya no lo necesito, sólo quiero morir en paz.
La miró en silencio mientras un nudo le oprimía el pecho, no quería llorar frente a ella así que forzó una sonrisa y comenzó a contarle sobre un viaje que estaban planeando con su amiga, la llenó de detalles hasta agotar el tiempo permitido. La abrazó fuerte, saludó a la enfermera y con paso rápido abandonó el sanatorio. Necesitaba poner distancia, que el viento fresco le pegara en la cara, que el sol le quemara. Sentirse viva y no pensar. Ya más serena consultó el reloj, aun tenía tiempo de caminar hasta la terminal para tomar el micro de regreso. Su prima fue a despedirla y prometió avisarle cuando le dieran de alta. Una semana después le hacía saber que a la abuela tuvieron que llevarla a una residencia para ancianos porque necesitaba cuidados especiales.
Meses más tarde, Clara volvió a visitar a la abuela en la residencia, y allí la encontró postrada, consumida y atada para que no se quitara la sonda que la mantenía viva. Esta vez solamente la miró. Antes de regresar y al despedirse de su prima le preguntó:
-¿Por qué la tienen atada?
-Para que no se quite la sonda pues sin ella moriría por desnutrición- contestó su prima mirándola fijamente a los ojos.
Minutos de silencio precedieron al abrazo. En el micro de regreso Clara recostó la cabeza en el respaldo y dejó vagar la mirada hacia un horizonte sin tiempo.
Más de un largo año estuvo así la abuela .La última vez que la visitó la encontró consumida, con la piel transparente y la vista en un punto fijo y allí arriba el alimento vitaminado , cual siniestro pacto entre la vida y la muerte, goteaba la vida y retrasaba la muerte. Finalmente, una mañana de otoño, su pobre energía logró al fin liberarse del cuerpo torturado.


Elena y Clara eran amigas. Habían nacido en esa ciudad pequeña en un barrio donde todos se conocían. Sus madres las parieron con sólo unos meses de diferencia y desde pequeñas compartieron juegos, escuela, secretos y se hicieron inseparables, construyendo sueños donde la libertad y conocer el mundo fueron el ideal común. Así, cuando el tiempo pasó y ya en mayoría de edad, trabajando Clara en un Banco y Elena como profesora de lenguas, llegaron los primeros ingresos y con ellos planearon el primer viaje. Mochila al hombro recorrieron el Sur, otro año fue el Norte, luego Chile, Perú y así sucesivamente el mundo fue proveedor de destinos ora exóticos ora cosmopolitas. Compartían alegrías y penas. Las distintas circunstancias que la vida les iba presentando fueron motivo de análisis y charlas compartidas. La lenta agonía de la abuela dio motivo de muchas reflexiones luego de cada visita y fue un tema recurrente. El tiempo fue transformando a las adolescentes en adultas y los viajes aventureros en otros más relajados.  La vida trajo amores, penas, alegrías y desgracias pero aquella amistad nunca flaqueó y persiste aun hoy, cuando ambas han superado ya la barrera de los ochenta.
Clara vive sola en la planta baja de la vieja casa familiar. Sara su sobrina, gerente de una empresa, habita un pequeño departamento construido en la planta alta, por lo tanto no se siente sola ya que la joven está siempre atenta a sus necesidades. La casa tiene al fondo un cuarto para elementos de limpieza y cosas en desuso. Esta mañana, cuando Clara fue allí por unas tijeras para podar el rosal, vio en varios lugares excrementos de algún roedor. Tomó las tijeras, cortó los gajos viejos del rosal, luego se lavó las manos, se peinó y partió hacia a forrajería en busca de algún producto para eliminar al intruso.
-Hola, señora Clara, ¿cómo anda usted? –saludó cordial la empleada
-Bien, querida, como si tuviera veinte –contestó
-Sí, se la ve muy bien. ¿Qué necesita?
-Bueno, quiero algo para eliminar una rata, laucha o como se llame que se ha metido en el cuarto del fondo y está dejando sus “regalitos” por los rincones.
-Ja, ja. Mire Clara esto es lo último que ha salido en veneno para ratas. No falla porque tiene un gusto similar al queso, que lo hace irresistible para ellas y actúa muy rápido produciéndoles la muerte casi instantánea, pero si usted no quiere encontrar el animal muerto por cualquier lado puede llevar también esta jaula y poner el veneno adentro y será más fácil para deshacerse de él. Eso sí, tenga cuidado de no tocar el veneno con las manos.
-Bien, dame las dos cosas y luego te cuento cómo me fue.
-Le doy también un par de guantes descartables.
La muchacha puso todo en una bolsa plástica. Clara pagó y regresó a la casa mientras pensaba en el pobre animal que iba a matar y sentía pena. Ella defendió siempre la vida, por lo tanto decidió probar poniendo en la jaula un trozo de queso en lugar del veneno, y si encontraba la rata atrapada pero viva ya vería la forma de liberarla en un lugar alejado. Dejó la caja con el veneno en uno de los estantes más altos, buscó un trozo de queso que colocó en la jaula y llevó al rincón. Luego cruzó el patio donde el jazmín de leche convocaba a las abejas con el dulce  aroma de sus flores blancas, preludio de la inminente primavera.  Fue a la mañana siguiente cuando encontró en la jaula dos pequeñas lauchas en un frenético intento por liberarse del encierro. Clara colocó la jaula en una caja y caminó hacia el parque que bordea el río. El sol en aquella mañana de septiembre destacaba el verde de las hojas nuevas y secaba el rocío que brillaba en la hierba. Disfrutando el paseo y sintiendo el placer de proteger la vida de aquellos pequeños animalitos, Clara fue hasta un lugar a la vera del río alejado de las últimas casas donde los liberó y desaparecieron entre los pastizales. Regresó a la casa y al llegar se sintió cansada, aunque la caminata no había sido muy larga y un dolor cada vez más intenso le oprimía la cintura; no era la primera vez que le pasaba, por lo tanto descansó un poco, se duchó y decidió visitar al médico. Dos días después, ya con los resultados del laboratorio volvió a la consulta y le diagnosticaron un problema pulmonar, por lo tanto a partir de entonces debería llevar una vida reposada, con medicación y controles periódicos. De regreso pasó por casa de Elena. Su amiga también seguía viviendo en la misma casa donde había nacido. Su salud se había deteriorado últimamente debido a una fuerte angina y una diabetes incipiente, así que ya no podía salir frecuentemente aunque muchas veces iba hasta la casa de Clara para compartir tardes de charla y, cuando María, que era su compañía, necesitaba tomar días de descanso, también se quedaba a dormir.
Fue una tarde de octubre cuando María tenía que visitar a su hermana que Elena llegó a la casa de Clara, esa noche se quedaría allí. La sobrina de Clara había viajado por una reunión de trabajo y regresaba a la mañana siguiente. Las amigas convocaron recuerdos y hablaron largamente. Al atardecer, bajo el alero del patio perfumado, donde habitaba un casal de palomas, pusieron la pequeña mesa  y los sillones de mimbre. Sobre la mesa un mantel blanco, dos antiguas copas de cristal heredadas  de la abuela y una botella de champagne. Por el este, compitiendo con los últimos rayos del sol, la luna llena completaba la geometría de los techos vecinos. Mientras los grillos enamorados lanzaban al aire sus estridentes deseos de amar y la sombra fantasmal de algún murciélago buscaba su presa, el sonido de una botella al descorcharse dio comienzo al brindis.
-¿Recordás aquel viaje en globo que hicimos sobre la pradera?
-¡Cómo no recordarlo! Nos sentimos libres volando sobre el mundo.
-¿Recordás el silencio?
-Fue como formar parte del cielo.
-Hoy será igual.
-Viajaremos hacia la luna en libertad.
-Servite otra copa y llená la mía.
-Ya no se oyen los grillos.
-¡Qué placer este silencio!
-Tomá mi mano...

Allá en el cielo, dibujadas sus siluetas en el disco brillante de la luna, dos aves nocturnas buscan su destino. Sobre la mesa una botella y dos copas vacías. Pastillas sedantes, una caja de  pequeños terrones con sabor a queso y un mensaje: “No somos suicidas, somos eutanásicas”.

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