Clara atendió el teléfono que sonaba
insistente. Del otro lado de la línea oyó la voz de su prima que llamaba desde
Córdoba para decirle que la abuela estaba internada en terapia intensiva; hacía
tiempo que sus noventa y dos años ya la tenían bastante sin fuerzas y ahora una
complicación pulmonar le había afectado mucho. Hablaron un rato sobre otros
temas familiares y antes de cortar prometió viajar lo antes posible para
ver a la abuela.
Dos días después partió en micro hacia la
pequeña ciudad cordobesa. Llegó al anochecer cuando el sol aun mostraba sus
tardíos rayos tras las agrestes sierras. Su prima la esperaba en la modesta
terminal y de allí la camioneta se internó en un sendero arenoso bordeado de
casas bajas hasta el hogar donde la abuela vivió desde su lejana juventud
cuando, con el abuelo Juan, decidieron que aquel era su lugar en el mundo,
rodeado de naturaleza pura. Clara había heredado de su abuela el carácter
alegre, sus ansias de aventura y su inmenso amor a la naturaleza y a la vida.
Las horas pasaron rápidamente entre el afecto
y las charlas en familia. Durmió en la misma cama donde tantas veces, en sus
vacaciones infantiles, fantasías y sueños se mezclaron con los relatos de la
abuela. La venció el cansancio y el silencio serrano acunó sus recuerdos.
Al día siguiente, en la clínica, cuando Clara
se acercó, la abuela entreabrió sus ojos
de un celeste gastado por los años, fijó en ella la mirada y las
lágrimas se escurrieron hacia la almohada. Un suero goteaba lentamente hasta su
vena y una sonda opaca entraba en su nariz. La abrazó y se sentó a su lado, la
mano de la anciana apretaba fuerte la suya, fue entonces cuando notó que ambas
muñecas estaban atadas a los laderos de la camilla, un escalofrío le recorrió
el cuerpo y preguntó a la enfermera:
-¿Por qué tiene las manos sujetas?
-Es que si no la atamos la abuela se saca
todo, el suero y la sonda.
-¿Para qué tiene esa sonda en la nariz?
-Es para alimentarla porque no quiere comer-
contestó solícita la enfermera- tal vez en uno o dos días, si no tiene fiebre y
los resultados del laboratorio están normales, ya le den el alta.
-¿Entonces le quitarán todo eso?
-No lo sé, se hará lo que indique el médico.
Clara puso su mano sobre la mejilla de la
abuela y le preguntó:
-Abuela ¿por qué te negás a comer?
Los mansos ojos de la vieja buscaron los
suyos y, casi en un susurro murmuró:
-Porque ya no lo necesito, sólo quiero morir
en paz.
La miró en silencio mientras un nudo le
oprimía el pecho, no quería llorar frente a ella así que forzó una sonrisa y
comenzó a contarle sobre un viaje que estaban planeando con su amiga, la llenó
de detalles hasta agotar el tiempo permitido. La abrazó fuerte, saludó a la
enfermera y con paso rápido abandonó el sanatorio. Necesitaba poner distancia,
que el viento fresco le pegara en la cara, que el sol le quemara. Sentirse viva
y no pensar. Ya más serena consultó el reloj, aun tenía tiempo de caminar hasta
la terminal para tomar el micro de regreso. Su prima fue a despedirla y
prometió avisarle cuando le dieran de alta. Una semana después le hacía saber que
a la abuela tuvieron que llevarla a una residencia para ancianos porque
necesitaba cuidados especiales.
Meses más tarde, Clara volvió a visitar a la
abuela en la residencia, y allí la encontró postrada, consumida y atada para
que no se quitara la sonda que la mantenía viva. Esta vez solamente la miró.
Antes de regresar y al despedirse de su prima le preguntó:
-¿Por qué la tienen atada?
-Para que no se quite la sonda pues sin ella
moriría por desnutrición- contestó su prima mirándola fijamente a los ojos.
Minutos de silencio precedieron al abrazo. En
el micro de regreso Clara recostó la cabeza en el respaldo y dejó vagar la
mirada hacia un horizonte sin tiempo.
Más de un largo año estuvo así la abuela .La
última vez que la visitó la encontró consumida, con la piel transparente y la
vista en un punto fijo y allí arriba el alimento vitaminado , cual siniestro
pacto entre la vida y la muerte, goteaba la vida y retrasaba la muerte.
Finalmente, una mañana de otoño, su pobre energía logró al fin liberarse del
cuerpo torturado.
Elena y Clara eran amigas. Habían nacido en
esa ciudad pequeña en un barrio donde todos se conocían. Sus madres las
parieron con sólo unos meses de diferencia y desde pequeñas compartieron
juegos, escuela, secretos y se hicieron inseparables, construyendo sueños donde
la libertad y conocer el mundo fueron el ideal común. Así, cuando el tiempo pasó
y ya en mayoría de edad, trabajando Clara en un Banco y Elena como profesora de
lenguas, llegaron los primeros ingresos y con ellos planearon el primer viaje.
Mochila al hombro recorrieron el Sur, otro año fue el Norte, luego Chile, Perú
y así sucesivamente el mundo fue proveedor de destinos ora exóticos ora
cosmopolitas. Compartían alegrías y penas. Las distintas circunstancias que la
vida les iba presentando fueron motivo de análisis y charlas compartidas. La lenta
agonía de la abuela dio motivo de muchas reflexiones luego de cada visita y fue
un tema recurrente. El tiempo fue transformando a las adolescentes en adultas y
los viajes aventureros en otros más relajados. La vida trajo amores, penas, alegrías y
desgracias pero aquella amistad nunca flaqueó y persiste aun hoy, cuando ambas
han superado ya la barrera de los ochenta.
Clara vive sola en la planta baja de la vieja
casa familiar. Sara su sobrina, gerente de una empresa, habita un pequeño
departamento construido en la planta alta, por lo tanto no se siente sola ya
que la joven está siempre atenta a sus necesidades. La casa tiene al fondo un
cuarto para elementos de limpieza y cosas en desuso. Esta mañana, cuando Clara
fue allí por unas tijeras para podar el rosal, vio en varios lugares
excrementos de algún roedor. Tomó las tijeras, cortó los gajos viejos del
rosal, luego se lavó las manos, se peinó y partió hacia a forrajería en busca
de algún producto para eliminar al intruso.
-Hola, señora Clara, ¿cómo anda usted? –saludó
cordial la empleada
-Bien, querida, como si tuviera veinte –contestó
-Sí, se la ve muy bien. ¿Qué necesita?
-Bueno, quiero algo para eliminar una rata,
laucha o como se llame que se ha metido en el cuarto del fondo y está dejando
sus “regalitos” por los rincones.
-Ja, ja. Mire Clara esto es lo último que ha
salido en veneno para ratas. No falla porque tiene un gusto similar al queso,
que lo hace irresistible para ellas y actúa muy rápido produciéndoles la muerte
casi instantánea, pero si usted no quiere encontrar el animal muerto por
cualquier lado puede llevar también esta jaula y poner el veneno adentro y será
más fácil para deshacerse de él. Eso sí, tenga cuidado de no tocar el veneno
con las manos.
-Bien, dame las dos cosas y luego te cuento
cómo me fue.
-Le doy también un par de guantes
descartables.
La muchacha puso todo en una bolsa plástica.
Clara pagó y regresó a la casa mientras pensaba en el pobre animal que iba a
matar y sentía pena. Ella defendió siempre la vida, por lo tanto decidió probar
poniendo en la jaula un trozo de queso en lugar del veneno, y si encontraba la
rata atrapada pero viva ya vería la forma de liberarla en un lugar alejado.
Dejó la caja con el veneno en uno de los estantes más altos, buscó un trozo de
queso que colocó en la jaula y llevó al rincón. Luego cruzó el patio donde el
jazmín de leche convocaba a las abejas con el dulce aroma de sus flores blancas, preludio de la
inminente primavera. Fue a la mañana
siguiente cuando encontró en la jaula dos pequeñas lauchas en un frenético
intento por liberarse del encierro. Clara colocó la jaula en una caja y caminó
hacia el parque que bordea el río. El sol en aquella mañana de septiembre
destacaba el verde de las hojas nuevas y secaba el rocío que brillaba en la hierba.
Disfrutando el paseo y sintiendo el placer de proteger la vida de aquellos
pequeños animalitos, Clara fue hasta un lugar a la vera del río alejado de las
últimas casas donde los liberó y desaparecieron entre los pastizales. Regresó a
la casa y al llegar se sintió cansada, aunque la caminata no había sido muy
larga y un dolor cada vez más intenso le oprimía la cintura; no era la primera
vez que le pasaba, por lo tanto descansó un poco, se duchó y decidió visitar al
médico. Dos días después, ya con los resultados del laboratorio volvió a la
consulta y le diagnosticaron un problema pulmonar, por lo tanto a partir de
entonces debería llevar una vida reposada, con medicación y controles
periódicos. De regreso pasó por casa de Elena. Su amiga también seguía viviendo
en la misma casa donde había nacido. Su salud se había deteriorado últimamente
debido a una fuerte angina y una diabetes incipiente, así que ya no podía salir
frecuentemente aunque muchas veces iba hasta la casa de Clara para compartir
tardes de charla y, cuando María, que era su compañía, necesitaba tomar días de
descanso, también se quedaba a dormir.
Fue una tarde de octubre cuando María tenía
que visitar a su hermana que Elena llegó a la casa de Clara, esa noche se
quedaría allí. La sobrina de Clara había viajado por una reunión de trabajo y
regresaba a la mañana siguiente. Las amigas convocaron recuerdos y hablaron
largamente. Al atardecer, bajo el alero del patio perfumado, donde habitaba un
casal de palomas, pusieron la pequeña mesa
y los sillones de mimbre. Sobre la mesa un mantel blanco, dos antiguas copas
de cristal heredadas de la abuela y una
botella de champagne. Por el este, compitiendo con los últimos rayos del sol,
la luna llena completaba la geometría de los techos vecinos. Mientras los
grillos enamorados lanzaban al aire sus estridentes deseos de amar y la sombra
fantasmal de algún murciélago buscaba su presa, el sonido de una botella al
descorcharse dio comienzo al brindis.
-¿Recordás aquel viaje en globo que hicimos
sobre la pradera?
-¡Cómo no recordarlo! Nos sentimos libres
volando sobre el mundo.
-¿Recordás el silencio?
-Fue como formar parte del cielo.
-Hoy será igual.
-Viajaremos hacia la luna en libertad.
-Servite otra copa y llená la mía.
-Ya no se oyen los grillos.
-¡Qué placer este silencio!
-Tomá mi mano...
Allá en el cielo, dibujadas sus siluetas en
el disco brillante de la luna, dos aves nocturnas buscan su destino. Sobre la
mesa una botella y dos copas vacías. Pastillas sedantes, una caja de pequeños terrones con sabor a queso y un
mensaje: “No somos suicidas, somos eutanásicas”.
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