miércoles, 4 de abril de 2018

Culpables - Ana María Mondino


La vida se estaba tornando cada día más difícil para la pequeña población junto al salar. La compañía que había llegado a Bolivia diez años antes para trabajar la sal hoy estaba ya casi cerrando sus puertas definitivamente y con ello muchos obreros perderían su trabajo.
Era el mes de mayo, la luna brillaba en un cielo límpido desparramando reflejos de plata sobre el salar. Elmer, sentado en el pequeño patio de su humilde casita de piedras estaba preocupado,  su salario como operario de la compañía era el mayor sustento de su familia. Su esposa Delma, con un embarazo de seis meses, confeccionaba tejidos  que vendía en la feria del pueblo los domingos pero esos ingresos eran magros y no siempre seguros. Pensaba también que su pequeña hija Tatiana de cinco años pronto debería concurrir a la escuela lo que significaba comprar útiles y ropa.
Elmer tenía un primo que algunos años atrás se fue a vivir a Argentina donde se dedicaba al cultivo de hortalizas que luego vendía en el mercado y, según las noticias que le llegaban de él, le estaba yendo bastante bien. Hacía ya unas semanas que le había escrito contándole su preocupación por el cierre de la empresa y considerando la posibilidad de viajar también él y su familia al vecino país. Pasaron aun dos días hasta que llegó la contestación del primo Elvin. Con gran ansiedad leyeron la carta que, cargada de afecto, los alentaba a unirse a su familia en Argentina y a empezar allí una nueva vida. Se miraron profundamente y en silencio, no fue fácil pero finalmente pensando en el futuro de los niños decidieron partir. Vendieron las llamas y los cerdos, dejaron la casita a unos parientes y con los pocos ahorros que  tenían partieron un amanecer en un viejo camión que iba al mercado y que los dejaría en la estación. Arrebujados en mantas multicolores con sus pocas pertenencias en una vieja valija y dos bolsos tejidos subieron al tren en pos de sus sueños. Viajaba la esperanza en ese vagón atestado de gente mientras tras la ventanilla la metamorfosis del paisaje era como el preludio de sus vidas.
Pasar los controles en la frontera no fue un trámite fácil los gendarmes no simpatizaban con los inmigrantes. Hurgaron en sus bolsos, miraron una y otra vez sus documentos. Preguntaban. Desconfiaban. Cuando todo estuvo controlado sin encontrar motivo para impedirlo el ingreso al país les fue permitido. Agotados por el largo viaje en tren debieron aun caminar, cargados con sus maletas, por un zigzagueante camino hasta llegar a la vieja estación de ómnibus para abordar el coche que, luego de dos días y una noche, atravesando montañas, sierras y llanuras los dejaría en la ciudad de Buenos Aires donde el primo Elvin los estaría esperando para tomar luego el tren urbano que los llevaría por fin a la localidad en las afueras de la gran ciudad donde proliferaban las quintas de cultivos.


Las topadoras comenzaban desde muy temprano con su maldito estruendo en la selva misionera. Uno tras otro iban cayendo árboles centenarios y, con ellos, sucumbían nidos, huevos y pichones. Los pájaros, que antes recibían alegres con sus trinos el nuevo día, huían ahora ante el fenómeno antinatural que no pudieron presentir. Los grandes nidos comunitarios de las cotorras caían deshechos entre una maraña de hojas, ramas, troncos y selva destrozada. Las verdes bandadas partieron entonces presas del pánico y el hambre. Volaron hacia el sur, cambiaron su dieta de bayas y frutos silvestres por mazorcas, semillas y otros frutos. Luego de un largo viaje llegaron a los pueblos donde montes de frutales y quintas de hortalizas les ofrecieron el sustento para la continuidad de su especie. Otros árboles, distintos a los de la selva, pero altos y frondosos fueron buena protección para sus nidos, y allí se quedaron.


Elmer y su familia se establecieron en una pequeña vivienda cercana a la plantación. Hacía ya un año de aquel largo viaje  y poco a poco fueron incorporando las costumbres argentinas aunque, a veces, extrañaban su lejana Bolivia, pero  aquí  aunque sin abundancias la vida era tranquila.
El pequeño Gabriel nació una mañana de primavera a la hora en que una bandada de cotorras alborotaban con sus gritos en busca del sol y la comida. Pero ellas no fueron bienvenidas y pronto se las declaró una plaga porque, según decían, destrozaban frutales y cultivos.
Elmer, entre otras tareas, debía llegar temprano al mercado para ayudar en la descarga de mercadería. Esa mañana como todos los días luego de un rápido desayuno guardó el almuerzo en su mochila, tomó trescientos pesos para comprar un regalo a Tatiana que cumplía  años al día siguiente, despidió con un beso a su mujer, se calzó el casco y montando una vieja motocicleta partió enfundado en su gastada campera de cuero negro. Ya en la carretera oyó de pronto la sirena de un  coche policial que se acercaba y se vio sobrepasado por un motociclista que vestía como él una campera de cuero negro y que, en loca carrera entre los vehículos quedó oculto tras un camión de reparto. Todo fue muy rápido, la bala partió del patrullero y él sintió como si una flecha de fuego le atravesara el corazón desde la espalda.


La noticia en el periódico decía: “En persecución de un delincuente que robara en una joyería la policía abatió a un ciudadano de nacionalidad boliviana que se desplazaba en motocicleta. En su mochila sólo se encontró un celular, un sándwich, una fruta, una bebida gaseosa y en un bolsillo de su campera trescientos pesos. Curiosamente al remover el cuerpo del sujeto se encontró una cotorra muerta con un impacto de bala en el pecho”.


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