lunes, 23 de diciembre de 2019

Subte B - Miriam Cabral


Descendió las escaleras de la estación Lacroze. Hora pico. Cuando parecía que todo el mundo se había dado cita allí para bajar de un tranco los escalones.
El vaho de calor que ascendía duplicaba el de la calle. Ella sintió su malhumor como una bufanda apretándole la garganta, otro maldito día  de lo mismo.
El andén repleto no le impidió hacer su caminata habitual hasta el puesto de diarios y allí distraerse unos segundos. El vagón llegó y abrió sus fauces: "Adentro desgraciados, a sufrir".
Apretada como una sardina, se atajó del movimiento de la marcha, se tomó fuerte del pasamanos. Sabía por experiencia que en la próxima estación todo empeoraría. Los pasajeros del tren San Martín subirían en la estación Dorrego, elevando la apuesta.
El subte se detuvo. Las puertas se abrieron y montones de cuerpos empujaron para hacerse un lugar, como cabecitas de alfileres nerviosos. Se vio arrastrada, perdió pie y se agarró más fuerte, una sudorosa pasajera quedó a su izquierda, estampada a ella. El movimiento otra vez y ese ruido particular del subte no pudieron con lo que percibió a su derecha. Pegado a su costado, tan cerca que no podía girar la cabeza para mirarlo, estaba un hombre, lo supo bastante más alto que ella, casi estaba presintiéndolo. Tenía un perfume increíblemente fresco para ese momento de sopor. Ella sentía cómo las aletas de su nariz se dilataban para apropiarse mejor de ese aroma.
No había ninguna actitud amenazante en la forma en la que estaba parado él. Alcanzó a ver el cartel de la estación Malabia cuando se dio cuenta claramente de que su cadera estaba como amoldándose a la pierna de él. Involuntariamente el traqueteo del subte los iba acomodando. Su cadera en la pierna de él, su brazo contra el suyo y ese aroma insoportablemente bello, de pinos y de verde, de otro lugar que no era el maldito vagón.
Cerró los ojos para dejar que eso fuese más intenso y descubrió que una corriente de energía los atravesaba, así, uno al lado del otro. Aplastados por el gentío, algo como un aura cálida venía de él y la envolvía; no la envolvía, pensó, la invadía.
El tiempo se hizo lento. Ella estuvo atenta a cada pequeño atisbo de acercamiento que no fuera ese ritmo que el propio subterráneo imponía.
Y entonces se permitió volar, justo en la estación Medrano se dejó ir.
Atrás quedaron: la miseria de viajar como animales, el día interminable en la oficina, la mirada bovina de su jefe, el café quemado y el sueldo laucha que no llega jamás a fin de mes, todo se fue por el túnel del subte mientras ella con los ojos cerrados huía en su mente con su vecino de viaje. Entonces él la sacó de allí y ella se dispuso a seguirlo a cualquier parte: a un baldío, a una piecita de pensión, a un hotel de lujo, a una tienda en el medio del desierto, donde fuera.
Y ese compañero de viaje la aturdió a besos, le quitó el vestido discreto de la oficinista correctísima y la transformó en hembra, le arrancó la soledad a manotazos y la recorrió entera, y cuando hizo falta trabajó en ella como un obrero enajenado y tierno hasta perderla y perderse en el placer.
Se sintió suspirar y se asustó. Era pánico de que lo que estaba sintiendo en todo el cuerpo se notara hasta dejarla como estaba por dentro, desnuda.
Hacía tanto tiempo que no se sentía así, tan frágil y tan erotizada.
Estación Pueyrredón. Y su perfume y la excitación y algo más. La certeza de que él estaba sintiendo lo mismo, porque la energía ahora ella la percibía redonda, intensa, recorriéndolos.
Qué importaba si por un día llegaba tarde, si él la invitaba un café. O pasar el día a descuento si ese momento se convertía en una larga celebración de cuerpos.
Se adelantó a bajar, pasó por detrás de él e intencionalmente dejó que sus pechos tocaran la espalda del hombre, no presionó pero no quitó su cuerpo.
Completamente segura de él siguiéndola, miró a la gente bajar en Callao y esperó la próxima, la de ella: Uruguay.
No podía darse vuelta para verlo, solo quería llegar a destino para pararse junto a él en el andén y conocer su cara.
Las puertas se abrieron. Ella bajó, se irguió y se dio vuelta entre el tumulto.
Él no estaba.
Miró por la ventanilla hacia adentro y lo vio en el mismo lugar.
Su sonrisa se congeló, él en cambio la miró fijo, le sonrió con una boca perfectamente seductora y luego le guiñó un ojo.
Se sintió morir. Como si estuviera adormecida vio el subte alejarse, y la luz se perdió en las vías. Subió la escalera mecánica como si ella fuera parte de esa estructura de metal.
Salió al sol de la mañana, caminó las dos cuadras hasta la oficina, subió las escalinatas y buscó en la cartera las llaves para entrar.
Entonces se dio cuenta de que le faltaba la billetera.
“Hijo de puta”, musitó, con los dientes entrecerrados.
Y ahí mismo, en medio de la mañana y de su decepción, se echó a reír, se echó a reír y dijo para sí: “Yo también te robé”.

Breve estadía - Ester Bossi


La ubicación del hotel boutique en lo alto del cerro privilegiaba la vista de la ciudad. A sus pies, las aguas calmas del lago sólo eran perturbadas por alguna brisa inquieta. A lo lejos, los cerros se erguían soberbios, cubiertos por la nieve del inverno que se alejaba sin apuro.
El salón vidriado del primer piso permitía al viejo escritor amalgamarse con la naturaleza.
Hacía pocas horas que se había alojado en el hotel. Según sus palabras, el propósito era terminar un trabajo. Quizá, la magnificencia del lugar le confería tranquilidad para alcanzar la inspiración que necesitaba. Por momentos, su lápiz se movía con frenesí sobre la hojas de un rústico cuaderno, como intentando acortar un tiempo que lo apuraba; en otros, se recluía en sus propios pensamientos. Observaba el paisaje cambiante: el lago abrillantando por el sol y los techos verdes y rojos de las casas dispersas en el valle. Cuando llegaban las sombras y cobraban vida las luces de la ciudad, los cerros se transformaban en colosos oscuros que amedrentaban. Sin embargo, nadie podía resistirse a la atracción de esa postal de la naturaleza.
En los momentos de quietud, la mente del viejo escritor parecía entrar en un misterioso trance. Tal vez, esa ensoñación lo llevara a un mundo irreal, afiebrado de ideas, donde lo acompañaran duendes y criaturas mágicas.
Quizá, escalaba la oscuridad de los cerros y ponía luz en las grietas tenebrosas. A lo mejor, volaba junto a los cóndores en las alturas, caminaba con lentitud por el verde faldeo de las montañas, o se adentraba en el bosque para trepar a las viejas araucarias.
Es probable que, después de bañarse en cascadas de espuma, se sentara a descansar sobre un musgoso tronco a la orilla de algún río mientras escuchaba atento la peculiar música del agua corriendo a través de las rocas. A la vez, se deleitaba observando a las ninfas que, desde la otra orilla, lo llamaban con delicados gestos y sensuales voces.
De pronto, parecía volver a la realidad reanudando el trabajo, aún con más desenfreno.
Pero un día, el viejo escritor desapareció. Nadie, en el hotel, podía recordar si, aquel hombre había arribado con algún equipaje. Un asustado recepcionista no encontraba dato alguno en el registro de pasajeros. Incluso, su habitación lucía como si nadie la hubiese ocupado.
El único recuerdo era su figura esmirriada de largos cabellos blancos peinados con un cuidadoso desorden.
Al cuaderno del viejo escritor, se lo encontró sobre la mesa del comedor, en apariencia olvidado
Lo curioso fue que, en sus páginas amarillentas, sólo había dibujos de un mundo fantástico habitado por estrambóticos personajes.

La cena está lista - Élida Cantarella


Encima de la podredumbre de los chiqueros se arracimaban jirones de bruma cuando Benjamín llegó sorteando cascotes y piedras. Pisó el barro infectado de moscas. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. El hambre le estrujaba las tripas, mate cocido y pan duro constituían últimamente su mejor menú. Se  paró un momento  arriba de la tranquera que daba a los corrales y miró, a lo lejos, el caserío. Paredes descascaradas con negruzcos techos de paja. Todas iguales en medio de un paisaje desolador y mugroso. Sólo una casa, donde la cal y las tejas la diferenciaban de las otras, dándole el porte de vivienda digna. Era  la casa de la loca, y estaba armada. Los pobladores le temían,  la única en muchas leguas  a la redonda que coleccionaba armas de fuego de diversos calibres. Hacía muchos años que estaba sola. Era la única heredera de la pequeña fortuna que había amasado su abuelo en la empresa consignataria de cerdos.
El pequeño poblado no ofrecía ninguna seguridad. De acuerdo con la situación geográfica, cercano a la confluencia de rutas, quedaba a merced de ocasionales delincuentes y forajidos. En varias oportunidades fue objeto de asaltos, era entonces cuando recordaba los consejos del abuelo: “La platita se defiende con uñas y dientes”. A las armas de sus antepasados fue sumando otras más modernas. Con mucha paciencia y perseverancia se familiarizó en su uso. Pasaba días enteros desparramando pólvora hacia los cuatro puntos cardinales.
En ese atardecer, la mujer encendió luces, colgó guirnaldas, y, la música a todo volumen desbancó  a los explosivos.
Benjamín miró una y otra vez. Decidido, tomó la caña tacuara. Largas horas le había llevado afilarla, era una lanza con punta de flecha. Los animales se amontonaron. Certero como un rayo bajó su brazo y descargó la chuza en el  lomo de uno de ellos. El puerco  gruñó su final en medio de un charco rojo. Con rapidez intentó arrastrar a su presa. El padrillo se abalanzó  y revolcó entre el lodazal al pobre infeliz,  quien se esforzaba por incorporarse. Cuando  lo logró, la bestia arremetió y con las pezuñas abrió surcos en sus piernas. La sangre que manaba exacerbaba al animal. Lo vio venir hacía él una vez más, y cuando pensó que la suerte estaba echada, una ráfaga de perdigones espantó al cerdo. Tomó la caña tacuara, y, ayudándose con ella, logró saltar una montaña de fardos de pasto seco y salir al exterior. Con escasas fuerzas y el cuerpo envuelto con escamas  de lodo y sangre enfiló para el lado de las luces.
La puerta permanecía entreabierta. Desde el interior, una mujer alzó la voz y  lo invitó a pasar.
-¡Adelante, pase! Estoy esperando a mis invitados. Usted debe ser uno de los comensales. Se adelantó unos minutos, ¡pero pase, pase!
Una larga mesa se extendía en el comedor. El mantel almidonado, con faldones y puntillas caía hasta casi tocar el piso. Todo estaba dispuesto para una gran comilona.
La mujer iba y venía trayendo bandejas con canapés, bocaditos y otras delicias. Lo último en distribuir fue una selección de vinos de “Bodegas Chafallare”. Descorchó una botella para convidar a Benjamín, que se había apoyado en una columna. Le extendió la copa y  miró el cuerpo maltrecho del joven. Dudó unos minutos y le ordenó ingresar al baño. Lo acompañó, y le dijo: en un costado de la bañera encontrará sales minerales, jabones y toallas. En pocos minutos le alcanzaré un traje, camisa y corbata para que luzca impecable ante los demás invitados.
La puerta del sótano se cerró pesadamente dejando caer el pestillo que la trababa. En medio del aire húmedo e irrespirable las lamparitas titilaron ensombreciendo el reducto. El muchacho tanteó en vano los rincones en busca de una llave de luz. Descorrió la cortina del ventanuco y una débil claridad se filtró iluminando extraños bultos. Se acercó lo más que pudo. Parecían cuerpos. Abrió y cerró varias veces los ojos. Los palpó y retiró la mano espantado, no tenían piel, no tenían masa corporal. Eran esqueletos que se descolgaban como marionetas. Tembloroso, hurgó en los bolsillos buscando fósforos. Encendió las cerillas hasta casi agotar la caja.
Se paralizó frente a las osamentas, ya no importaban los ruidos en las tripas y el dolor de las heridas. La prisión era un agujero genocida.
 Comenzó a  golpear la puerta hasta que un globo violáceo le cubrió las manos. Las pupilas se dilataron y un temblor lo sacudió cuando un esqueleto se desmembró  arriba de sus pies. Giró, le dio un puntapié a la cabeza, que salió rompiendo los vidrios del tragaluz. En el agónico silencio escuchó el giro de una llave. La puerta se destrabó y Benjamín respiró aliviado. Quiso salir, pero la loca lo detuvo mientras ordenaba a sus invitados.
-¡Adelante señores, la cena está lista!
El ruido de  las pezuñas de los cerdos fue dejando huellas en el piso que rechinaba.


La despedida - Federico Dobal



-I-

Luis: Sos un pelotudo, flor de pelotudo sos, ese era el último bombín que me quedaba en la caja. Lo tenías que hacer pelota.
Marcelo: ¿Qué querés? Sabes cuánto hace que no cambiaba uno.
Luis: Si, ya sé, como treinta y cinco pirulos por lo menos. Si falta algo vas a ir vos solito caminando hasta lo de Norma.
Marce: Parece mentira, tan difícil puede ser organizar un asado. ¿Te acordás? ¿En el secundario? Salíamos del colegio, pasábamos por casa, nos cambiábamos la ropa, de pasada comprábamos algo en la carnicería y nos mandábamos para el balneario.
Luis: ¿Cómo me voy a olvidar? El frío que pasábamos, en Julio, en Julio, me da frío de solo pensarlo. Siempre aparecía alguno de la nada y nos salvaba la noche.
Marcelo: ¿Te acordás cuando apareció el loco de los globos?
Luis: Sí que me acuerdo, me acuerdo bien, era Julio, un grado haría, dos si querés, y apareció “el loco Iván”…
Marcelo: ¿”el loco Iván”?
Luis: Pero sí, te digo que sí, el flaco, alto, con cara de tuerca, cabezón…
Marcelo: Si tenés razón, me lo confundía con el que vivía a la vuelta del cementerio.
Luis: No, no...el “loco Iván”, apareció vestido de payaso sosteniendo como 100 globos…
Marcelo: Venía de una despedida de soltero o algo por el estilo, nos pidió algo para comer, le preparamos unos choris que habían sobrado.
Luis: Si, después se quedó contando chistes hasta las 2 de la mañana. ¡Qué personaje! ¡Por favor!
Marcelo: Deja de contar pavadas que me hago más viejo y tenemos que ir preparando todo antes que lleguen los muchachos. Anda cortando el salame y el queso que hay en aquella bolsa.
Luis abre la bolsa y saca un pedazo de queso y dos salames, uno picado grueso y otro picado fino. Toma el cuchillo con la mano derecha, lo afila y comienza a preparar la picada.

-II-

Marcelo: ¿Sabes cómo te das cuenta que te haces viejo?
Luis: ¿Cuándo el pelotudo de tu amigo te pregunta si sabes cómo darte cuenta que te estás haciendo viejo? No sé, qué se yo, ¿cuando te encontrás arrugas en la plata de los pies? Mira que tenemos para hablar, pero lo mejor que se te ocurre es esto...te das cuenta que te hacés viejo todas las mañanas, cuando te miras a espejo, te podes hacer el boludo pero el chabón no miente, te bate la justa.
Marcelo: Sí, es cierto, pero me refería a un momento, un punto de inflexión, el momento exacto en que entendés con claridad que no hay marcha atrás, no hay esperanza que valga, que estamos jugados y jodidos.
Luis: Entiendo, entiendo. Para mi es simple, ese momento es cuando vas a visitar a tus amigos y te reciben los hijos de tu amigo y te hacen pasar una habitación y te ponen una silla, generalmente bajita, al lado de la cama de tu amigo.
Marcelo: Eso, a eso me refiero, después de eso no hay vuelta atrás, te timbeaste la vida que te dieron. Vos me podes explicar cómo volvés de eso, por más que te encuentres en el bar con tu amigo diez puntos tres semanas más tarde, esa imagen no te la olvidás más.
Marcelo: ¿Cuándo nos vimos por última vez?
Luis: Ah, viniste melancólico hoy, ¿justo hoy? Si no me acuerdo mal fue para el casamiento del Ruli, hace diez años, ni canas teníamos.
Marcelo: ¡Mírate! ¡Mírate bien! ¡Estas hecho un pibe! ¡Mírame a mí! Desde el secundario engordé treinta y cinco kilos, sabés como me duelen las vértebras cuando me acuesto a la noche.
Luis: Yo sé, lo sé, te creés que me olvidé de todo, no es fácil. Tu esposa te dejó y se llevó al pibe.
Marcelo: Yo no la culpo, hubiese hecho igual, en ese momento estaba intratable, te olvidás que andaba metido en todo. No me perdía una.  Ni hablar lo que morfaba. Me comía dos pizzas yo solo. ¿Sabés una cosa?
Luis: ¿Qué?
Marcelo: Tengo un dolor acá, ¿ves? Acá. Un dolor que no me deje ni respirar a veces, tengo que abrir la boca como un pescado. Perdí todo por gil, tan cabeza de termo fui, con el amor que me tenía Mirtha. Me miraba y la tierra dejaba de girar, éramos tan felices, qué te puedo decir, no me puedo perdonar lo que le hice, lo que me hice.
Luis: Yo te voy a ser sincero, yo sé que te la mandaste, y fiera, pero con hacerte el bocho no vas a ningún lado. Ahora tenés que levantar la cabeza y darle para adelante. Todos, y cuando te digo todos es todos, hacemos lo mejor que podemos, todo el tiempo lo mejor que podemos, a veces sale bien, otras no tanto.
Marcelo: Puede ser, puede ser...igual estoy convencido que fui un mal tipo, digas lo que digas fui muchas cosas pero sobre todo una mala persona.
Luis: Te digo más, ahora estás mejor, mucho mejor, solo te quedó ésta panza gordita hermosa! Ja! No te maquines, al menos hoy vamos a disfrutar el asadito. Mirá, ahí tenemos unos choris, unas morcis y un poco de carne para tirar a las brasas. ¿Te animas a salar la carne?
Marcelo: ¿Cómo no? Mi especialidad. Como cuando éramos pibes.
Luis: Mejor no tan salado, je! No vaya a ser cosa que terminemos llamando a urgencias. Je!
Marcelo: No me jodas, ¿sabés lo que cuesta bajar al menos 100 gramos? No te das una idea. Siempre tan flaco. Mira que le entrás vos también.

-III-

Al rato, cuando el fuego estaba casi listo, llegaron el Laucha y Miguel.
Laucha: ¿Cómo anda la monada?
Marcelo: ¿La monada? Acá andamos, de diez, qué más podemos pedir, mirá la picadita que tenemos preparada, el fuego casi listo, ahora en cinco tiramos la carne y arrancamos.
Miguel: Una maravilla. Nosotros trajimos las bebidas. Agua, soda, hielo y algún vinito también.
Luis: ¡Qué bien! ¡Qué bien! Ahora sí estamos todos.
La picada pasó sin sobresaltos, se habló de fútbol, sobre todo de fútbol, algo de política y de los hijos del Laucha. Los dos pibes están en las inferiores de Racing y parece que el más grande ya lo llamaron para entrenar con la reserva, en cualquier momento lo suben a primera. El Laucha no puede más con su orgullo.
Miguel: Quién lo hubiese dicho Laucha, pensar que eras horrible para los deportes, lo más cerca que estuviste de una pelota fue cuando que te pegó en la cabeza un pelotazo en la playa de Mar del Plata, ése verano que fuimos con las chicas.
Laucha: ¡Cállate querés! ¿Te olvidás cuando gané el torneo nocturno de verano de ajedrez del club? La rompí toda.
La noche pasaba y pocos se daban cuenta que Marcelo ya se había bajado unos cuantos vasos de vino, fondo blanco le hacía. No participó mucho de las conversaciones. Se limitó a reírse y acotar algún comentario sin valor agregado. Después de comer, se levantó, en silencio, todos pensaban que iba al baño, todos estaban equivocados, asquerosamente equivocados. Fue hasta el bolso que había dejado en una esquina y luego tomó la palabra:
Marcelo: Muchachos, tengo que decirles algo. Es una alegría nos hayamos juntado luego de tanto tiempo. Disfruté cada anécdota, cada vieja anécdota, fue un placer. No digo que fue un placer sólo ésta noche, digo que fue un placer haberlos conocido y haber recorrido la vida juntos, fue un placer recibir esos pisotones en las zapatillas recién estrenadas, también dar ese pisotón, cada chiste tonto de la secundaria, fue un placer esos primeros cigarrillos, esas primeras borracheras, esas mateadas de toda la tarde, esa distancia que disimulábamos a la perfección. Sin embargo, tengo que compartir algo. Ésta semana fui al médico, me dijo que me no me queda mucho. No estoy triste, pero estoy ansioso. Éstas fueron las últimas cuatro copas de vino de mi vida.
Luis: Pará, pará Chelo, es un chiste, ¿no?
Marcelo: Pero claro, no se piensen que se van a librar tan fácilmente de mi, tengo cuerda para rato. Unos asaditos más me como.
Todos se rieron, Marcelo tomó su bolso y bajó. Un ruido seco retumbó en el baño. Los tres que quedaban se miraron y entendieron que el asado había concluido. Que la vida de Marcelo había concluido y que su amistad ya no sería la misma, seria simplemente un recuerdo. Un recuerdo con sabor a despedida, a silencio rancio y a las lágrimas del adiós.

Caer, no volar - Alejandro Zubiaur


A él, el alarido del despertador le trae alivio. Ella se da vuelta en la cama y dándole la espalda, murmura:
—Ángel, otra vez tuviste pesadillas.
Empapado, respira profundamente. Como tantas otras noches, el sueño repetido: la batalla sin final, la persecución infinita.
Se levanta mecánicamente, pone a hacer el café, y mientras se ducha siente caer cada gota sobre su cuerpo. Siente cómo el vapor del agua caliente le llena los pulmones, siente el olor difuso del jabón. Y todo eso lo ayuda a calmarse, a no pensar que es perseguido, a olvidar su falta que no tiene perdón de Dios.
Luego se afeita con minuciosidad. Estudia con atención el reflejo de su cara tratando de ver algo que no aparece en el espejo.
Ella sigue durmiendo, tranquila, estirada en la cama y apenas tapada. Él se viste y la mira: el pecho sube y baja rítmicamente.
En la cocina toma su café sin azúcar, para sentir el gusto amargo.
Vuelve al cuarto. Le hubiera gustado poder explicarle a ella quién es él y por qué está ahí. Le gustaría hablarle de sus pesadillas, de sus miedos, de cómo anoche soñó que finalmente lo atrapaban. Pero ella duerme.
Enfundado en su disfraz de oficinista, se va. 
En el subte, tan lleno como siempre, se concentra en las caras de los demás. Trata de imaginar sus historias. Acaso aquel de anteojos y rulitos también esté huyendo. ¿Y aquel de gorra y pantalones azules gastados no será el mensajero de Dios: Gabriel, hecho hombre?
Finalmente descubre a su perseguidor en el fondo del vagón.
Qué ironía: aquel que todo lo ve, que todo lo sabe, aquel que está en todos lados necesita enviar a un ciego con muletas para recuperar a las ovejas perdidas, las que han abandonado el rebaño.
Al bajar en su estación, mira de costado para ver si lo siguen. Y en las escaleras se queda estudiando un mapa, y deja pasar a todos.
Un rato después, entra en la oficina, saluda de lejos a algunos compañeros, apenas un gesto con las manos. Igual, nadie parece notarlo. Como todos los días, le pide el café con leche al ordenanza, que lo mira sorprendido, como desorientado.
Ya en su escritorio, enciende su computadora disponiéndose a revisar los mails y las noticias del día. De reojo, ve al ordenanza que lo ha venido siguiendo para ver dónde se sentaba.
Gallego idiota, piensa. ¿No se acuerda cuál es mi escritorio? ¿Acaso no me reconoce?
Pero no le dice nada, se limita a un “Gracias, Manuel. No, sin azúcar, ya sabés que siempre lo tomo sin azúcar”.
Revisa los mails, lo mismo de siempre: oportunidades únicas de aprender coaching holístico, baratísimos viajes al Congo y magníficas oportunidades de comprar cafeteras parlantes.
En las noticias tampoco encuentra nada de lo que busca.
Siente su final cerca, y no tiene escape.
Su pecado fue tener miedo, abandonar la batalla y esconderse.
Su Dios no perdona ni la flaqueza ni la duda. Y él dudó, él aún duda, y por eso será castigado.
Su trabajo, sus informes y proyecciones, sus análisis de punto crítico no tienen hoy la menor importancia para él.

Por suerte ya es hora de ir a almorzar. Van en grupo al bar de siempre.
Ya todos sentados, quieren rápido la comida. Los demás ríen, gritan chistes sobre el partido de anoche, o quizás sobre el próximo partido, opinan de la nueva secretaria del jefe. Le gritan a José:
—¡Otra vez se te quemó la carne!
—No vamos a venir más.
Él —apartado, aunque están sentados todos juntos— disfruta intensamente cada bocado, la lechuga crujiente y el tomate jugoso mezclado con la carne un tanto seca pero llena de sabor.
Como nunca, se deja tentar por un flan con dulce de leche. Al fin y al cabo, hoy es un día especial. Los demás siguen gritando, piden café, regatean el precio, exigen un descuento.
Al final salen todos a la vereda. Él guarda en el bolsillo los billetes que le sobraron, y piensa que se los hubiera dejado a José, pero no quiso llamar la atención con mucha propina.
Y piensa también en ella, en cómo se arreglará cuando él no esté. Piensa en el cuerpo desnudo de ella estirado en la cama apenas cubierto por la sábana, y siente sobre él ese cuerpo voluptuoso lleno de curvas que lo complementan. ¿Ella lo extrañará?
Los demás ya empiezan a caminar rumbo a la oficina. Algunos fuman y otros mascan sus chicles refrescantes. Él aspira el humo que echan los otros y también enciende un cigarrillo. Y disfruta del sol que le da en la espalda. Los rayos lo llenan de energía, parecen atravesarlo mientras camina unos metros más atrás de los otros.
Es entonces cuando lo descubre.
Su ánimo plácido y relajado se le transfigura irremediablemente. Además, se da cuenta de que a lo largo del día nadie lo ha nombrado. Él fue de un lado a otro, pero nadie lo llamó por su nombre. Y ahora, no sólo no tiene nombre: tampoco tiene sombra.
Camina más rápido para pegarse al grupo, así nadie lo nota. Mientras, casi con desesperación, se espía de reojo en el reflejo de las vidrieras.
Cuando pasan por delante de una confitería, por un instante su reflejo se confunde con la imagen del mismo ciego tullido del subte que lo mira desde el fondo del local.
Agitado, él da vuelta la cara. Camina más rápido empujando a los demás que lo miran sorprendidos pero no le dicen nada.
Sabe que no tiene escape. Pronto perderá todo rasgo humano, sólo será espíritu otra vez. Y deberá volver a la batalla celestial: ángeles, buenos y malos enfrentados por siempre. ¿Y él? Él no quiere ser superior a Dios, como los otros; tampoco pretende ser más sabio ni más poderoso. Sólo le parece inútil esta guerra entre hermanos, y por eso será castigado.

Ya en el hall del edificio de oficinas, el guarda de seguridad le hace un ademán como si no lo reconociera y lo fuera a parar. Pero él se cuela con los otros en el ascensor antes de que lo detenga.
Mientras el ascensor sube, él se busca en el espejo entre el reflejo de las cabezas de los demás. Inútil: ya ni el espejo lo ve.
A medida que pasan los pisos, todos van bajando. Finalmente queda solo en la cabina. Sube hasta el último piso, y luego otro tramo por las escaleras hasta la terraza.
No le queda mucho tiempo, y ya tiene la decisión tomada. Sólo debe llevarla a cabo antes de perder lo que le queda de humanidad.
En el borde, sentado, se saca los zapatos, como si se fuera a acostar una vez más. Prende un cigarrillo, mira la calle. Allá abajo, los autos y los peatones parecen hormigas corriendo de un lado a otro.
Y en la vereda de enfrente, lo ve moviéndose torpe con sus muletas brillantes. El ciego levanta la cabeza y lo mira.
Él se pone de pie y, aún con el cigarrillo entre los labios, sin desplegar sus alas, rechazando la inmortalidad, da un paso.


Voy a morir - Alejandro Zubiaur


No porque esté enfermo. No, no sufro enfermedades ni dolencias que me puedan provocar la muerte. No, estas pastillas no son para padecimientos físicos, podría decir que son para los dolores del espíritu.
Tampoco tengo sufrimientos como los que tuve en el principio de los tiempos, cuando todo era limo y el separarme del fondo, el conformarme como unidad distinta del todo, me provocaba un dolor infinito.
Más doloroso que vivir encerrado en un caparazón estrecho fue formar los huesos en el interior de la carne blanda, piezas rígidas alrededor de las cuales tuve que moldearme.
Aunque ahora no tengo sufrimientos como esos, voy a morir porque quiero morir. Mientras, trago las pastillas con un poco de agua. Quiero morir ahora, porque ya al salir del océano, y aun arrastrándome, sufrí lo indecible para no asfixiarme con ese aire tan sutil, tan gaseoso, tan pobre en oxígeno. Ese aire que no conseguía llenar mis pulmones insaciables.
Toso incontrolablemente, como si el recuerdo me ahogara otra vez. Tomo más agua, para no atragantarme.
Voy a morir porque quiero morir, no sólo por haber tenido que correr desarrollando la velocidad y agilidad necesarias para conseguir una presa que sirviera de alimento. Tampoco por haberme desplomado en esos primeros vuelos desde lo alto de los picos montañosos tratando de probar las alas que, imprevistas, me habían crecido en la espalda.
Es extraño, en todos esos momentos estaba tan ocupado en sobrevivir, tan ocupado en moverme con las olas, entre los cielos, por arriba o abajo de las nubes, en seguir las corrientes de aire, en subir las montañas heladas o cruzar selvas enmarañadas, que no se me ocurrió la idea de la muerte.
Voy a morir, ahora sé que voy a morir, y no es una frase que esconda un lema filosófico ni un haiku ni un precepto moral, ni una sentencia inapelable porque haya visto lo que no debía ver, tampoco por haber tomado o pretendido lo que no me correspondía. Es algo que se va a cumplir de forma física, inmediata, ineludible.
 Y sé también que va a ser en este momento, porque no soporto la sola idea de tener que volver a cambiar y tener que adaptarme y tener que sufrir para lograrlo.
Ahora, en este momento, en este preciso instante, todo ha perdido sentido: al fin y al cabo, los amaneceres son iguales a los atardeceres, sólo debo mirar al otro lado; el viento sopla ahora y más tarde volverá a soplar, la lluvia que cae hoy volverá a caer mañana, el sol que hoy desaparece en el ocaso amanecerá  mañana, y la luna que hoy se esconda se mostrará a la noche.
Ahora yo sé que sólo voy a morir. Son las últimas pastillas del frasco, el final ya llega.
En medio de las convulsiones, los espasmos y los estertores de una muerte que goza en no llegar y me hace gritar en mi sufrimiento, comprendo el tremendo error que he cometido.  Tratando de evitar otra dolorosa transformación, me he arrojado a ella, a la vida eterna despojado de mi cuerpo físico.


Desencuentro - José María Cardigni


Los ojos brillosos cargados de miedo y esperanza traslucían tranquilidad. Puro antagonismo. Un par de lágrimas mojaron los adoquines del puerto cuando se agachó para tomar la vieja valija de cuero gastada y desvencijada, forzando el cierre con una piola para que no se vieran las pocas pertenencias que encerraba.
A la Región de Marcas, Provincia de Fermo, pertenecía la píccola cittá de Montottone, llegaba de la Italia Central huyendo de la miseria y los desencuentros producidos por una guerra que no le pertenecía, ni a él ni a su familia. Formaba parte de apenas el uno por ciento de montottonesi de los miles de italianos desperdigados por el mundo, que habían partido en busca de una vida apenas digna. Emigraba, simplemente para comer.
El gobierno argentino necesitaba mano de obra barata para construir y poblar la desolada Patagonia y eso era –pese a los cortes del alma y la agobiante tristeza– el lugar soñado, la panacea que calmaría todos los dolores. Era la luminosidad de la esperanza que desvanecía la negritud del dolor nauseabundo.
Sin preguntas, a los empujones y el nerviosismo extranjero transformado en  temor rancio, avanzó junto a sus compatriotas hacia el Hotel de Inmigrantes, residencia obligada hasta el encuentro de un trabajo que permitiera echarle combustible a la utopía.
-¿Hacia dónde vas? –le gritó de apuros el empleado, vaya a saber por qué el azar había chocado con su cuerpo,  y viendo como el río humano amenazaba con ahogarlo de gritos inentendibles  y la ansiedad de los desahuciados, respondió:
-¿Come?” -Su casi nulo castellano no le permitía entender la pregunta, y nuevamente la interrogación del viejo empleado, pero esta vez en el italiano básico que el momento histórico le había enseñado de prepotencia, “¿dove stai andando?”. Entonces el joven Nicola respondió:
-“¡Sto cercando a Pacífico, fratello mio!” -contestó con un dejo de alegría sintiéndose importante por la pregunta dirigida.
-“¿Y dove vive tuo fratello?” -repreguntó el viejo ferroviario-
-A Roca, ¡vive a Roca!”. -Y la sensación de esperanza le golpeó la glotis y se transformó en dos lágrimas que no alcanzaron a salir de los dos pedazos de cielo límpido que parecían sus ojos. “Questo è il mio giorno de fortuna”, masculló por lo bajo, lo habían elegido entre cientos. “Me llamo José, tengo unos amigos que hacen el trayecto Buenos Aires a General Roca, ven conmigo, te voy a ayudar a encontrar a tu hermano”. Lo tomó del brazo y a los empellones fue abriéndose camino entre los cientos y cientos de italianos, rumbo al Hotel de Inmigrantes.
La inmensa mole de cemento de cuatro pisos albergaba alrededor de 3.000 inmigrantes.El hotel los ayudaba a encontrar trabajo, trasladándolos a los lugares donde se precisaba mano de obra y también les enseñaban a usar maquinaria para campos grandes. Muchos eran campesinos, pero no habían salido de las herramientas de mano de los pequeños cultivos italianos.
Dentro del complejo funcionaba un sector donde los inmigrantes dejaban su equipaje, un Hospital, el Correo y una sucursal del Banco Nación y, fundamentalmente, la Oficina de Trabajo.-
 Allí pernoctó Nicola. Fue la primer noche que dormía en otra tierra, desconocida, hostil y esperanzadora...
Todo le costaba, hasta soñar, que era lo único económico y nada doloroso que tenía por delante...
Al día siguiente el amigo ferroviario le facilitó los trámites, pero debió esperar dos días hasta que el tren regresara y volviera a partir hacia el sur.
El Hotel se esmeraba para que los inmigrantes tuvieran acceso a la cultura argentina. Allí también funcionaba una biblioteca con una interesante cantidad de material didáctico a disposición del inmigrante, que tenía diversas publicaciones, mapas y libros orientados a informar al extranjero acerca de las costumbres, del trabajo y de la riqueza de su nueva tierra. También se ofrecían cursos básicos del idioma, charlas sobre  legislación argentina, y clases para el aprendizaje de la utilización de maquinarias agrícolas y domésticas.
Y llegó el día.
Partió a Río Negro con una primera escala en Bahía Blanca, donde arribó luego de más de trece horas de traqueteo. Luego el trasbordo a Choel Choel, pequeños parajes y, por último, General Roca. Un fuerte abrazo al amigo ferroviario fue el gesto de agradecimiento.
La nada. Eso era para Nicola su nuevo espacio de vida, donde seguramente encontraría a su hermano Pacífico. La nada. Y el miedo se volvió a apoderar de él. Las pocas monedas que tenía en su poder, alcanzaban y sobraban para unos días de pensión y un plato de comida caliente- Allí plantó sus temores y su inconsistencia humana.
La ansiedad solo le dejó conciliar un par de horas de sueño.
Ya temprano, al día siguiente, bebió una taza de café apenas endulzada y salió a la puerta de la pensión. Caminó en distintas direcciones preguntando por su hermano Pacífico y dando - a duras penas por el idioma-  algunas señales fisonómicas de él. Nada. Nadie había visto alguien de nombre Pacífico ni parecido a él. Y por primera vez se preguntó si no habría sido mejor quedarse en Fermo y volver cuando su hermano se hubiera estabilizado económicamente. Era el miedo que entraba y salía de él sin permiso alguno y solo su fortaleza le permitía avanzar. Con la ilusión hecha añicos de encontrar a su hermano, hambre y desesperanza, salió a buscar trabajo. Rápidamente lo logró en una zona netamente frutícola. Venía de trabajar en el minifundio de la familia y más allá de la azada y otras herramientas de mano, la tecnología era un sitio desconocido para Nicola.
Pasaron los días, los meses, el año desde su arribo y nada sabía de Pacífico. Se había afianzado en la raccolta delle melle (cosecha de la manzana) y los escasos momentos en que el trabajo y el cansancio le permitían pensar, llamaba en su interior a Pacífico. Se había convencido del error. No era el lugar indicado. ¿Dónde estaba, por qué este desencuentro? Había sido Pacífico el encargado de dar el puntapié para esquivar la miseria, el sería el segundo y aún quedaba Domingo en el pequeño pueblo de Montottone esperando la carta que le anunciara un horizonte próspero, y luego de tantos meses aún no había podido encontrarlo. Y le brotaron las lágrimas, ya no era miedo… era impotencia.
La necesidad lo había llevado al cocoliche, mezcla de castellano y el dialecto marchigiano de su entrañable provincia, hecho que le había facilitado el manejo diario con otros inmigrantes italianos y algunos españoles, en idéntica situación a la de él, con los que había entablado una consistente amistad, por el solo hecho de necesitar aferrarse a algo o alguien. “La solitude uccide”, pensaba. Si, la soledad lo mataba poco a poco y sus fuerzas se iban acabando, pero Pacífico no podría haberlo abandonado. Lo había llamado y en algún lugar lo esperaba.
Los domingos, los juntaba la plaza frente a la estación de tren donde se desgranaban las anécdotas más insólitas y tristes de la vieja Europa. Era una manera de mantener la familia cerca, con la palabra y el pensamiento.
Los días se hicieron meses y algo dentro de Nicola le decía que Pacífico lo llamaba “¡Nicola!!, vieni qui, ti aspetto!”.
Cierto día de descanso, caminando por las inmediaciones de la estación ferroviaria, escuchó que alguien lo llamaba ¡Nicola, Nicola!, a primera vista no distinguió a algún conocido entre la gente que iba y venía disfrutando el día de sol. Siguió caminando y nuevamente: ¡Nicola, aquí! Giró la cabeza y lo vio mezclado entre los parroquianos, José, el amigo ferroviario que le había facilitado su arribo a General Roca. Se abalanzó hacia el con la necesidad propia del contacto con un conocido que clamaba a gritos su situación. Se amalgamaron en un abrazo y tras separarse Nicola preguntó:
-¿Come stai?,
-Bien Nicola, bien, a Dios gracias, ¿has encontrado a tu hermano?
-No, non e qui -le manifestó con un dejo de tristeza.
Se sentaron en un banco de la plaza y a lo largo de una hora Nicola le comentó que había sido de su vida desde su arribo a General Roca, la búsqueda incansable de su hermano y su trabajo en el campo con la fruta.
-Tengo gran cantidad de compañeros de trabajo que hacen tareas en distintos ramales ferroviarios, te prometo que voy a ayudarte a encontrar a tu hermano Pacífico preguntando por la llegada de él, ¿cómo es tu apellido?
-¿Come? –dijo Nicola
-Il tuo cognome –agregó José con su básico italiano.-
-Cardigni –respondió Nicola
-En un mes vuelvo, espero tener buenas noticias.
Así quedó sellado el compromiso. Nuevamente un cálido abrazo y José se perdió entre el trajinar de la gente. En pocos minutos partía el tren que lo regresaba a Buenos Aires.-
Como era de esperar, la ansiedad hizo interminable los días. Era mes de cosecha y eso –junto al cansancio de la jornada laboral– entretuvo a Nicola y obnubiló su pensamiento diario, que iba de la lejana Italia hasta su hermano Pacífico.
Casi treinta días pasaron hasta que José el ferroviario regresó a General Roca. El duro trabajo con la fruta hizo que tardara un par de días en encontrar a su amigo. Como siempre, lo encontró sentado en un banco de la plaza mirando el cielo, tal vez maldiciendo para sus adentros el error, o buscando –por qué no-  en su amor irrenunciable por el Catolicismo, la respuesta del Altísimo por la nefasta experiencia que se encontraba viviendo, no por el trabajo –desde pequeño lo hacía– sino por el desencuentro con  Pacífico.
-¡Nicola, amico! -gritó José para que la voz sobresaliera por entre el murmullo de la gente y los niños que correteaban en la plaza.
A Nicola le costó unos segundos volver a la realidad de la plaza bulliciosa. Lo vio y en un solo movimiento se paró y salió disparado al encuentro de su amigo.
-¿Come stai? ¿Ci sono buone notizie?
-¡Sí! –dijo José, mostrando una enorme sonrisa que dejaba ver los dientes manchados por el tabaco-. Encontré una persona con tu apellido en un pequeño pueblo del norte de la Provincia de Buenos Aires.
-¿Come? – dijo Nicola. Había que hablarle pausado para que entendiera el castellano en toda su plenitud.
Entonces José apeló a su italiano básico.
-Ho trovato una persona con il tuo cognome in una citta de Buenos Aires.
-¿Come?, ¿mio fratello?
-Debe ser, Cardigni es un apellido poco común –comentó José, ya sin percatarse si Nicola había comprendido.
-¡Mio fratello, mio fratello! -casi gritaba Nicola-. ¿Dov´e? –preguntó
-En Rojas -agregó José.
-¿Roca? -inquirió Nicola con asombro
-No, Roca, no, Rojas, la “j” es una letra que no existe en el idioma de ustedes-. Y al pronunciarla mal, ese ha sido tu error -remató José-. Rojas, llegaste de Italia, estabas a doscientos kilómetros de tu hermano y te fuiste a dos mil kilómetros.
Toda la furia por la equivocación, la impotencia de la espera, se tradujo en un llanto. Lloró como llora un niño por la reprimenda de la madre. José lo abrazó y por espacio de dos o tres minutos se fundieron en un abrazo. El amor y la desesperanza. La bondad y la añoranza, la ilusión y la rutina de la comodidad, todo eso, representaron por un momento –como un cuadro surrealista– Nicola y José. Dos seres distintos, de distintos mundos y distintos proyectos de vida, pero con un común denominador: la solidaridad, el amor por el prójimo.
Nicola avisó de su partida en la finca donde desempeñaba tareas –con una semana de anticipación– y un lunes dejó General Roca junto a José, rumbo a la Capital del país.
La máquina a vapor demoró algo más de veinte horas en llegar a destino. Una vez en la Capital, José lo condujo a Nicola para que sacara un boleto en la compañía General de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires, que unía las ciudades de Buenos Aires y Rosario, pasando por Mercedes, Salto y Pergamino.
Bajó en Salto y de allí una volanta lo depositó en Rojas. Solo restaba encontrar a Pacífico, algo tolerable si se tomaba en cuenta lo vivido.
Lo habían dejado a cinco cuadras de la plaza principal, la que se encontraba rodeada de la Parroquia y el edificio municipal. Apenas bajó, preguntó por su hermano y tuvo la fortuna que el primer parroquiano que inquirió lo conocía.  Le indicaron con cierta precisión donde vivía y hacia allí se dirigió, casi arrastrando la valija con sus escasas pertenencias. Solo lo separaban algunas cuadras del único propósito por el que había dejado su píccola cittá.
Golpeó una puerta equivocada. Le señalaron la casa de enfrente y allí terminó su desánimo. Usó el llamador y Pacífico abrió la puerta. Las imágenes se agolparon. Más de un año sin verse. Su partida de Génova, sus padres, el arribo a la Argentina y el desencuentro, el terrible desencuentro por su traslado a General Roca. Claro que lloraron abrazados, y un par de vecinos que coincidieron con el momento, con esa situación límite, se alarmaron pensando en un mal mayor. Al acercarse Pacífico, con los ojos atiborrados de lágrimas, balbuceó: “¡mio fratello!”, y también ellos, por el amor y el compañerismo que los unía, soltaron alguna lágrima, ante tremenda imagen fraternal.


Posteriormente no todo fue felicidad, transitaron sacrificios y alguno que otro desencuentro tolerable. Pero esa fue otra historia, bella, terrible, cargada de amarguras y un rico anecdotario tragicómico, como la mayoría de los historias de inmigrantes.