lunes, 23 de diciembre de 2019

Desencuentro - José María Cardigni


Los ojos brillosos cargados de miedo y esperanza traslucían tranquilidad. Puro antagonismo. Un par de lágrimas mojaron los adoquines del puerto cuando se agachó para tomar la vieja valija de cuero gastada y desvencijada, forzando el cierre con una piola para que no se vieran las pocas pertenencias que encerraba.
A la Región de Marcas, Provincia de Fermo, pertenecía la píccola cittá de Montottone, llegaba de la Italia Central huyendo de la miseria y los desencuentros producidos por una guerra que no le pertenecía, ni a él ni a su familia. Formaba parte de apenas el uno por ciento de montottonesi de los miles de italianos desperdigados por el mundo, que habían partido en busca de una vida apenas digna. Emigraba, simplemente para comer.
El gobierno argentino necesitaba mano de obra barata para construir y poblar la desolada Patagonia y eso era –pese a los cortes del alma y la agobiante tristeza– el lugar soñado, la panacea que calmaría todos los dolores. Era la luminosidad de la esperanza que desvanecía la negritud del dolor nauseabundo.
Sin preguntas, a los empujones y el nerviosismo extranjero transformado en  temor rancio, avanzó junto a sus compatriotas hacia el Hotel de Inmigrantes, residencia obligada hasta el encuentro de un trabajo que permitiera echarle combustible a la utopía.
-¿Hacia dónde vas? –le gritó de apuros el empleado, vaya a saber por qué el azar había chocado con su cuerpo,  y viendo como el río humano amenazaba con ahogarlo de gritos inentendibles  y la ansiedad de los desahuciados, respondió:
-¿Come?” -Su casi nulo castellano no le permitía entender la pregunta, y nuevamente la interrogación del viejo empleado, pero esta vez en el italiano básico que el momento histórico le había enseñado de prepotencia, “¿dove stai andando?”. Entonces el joven Nicola respondió:
-“¡Sto cercando a Pacífico, fratello mio!” -contestó con un dejo de alegría sintiéndose importante por la pregunta dirigida.
-“¿Y dove vive tuo fratello?” -repreguntó el viejo ferroviario-
-A Roca, ¡vive a Roca!”. -Y la sensación de esperanza le golpeó la glotis y se transformó en dos lágrimas que no alcanzaron a salir de los dos pedazos de cielo límpido que parecían sus ojos. “Questo è il mio giorno de fortuna”, masculló por lo bajo, lo habían elegido entre cientos. “Me llamo José, tengo unos amigos que hacen el trayecto Buenos Aires a General Roca, ven conmigo, te voy a ayudar a encontrar a tu hermano”. Lo tomó del brazo y a los empellones fue abriéndose camino entre los cientos y cientos de italianos, rumbo al Hotel de Inmigrantes.
La inmensa mole de cemento de cuatro pisos albergaba alrededor de 3.000 inmigrantes.El hotel los ayudaba a encontrar trabajo, trasladándolos a los lugares donde se precisaba mano de obra y también les enseñaban a usar maquinaria para campos grandes. Muchos eran campesinos, pero no habían salido de las herramientas de mano de los pequeños cultivos italianos.
Dentro del complejo funcionaba un sector donde los inmigrantes dejaban su equipaje, un Hospital, el Correo y una sucursal del Banco Nación y, fundamentalmente, la Oficina de Trabajo.-
 Allí pernoctó Nicola. Fue la primer noche que dormía en otra tierra, desconocida, hostil y esperanzadora...
Todo le costaba, hasta soñar, que era lo único económico y nada doloroso que tenía por delante...
Al día siguiente el amigo ferroviario le facilitó los trámites, pero debió esperar dos días hasta que el tren regresara y volviera a partir hacia el sur.
El Hotel se esmeraba para que los inmigrantes tuvieran acceso a la cultura argentina. Allí también funcionaba una biblioteca con una interesante cantidad de material didáctico a disposición del inmigrante, que tenía diversas publicaciones, mapas y libros orientados a informar al extranjero acerca de las costumbres, del trabajo y de la riqueza de su nueva tierra. También se ofrecían cursos básicos del idioma, charlas sobre  legislación argentina, y clases para el aprendizaje de la utilización de maquinarias agrícolas y domésticas.
Y llegó el día.
Partió a Río Negro con una primera escala en Bahía Blanca, donde arribó luego de más de trece horas de traqueteo. Luego el trasbordo a Choel Choel, pequeños parajes y, por último, General Roca. Un fuerte abrazo al amigo ferroviario fue el gesto de agradecimiento.
La nada. Eso era para Nicola su nuevo espacio de vida, donde seguramente encontraría a su hermano Pacífico. La nada. Y el miedo se volvió a apoderar de él. Las pocas monedas que tenía en su poder, alcanzaban y sobraban para unos días de pensión y un plato de comida caliente- Allí plantó sus temores y su inconsistencia humana.
La ansiedad solo le dejó conciliar un par de horas de sueño.
Ya temprano, al día siguiente, bebió una taza de café apenas endulzada y salió a la puerta de la pensión. Caminó en distintas direcciones preguntando por su hermano Pacífico y dando - a duras penas por el idioma-  algunas señales fisonómicas de él. Nada. Nadie había visto alguien de nombre Pacífico ni parecido a él. Y por primera vez se preguntó si no habría sido mejor quedarse en Fermo y volver cuando su hermano se hubiera estabilizado económicamente. Era el miedo que entraba y salía de él sin permiso alguno y solo su fortaleza le permitía avanzar. Con la ilusión hecha añicos de encontrar a su hermano, hambre y desesperanza, salió a buscar trabajo. Rápidamente lo logró en una zona netamente frutícola. Venía de trabajar en el minifundio de la familia y más allá de la azada y otras herramientas de mano, la tecnología era un sitio desconocido para Nicola.
Pasaron los días, los meses, el año desde su arribo y nada sabía de Pacífico. Se había afianzado en la raccolta delle melle (cosecha de la manzana) y los escasos momentos en que el trabajo y el cansancio le permitían pensar, llamaba en su interior a Pacífico. Se había convencido del error. No era el lugar indicado. ¿Dónde estaba, por qué este desencuentro? Había sido Pacífico el encargado de dar el puntapié para esquivar la miseria, el sería el segundo y aún quedaba Domingo en el pequeño pueblo de Montottone esperando la carta que le anunciara un horizonte próspero, y luego de tantos meses aún no había podido encontrarlo. Y le brotaron las lágrimas, ya no era miedo… era impotencia.
La necesidad lo había llevado al cocoliche, mezcla de castellano y el dialecto marchigiano de su entrañable provincia, hecho que le había facilitado el manejo diario con otros inmigrantes italianos y algunos españoles, en idéntica situación a la de él, con los que había entablado una consistente amistad, por el solo hecho de necesitar aferrarse a algo o alguien. “La solitude uccide”, pensaba. Si, la soledad lo mataba poco a poco y sus fuerzas se iban acabando, pero Pacífico no podría haberlo abandonado. Lo había llamado y en algún lugar lo esperaba.
Los domingos, los juntaba la plaza frente a la estación de tren donde se desgranaban las anécdotas más insólitas y tristes de la vieja Europa. Era una manera de mantener la familia cerca, con la palabra y el pensamiento.
Los días se hicieron meses y algo dentro de Nicola le decía que Pacífico lo llamaba “¡Nicola!!, vieni qui, ti aspetto!”.
Cierto día de descanso, caminando por las inmediaciones de la estación ferroviaria, escuchó que alguien lo llamaba ¡Nicola, Nicola!, a primera vista no distinguió a algún conocido entre la gente que iba y venía disfrutando el día de sol. Siguió caminando y nuevamente: ¡Nicola, aquí! Giró la cabeza y lo vio mezclado entre los parroquianos, José, el amigo ferroviario que le había facilitado su arribo a General Roca. Se abalanzó hacia el con la necesidad propia del contacto con un conocido que clamaba a gritos su situación. Se amalgamaron en un abrazo y tras separarse Nicola preguntó:
-¿Come stai?,
-Bien Nicola, bien, a Dios gracias, ¿has encontrado a tu hermano?
-No, non e qui -le manifestó con un dejo de tristeza.
Se sentaron en un banco de la plaza y a lo largo de una hora Nicola le comentó que había sido de su vida desde su arribo a General Roca, la búsqueda incansable de su hermano y su trabajo en el campo con la fruta.
-Tengo gran cantidad de compañeros de trabajo que hacen tareas en distintos ramales ferroviarios, te prometo que voy a ayudarte a encontrar a tu hermano Pacífico preguntando por la llegada de él, ¿cómo es tu apellido?
-¿Come? –dijo Nicola
-Il tuo cognome –agregó José con su básico italiano.-
-Cardigni –respondió Nicola
-En un mes vuelvo, espero tener buenas noticias.
Así quedó sellado el compromiso. Nuevamente un cálido abrazo y José se perdió entre el trajinar de la gente. En pocos minutos partía el tren que lo regresaba a Buenos Aires.-
Como era de esperar, la ansiedad hizo interminable los días. Era mes de cosecha y eso –junto al cansancio de la jornada laboral– entretuvo a Nicola y obnubiló su pensamiento diario, que iba de la lejana Italia hasta su hermano Pacífico.
Casi treinta días pasaron hasta que José el ferroviario regresó a General Roca. El duro trabajo con la fruta hizo que tardara un par de días en encontrar a su amigo. Como siempre, lo encontró sentado en un banco de la plaza mirando el cielo, tal vez maldiciendo para sus adentros el error, o buscando –por qué no-  en su amor irrenunciable por el Catolicismo, la respuesta del Altísimo por la nefasta experiencia que se encontraba viviendo, no por el trabajo –desde pequeño lo hacía– sino por el desencuentro con  Pacífico.
-¡Nicola, amico! -gritó José para que la voz sobresaliera por entre el murmullo de la gente y los niños que correteaban en la plaza.
A Nicola le costó unos segundos volver a la realidad de la plaza bulliciosa. Lo vio y en un solo movimiento se paró y salió disparado al encuentro de su amigo.
-¿Come stai? ¿Ci sono buone notizie?
-¡Sí! –dijo José, mostrando una enorme sonrisa que dejaba ver los dientes manchados por el tabaco-. Encontré una persona con tu apellido en un pequeño pueblo del norte de la Provincia de Buenos Aires.
-¿Come? – dijo Nicola. Había que hablarle pausado para que entendiera el castellano en toda su plenitud.
Entonces José apeló a su italiano básico.
-Ho trovato una persona con il tuo cognome in una citta de Buenos Aires.
-¿Come?, ¿mio fratello?
-Debe ser, Cardigni es un apellido poco común –comentó José, ya sin percatarse si Nicola había comprendido.
-¡Mio fratello, mio fratello! -casi gritaba Nicola-. ¿Dov´e? –preguntó
-En Rojas -agregó José.
-¿Roca? -inquirió Nicola con asombro
-No, Roca, no, Rojas, la “j” es una letra que no existe en el idioma de ustedes-. Y al pronunciarla mal, ese ha sido tu error -remató José-. Rojas, llegaste de Italia, estabas a doscientos kilómetros de tu hermano y te fuiste a dos mil kilómetros.
Toda la furia por la equivocación, la impotencia de la espera, se tradujo en un llanto. Lloró como llora un niño por la reprimenda de la madre. José lo abrazó y por espacio de dos o tres minutos se fundieron en un abrazo. El amor y la desesperanza. La bondad y la añoranza, la ilusión y la rutina de la comodidad, todo eso, representaron por un momento –como un cuadro surrealista– Nicola y José. Dos seres distintos, de distintos mundos y distintos proyectos de vida, pero con un común denominador: la solidaridad, el amor por el prójimo.
Nicola avisó de su partida en la finca donde desempeñaba tareas –con una semana de anticipación– y un lunes dejó General Roca junto a José, rumbo a la Capital del país.
La máquina a vapor demoró algo más de veinte horas en llegar a destino. Una vez en la Capital, José lo condujo a Nicola para que sacara un boleto en la compañía General de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires, que unía las ciudades de Buenos Aires y Rosario, pasando por Mercedes, Salto y Pergamino.
Bajó en Salto y de allí una volanta lo depositó en Rojas. Solo restaba encontrar a Pacífico, algo tolerable si se tomaba en cuenta lo vivido.
Lo habían dejado a cinco cuadras de la plaza principal, la que se encontraba rodeada de la Parroquia y el edificio municipal. Apenas bajó, preguntó por su hermano y tuvo la fortuna que el primer parroquiano que inquirió lo conocía.  Le indicaron con cierta precisión donde vivía y hacia allí se dirigió, casi arrastrando la valija con sus escasas pertenencias. Solo lo separaban algunas cuadras del único propósito por el que había dejado su píccola cittá.
Golpeó una puerta equivocada. Le señalaron la casa de enfrente y allí terminó su desánimo. Usó el llamador y Pacífico abrió la puerta. Las imágenes se agolparon. Más de un año sin verse. Su partida de Génova, sus padres, el arribo a la Argentina y el desencuentro, el terrible desencuentro por su traslado a General Roca. Claro que lloraron abrazados, y un par de vecinos que coincidieron con el momento, con esa situación límite, se alarmaron pensando en un mal mayor. Al acercarse Pacífico, con los ojos atiborrados de lágrimas, balbuceó: “¡mio fratello!”, y también ellos, por el amor y el compañerismo que los unía, soltaron alguna lágrima, ante tremenda imagen fraternal.


Posteriormente no todo fue felicidad, transitaron sacrificios y alguno que otro desencuentro tolerable. Pero esa fue otra historia, bella, terrible, cargada de amarguras y un rico anecdotario tragicómico, como la mayoría de los historias de inmigrantes.

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