Desde la
visita a San Pietro in Montorio el tipo veía la necesidad de atravesar el
enorme peristilo del cementerio con admiración, bajar los escalones con garbo,
y una vez en la calle girarse para percibir un plano general. Había cumplido un
año más con los ausentes y antes de cumplir con los presentes sentía la
necesidad de un trago.
Es temprano y
lo que encuentra accesible es el complejo de pompas fúnebres, justo enfrente.
Entra, y se dirige al bar con la vasija en la mano, no había nadie, ni siquiera
el encargado; se acerca al mostrador e inmediatamente aparece el tipo por las
puertas batientes.
—Buen día,
¿qué le pongo? —preguntó eficiente.
—Un
Martini... con ginebra y unas gotas de angostura.
—Angostura no
tengo, podría hacerle el chiste sobre la gordura que me agobia, pero como no sé
bien la situación anímica suya, prefiero obviarlo.
El tipo no
tenía pinta de descerebrado, pero este trato dado a un cliente en una casa de
pompas fúnebres no parecía normal, a no ser que el cliente proyectase una
imagen totalmente ajena al momento.
—Bueno, da
igual, con un chorrito de Fernet y un hielo solo si es de máquina, en caso
contrario dos piedras. ¡Ah! y en vaso de wisky por favor. —Acercó la banqueta y
puso la urna sobre la barra delante de él. El sujeto llevaba bordado sobre el
bolsillo de la chaquetilla su nombre: Bartholf, Ricardo. — ¿Usted no es de por
acá? —inquirió el tipo.
—¿Por qué lo
pregunta? — contestó el otro manipulando vasos.
—No sé, el
apellido me suena a alemán, y poco habitual dentro de lo que uno conoce como
arraigado al sitio.
—Holandés, mi
abuelo claro, yo vine en los noventa aprovechando el viento del desarrollo.
Abrieron esto y licitaron la explotación del bar y el restaurante, me enteré
por amigos que ya estaban acá radicados y me vine a ganarme la vida.
—Manera
peculiar de ganarse la vida en un sitio como este. —acotó el intruso.
—Los clientes
son los que me dejan el pan gracias a los que ya no consumen, anacronismo puro.
Y usted, por lo visto —siguió hablando a la vez que señalaba la vasija
contenedora que se interponía entre ellos. —, también pasando el trance.
—Por esto lo
dice, ¿por la urna? Si fuera de acá de toda la vida ya sabría a que se debe mi
presencia ya que no es la primera vez. Cuestión de compromisos vio, promesas.
—dijo esto para intrigar en lo posible a Bartholf.
—Debe de ser
alguien muy querido. —El barman hurgaba como aspirando a saber más.
—Tenga la
plena certeza. —respondió tras beber un buen sorbo.
—Si no le
importa, me gustaría enterarme para no pecar de poco informado. —El sujeto de
la vasija se encontró cómodo y comenzó.
—Bueno, vamos
a ubicarnos en el tiempo. Mire, en los cincuenta todo era diferente, éramos
chicos —dijo señalando la urna—, el dinamismo y el progreso se palpaban en el
ambiente, pero se asimilaban con calma, con placer, disfrutándolos. Hasta lo
más mínimo se podía magnificar como gran logro y apenas se perdía el tiempo en
análisis que, desgraciadamente no llevaban a buen puerto este barco encorsetado
en el que viajábamos. En nuestro caso la corta edad nos planteaba el
aprovechamiento de las horas del día a placer, y esto en ese momento se
traducía en entregarnos al cien por cien a la adoración ribereña. ¡Perdón!... ¿lo
aburro? —preguntó por cortesía.
—No, de
ninguna manera, poco tengo que hacer y oír algo de historia reciente es de
agradecer. ¿Quiere unos maníes para entretenerse?
—Bueno,
adelante ponga nomás que yo continúo. El embrujo que ejercía ese tramo del río
para nosotros era apenas comparable con lo terrenal, el simple hecho de
respirar la humedad espesa elevándose entre los fulgores del estío daba un
sentido especial a la niñez que íbamos dejando atrás a grandes zancadas. El fin
del almuerzo, de la clase o de la siesta obligada, daba paso a la loca carrera
en la bicicleta desvencijada y sin frenos con destino al río, al puente;
"el puente de fierro", el francés; contundente, eficiente y duradero
como lo veían los mayores. Un mecano de grandes dimensiones con cientos de
aplicaciones practicas para mentes poco enfocadas a cuestiones racionales.
—¿Al Belgrano
se refiere? —preguntó Ricardo mientras se disponía a colaborar en la ingesta de
los maníes
—Si, el mismo
y a pleno funcionamiento. —respondió presto para continuar ya sin freno. — En
cuanto el mes de septiembre comenzaba a dar los amaneceres vertiginosos y
plenos de luz comenzaban las escapadas de madrugada de los tres: "Verdolaga"
Cruz, "Renomé" Simonne y el que suscribe, "Filomeno",
"Filomeno" Barbarante. El arte del escapismo lo teníamos dominado de
manera asombrosa y con resultados envidiables para cualquier presidiario; había
que huir de casa sin despertar sospechas, con cautela, con sigilo, con engaños
imperceptibles. Quizás lo más usual era dejar una buena bolsa rellena de ropa a
modo de bello durmiente bajo las sábanas por si alguna madre insomne hacía
rondas nocturnas, el resto era apurar el tránsito hasta el objetivo. —El tipo
hacía una pequeña pausa para sorber y continuar. — Después de encontrarnos en
la plaza poníamos rumbo vertiginoso hacia el río, con prisa ya que el objetivo
era llegar cuanto antes. Una vez allí al pie del pilar menor del puente dejábamos
las bicicletas para subir por el terraplén y en un santiamén trepar a lo alto
del entramado. Antes del amanecer nos encontrábamos acostados sobre el armazón
superior con la cabeza colgando al vacío, invertida y orientada hacia el este, en
las alturas, sobre el lecho del río. Así, ya teníamos una vista privilegiada
del amanecer, y verlo desde esa perspectiva inversa en compañía de la receptividad
cósmica de la estructura, sumada a las caricias del correr del agua, elevaban
nuestras sensaciones a niveles de infalibilidad increíbles. La comunión con el
movimiento de rotación planetario era especial ya que no veíamos salir el sol,
sino que nos desplazábamos por ese espacio infinito, negro y poblado de estrellas
hacia la bola incandescente. Con deleite, envueltos en un increíble y sepulcral
silencio desconocido hasta el momento, pero real y que solo se da cuando todo
se detiene ante el asomo del astro rey. —Ricardo
absorto y algo confuso dijo.
—¡Pfff!, le
digo la verdad, a veces me pierdo... pero siga nomás. —Y siguió el otro.
—¿Qué cree
que nos podía pasar? Lo lógico. Llegaba a casa Estercita ese amanecer, venía de
cuidar a su tía en el centro y le llamó la atención la presencia de tres
cuerpos inertes depositados arriba del puente. Solo se le ocurrió correr
desesperada a casa del cabo Fuentes, vecino suyo, quien inmediatamente se hizo
presente en bicicleta, y al poco el cura párroco en su Studebaker negro. Uno ordenando
el inmediato abandono de la actitud peligrosa, el otro rogando al señor que nos
guiase por la senda del buen descenso. Desde la atalaya dejamos claro lo
inofensivo de nuestro proceder ya que obedecía a la motivación y el ansia por
abrir nuestra mente integrándonos en la plena armonía del espacio infinito. El
uniformado con la voz aún tomada por el madrugón decía:
"La
mente no sé si se les va a abrir, pero el cráneo seguro que si, si no se bajan
de ahí ya mismo y tengo que proceder." Comenzaba a acercarse gente, todos
con cara de sueño roto y alguno que otro con el rosario en la mano acompañando
al padre con las avemarías "¿Ustedes son imbéciles?" preguntaba
ofuscado el cabo desde el otro lado del buró ya en comisaría. "se piensan
que está bien lo que hicieron, que es una broma, puro chiste... después si los
arrastra el tren, o se caen al río tenemos que mover medio pueblo por ustedes."
—Filomeno representaba los diálogos adaptando la voz al personaje y sin obviar
la gesticulación. — "Dejeló nomás cabo, son chicos y como tales hacen
cosas de chicos." decía el cura, que había aparecido por allí por gracia
de Ester que consideraba oportuna y beneficiosa siempre la mediación del "Señor"
en las disputas con la justicia. "Déjemelos nomás.", reiteraba a la
vez que ante la ausencia de nuestros padres, in situ, se hacía cargo de los
tres. "¡Qué sea la última vez!, por esta, ni siquiera los voy a retener unas
horas para que escarmienten y menos a abrir expediente alguno, pero la próxima
pueden contar con calabozo seguro." A paso largo el párroco, aún poblado
en lagañas, nos arrastraba sin cuidado hacia el exterior tirando de las orejas
a esas alturas enormemente irritadas amen de inflamadas. "¡Mocosos
infames!, no tienen otra cosa que hacer que joder a estas horas de la mañana. ¿No
tienen otra cosa que hacer?", repetía
esto sin dejar de tironear hasta entregarnos en manos paternas con aspavientos,
amenazas y recomendaciones para cambiar el doloroso proceso a las otras
orejas. —Culminó con un suspiro y una
prolongada aspiración.
—¡Qué
macana!, la verdad es que pensándolo fríamente no eran cosas normales para
hacer de pibes, y menos a esas horas.
—Era un
pueblo, con grandes aspiraciones cierto, pero un pueblo... nos conocíamos todos
prácticamente, quizás eso blindaba el temor y nos hacia ver todo como
accesible, inofensivo y enriquecedor, sobre todo enriquecedor.
—No lo dudo.
Interesante lo que cuenta, y esto ¿cómo nos llevará hasta el misterio de la
vasija esta? —Ricardo exigía un desenlace rápidamente.
—Le cuento,
le cuento. Por supuesto ese fue el último amanecer desde el puente de fierro,
de allí en adelante nos conformamos con perseguir los ocasos cien metros mas
abajo del cauce, desde el puente de cemento, el Vergara; viendo caer la bola
roja en este caso desde una posición mas fría, distante y deshumanizada. Nada
de cabezas abajo apuntando al este, pero siempre dependientes del embrujo
irradiado por las estructuras del río. Solíamos acudir de tarde en tarde a
fumar los enormes cigarros que con tanta delicadeza liaba Verdolaga a fuerza de
reciclar puchos caseros y picar fino hojas o flores del jacarandá cercano, al
que conferíamos dotes de clarividencia plácida, sobre todo a partir del
cincuenta y uno, ese diciembre ardiente, agobiante…
—¿Le pongo
otro... por si se le seca el garguero? —Bartholf entusiasmado se volcaba.
—Si fenómeno,
pero esta vez me lo acompaña con un chorrito de soda. Mientras procede, yo
continúo con los hechos. —El cliente se explayaba.
—Haga nomás.
—dijo al tiempo que servía el trago acompañándose con malabares.
—Diecisiete
de diciembre del cincuenta y uno, al final de la jornada estival Verdolaga y
Renomé pasan por casa para rescatarme de la tiranía materna con la clara disculpa
del inminente inicio de semana vacacional. Cumplido el objetivo las bicicletas
volaban en dirección al puente en busca del diálogo franco, el humo ardiente y el
rumor continuo del agua; terapia selecta, barata y reconfortante. El recodo,
los sauces y el paraíso esperaban como siempre allí, acaso algo vapuleados por las
crecidas ocasionales propias del verano y sus tormentas. Ya acomodados en la
baranda del puente sobre el río dominando la salida del recodo controlábamos
fijamente el caudal hasta verlo desaparecer bajo nuestros pies entre cigarro y
cigarro. —Hace una pausa para quitarse una cáscara de maní del incisivo, y
continúa motivado. — Quince minutos habían pasado cuando los pasos de Klaus
cruzando a nuestras espaldas nos sumieron en un silencio de miedo y precaución.
Sin saludar siquiera atravesó el puente para encaminarse bordeando el agua por
el sendero hasta el paraíso, donde sin prolegómeno alguno tomó asiento, encarnó
y lanzó de primera al centro del cauce. Reacomodó la gorra perfilando el gesto
trunco de la cara hacia nuestras curiosas miradas, como deseando estar solo.
Pero, de ninguna manera le daríamos ese gusto, es más de allí en adelante
consideraríamos esta circunstancia en tiempo y modo como propia e
intransferible “el río es nuestro” murmuramos sin quitarle la vista de encima. —Hace
una pausita.— El segundo cigarrillo al llegar al tercio se vio interrumpido en
su ir y venir por un rumor de agua en crecida anormal, brusco, la tanza de
Klaus vibró y por el recodo tras el puente del ferrocarril la lámina de agua
pareció alzarse en ola gigantesca. Transcurría todo en décimas de segundo, el
agua empujada por un enorme pez del tamaño del lecho mismo desbordaba las
orillas, la enorme aleta dorsal arrancaba chispas al contacto con las vigas;
destacaba el brillo intenso de sus enormes ojos vidriosos y el manto de escamas
plateadas que lo deslizaban avivando el fondo de cieno. Llegó hasta el borde
donde un Klaus pasmado apenas pudo reaccionar antes de que se lo engullera de
un bocado para desaparecer, arrastrando la línea de tanza, bajo el "Valentín"
donde nos encontrábamos.
—¿Qué me
cuenta? —Pudo decir el boquiabierto el descendiente holandés.
—Lo que oye. Nos
levantamos con prisa para observarlo salir en la huida por el lado opuesto del
puente, pero para nuestra sorpresa por debajo del arco el agua corría escasa,
cansina y espesa como siempre… regresamos para corroborar que el discurrir del
agua era el de siempre en todo el recorrido incluso hasta el recodo. No podía
ser un sueño o una alucinación y lo comprobamos gracias a las pertenencias de
Klaus que, desordenadas bajo el paraíso enorme, mostraban la cara trágica del
día de pesca. Nadie ajeno había visto nada y el solo intento de explicar lo
sucedido teniendo en cuenta nuestros antecedentes acarrearía contratiempos y
confusión, por lo que de común acuerdo arrojamos todo al río, quizás cuando
dieran con ello poco importaría el dónde o el cómo. Aún confusos liamos un
tercer cigarrillo perfumado y pastoso que desapareció con prisa entre los
silencios y los temores.
—Menuda
experiencia, y dice que no se lo contaron a nadie.
—No, pero, a
raíz del suceso intentamos averiguar algo sobre el pobre tipo, y no nos costó
mucho el enterarnos que Klaus formaba parte del contingente de: "los de la
guerra"
—¿Los de la
guerra, y eso? Perdone, pero no se estará usted enredando un poco con la
historia, recuerdo que mi padre solía arrancar con un cuento para dormir al
que, poco a poco transformaba de tal manera que la Divina Comedia le quedaba
pequeña.
—No,
tranquilo que ya queda menos. —El tipo trataba de mantener así el interés sobre
lo sucedido.— Así se los reconocía a esos once que recayeron en el cuarenta o
cuarenta y muy poco, al amparo de cierto acuerdo. Todos "boches" rescatados
de un hundimiento y poco dispuestos a las relaciones humanas debido en gran
parte al sufrimiento, la desconfianza y el abandono por parte de todas las
autoridades. Recalaron en las casillas del ferrocarril, tras las vías y con la
obligación de hacerse un sitio a la fuerza para no morirse de hambre.
—¡La pucha!,
el tercer Reich en el Trocha..
—Hombre,
tampoco tanto. Como comprenderá no interrumpimos la cita diaria con el puente
durante los veranos siguientes guardando el secreto, es más, comprobamos sin
horror y con cierta admiración como cada diecisiete de diciembre se repetía el
drama con obligada asistencia por parte de los implicados, Jurgen, Dirk, Rolf, Tobías, Ralf, Sven, Peter, Joachim, Sebastian
y Guenter… un Guenter que, arrastrando el paso por detrás de nosotros murmuró
un corto saludo para llegar al final del puente y encaminarse con aire de
resignación, más que con ansias de pesca abundante, a la sombra de la mirtácea
traicionera. Dejó la gorra a un lado acomodando el trasero sobre la raíz
desnuda que hacía las veces de balcón en la orilla, clavó la caña en el fondo
barroso de la charca cercana y suspirando comenzó a encarnar la lombriz al
anzuelo dorado y engalanado con plumillas. Extrajo el tabaco y la pipa para
inundar de dulzor toda la orilla… no le quitamos ojo de encima, los años habían
creado en nosotros cierta infalibilidad con respecto a los acontecimientos
venideros, apuramos el cigarro para aferrarnos a la baranda y así soportar de
la mejor manera posible el mal trago… en silencio… fascinados.
—No me vaya a
arruinar la mañana... —Bartholf que se había quedado como transpuesto en espera
de un final feliz pedía más y no había que defraudarlo.
—El cauce en el recodo comenzó a elevarse
bruscamente rebotando en las orillas arrancándoles lenguas espesas de marrón
viscoso, y la lámina de agua cual ola gigante precedió al enorme animal, que
repitiendo los pasos de años anteriores engulló sin más a Guenter, sabedor
quizás de su destino como última pieza, tranquilo, en paz. El agua en su cauce
nos pedía el final de tarea, esta vez con un par de piedras dentro intentamos
que la bolsa de pesca no emergiera jamás; la vimos hundirse girando con gracia
por entre la nube espesa e irritante del que sería el último cigarro en
compañía de extraños. Al año siguiente Comprobamos fehacientemente que Guenter
había sido el último alemán.
»Volvimos otro
diecisiete de Diciembre, otro compromiso ineludible. Con las piernas meciéndose
por fuera del puente sobre el lecho, los brazos y el mentón apoyados en la
primera hilera de la baranda sentados en la mitad del mismo y con muchos más
años sobre las espaldas; el río, como siempre, o al menos con variaciones
apenas perceptibles para quién lleva años fuera. Por dentro compartíamos los
sucesos con un extraño sentimiento de admiración y orgullo, no cualquiera era capaz
de soportar la carga de tanto drama sin buscar un pecho amigo donde llorar como
una mujer... vio. Ahí decidimos que el destino indicaría el fin de nuestros
días, pero el último descanso debía de ser en el río, en este río y en ese
tramo, turbio de entrepuentes.
—¡Ah!, hicieron
un pacto. —dedujo Bartholf.
—Si, algo más
que eso, pero resumiéndolo, si, un pacto.
—Entonces va
a tirar las cenizas al río, ¿no?
—Claro.
—¡Pfff!,
ándese con cuidado mire que hoy en día están vigilando mucho lo de
contaminar...
—Pero oiga,
¿Qué está insinuando? —El portador de la vasija se indignaba.
—Nada, solo
le pido que tenga cuidado, hace poco, unos fulanos fueron a esparcir las
cenizas del instructor de vuelo a la torre del aeródromo, y del tarro salieron
plumas, cachos de papel quemado, unos miguelitos y... algo de ceniza también por
supuesto. Parece ser que es habitual en ciertos establecimientos quemar
porquerías de fácil combustión para ahorrar costes y reciclar material, la
gente realmente aspira a "las cenizas" en una urna y no siempre es lo
que llevan.
—Mire,
perdóneme el atrevimiento, pero no me extraña que en toda la mañana no haya
entrado nadie, usted con ese espíritu no invita a entrar ni a los muertos.
Ahora, por favor, me cobra. —Manoteó la vasija y sacó la billetera con actitud
poco amistosa.
—Tranquilooooo...
tranquilo. Déjese de pavadas que somos grandes. Me encantó el relato y me pasé
un buen rato escuchándolo. Son trescientos pesos.
—¡Trescientos
pesos! ¿Pero que me está cobrando, el trago individualizado por producto?
—¡No!,
simplemente lo que marca la tarifa. —respondió eficaz el barman. El cliente rebuscó
en la billetera y extrajo cien pesos.
—Tome, acá le
dejo, espero que colme sus exigencias por descontado.
Ya no esperó
su reacción, le daba igual. El tipo se fue sin oír un reclamo de su parte y
reconociendo que no valía la pena desvelarle el misterio, hacerle partícipe del
momento especial vivido cuando en el sesenta y nueve la Federal detuvo al rabí
Nadir en su carromato, que llevaba años aposentado a orillas del río un poco
antes de la esclusa. Un sobreviviente de la gran guerra decidido a organizar la
caza por cuenta propia de los germanos refugiados en el país. El hombre,
dominando como pocos los entresijos divinos, hizo un trabajo admirable desde el
más estricto secreto. Se radicó allí por tener acceso a un curso de agua que le
permitiese eliminar los objetivos previamente localizados, en este caso la
tripulación del Admiral Graf Spee. Llegado a este punto no le faltó más que
recurrir al barro creador y dar forma a su particular "Golem fish",
un enorme pez de barro que llamó la atención a los uniformados por su realismo
y al que el rabí daba vida a placer e interés.
Y, por
supuesto mucho menos le revelaría el contenido de la urna.
Camino del
río y a falta de una cuadra del destino la tormenta se desató con violencia esparciendo
rayos, truenos y centellas por doquier tal como lo había previsto Renomé. Ese
curso de agua, opaco, turbio e imprevisible que tanto les diera parecía querer
honrar la fidelidad con estruendo y exageración. En el medio del puente estaban
los dos esperándolo, Renomé en la silla de ruedas, un Verdolaga sonriente unido
a su inseparable mochila de oxígeno; se saludaron para rápidamente colocarse en
la posición de siempre, de cara al recodo, con vista al puente de hierro.
La tormenta
arreciaba y se rompía casi sobre ellos, Renomé abrió el ataché para extraer
tres gorros coyas a los que les había implantado una especie de antena.
—En la punta
puse una pila botón, para facilitar la atracción. —Les comentó, y se los pasó.
Los mismos estaban interconectados con un cordón de cables de cobre
entrelazados que continuaba treinta metros más allá del último, para perderse
en el lecho del río. — ¿Trajiste los componentes?
—Si. —Se escuchó
a Filomeno. — Tengo todo lo pedido en la vasija, los nitratos y el cloruro.
Cuando quieras.
Renomé
asintió con la cabeza e indicó:
—Hacele un
agujero en la tapa y revoleala lo más lejos que puedas.
Cayó cerca
del paraíso para quedarse atrapada en el ramaje, poco a poco fue saliendo el
contenido en forma de colorida serpiente. Se colocaron los gorros bien atados
bajo el mentón al tiempo que las descargas se palpaban.
Fueron
cuarenta mil amperios de descarga. Los nitratos depositados en el lecho
producto de los fertilizantes, más los aportados junto con el cloruro, generaron
una nebulosa colorida y fulgurante sobre el cauce, fueron cinco segundos,
especiales... insuperables... únicos... esperados... sublimes. Los últimos.