lunes, 26 de marzo de 2018

El regalo - Claudio Colombini


“Tal vez un día el río nos regale algo de lo que tiene”... decía Ernesto Pedro Pompeyo, mientras miraba correr el agua hacia el este, siempre hacia el este, como corren los ríos de este lugar, marrones y pausados, sin esa pendiente que los precipite a dejar la llanura, como esos amigos que no quieren irse para no dejarte solo.
Pompeyo era un hombre que había dedicado su vida a la paleontología desde un lugar ignoto, instintivo, sin ningún tipo de formación académica, sin ninguna escuela más que un par de libros prestados, desde aquellos veintiún años en que había hallado una costilla de casi un metro veinte de largo en las cercanías del antiguo molino quemado, desde ese día que leyó que podría ser de un Toxodo o vaca del pleistoceno, que era parecido al hipopótamo, que había habitado estas tierras cuando esto se parecía al África. Desde ese día, Pompeyo se acercó al río y nunca más se separaron.
Eran los primeros días de abril cuando me pidió que lo llevara en mi bote para recorrer algunos lugares aguas arriba, con la premisa de que ya no podía remar por sus años. Desde ese día se fueron sucediendo los viajes semanales, con ese ritual que tienen los que creen en sus sueños. Todos los sábados cargábamos el bote en la bajada de la tierra colorada  con dos palas, tres picas, espátulas, martillos, cortafierros, un hacha, un machete, punzones, un par de lijas y pinceles, agua y comida. Después del primer puente del tren se terminaban las charlas de entrecasa y se ponía de rodillas sobre la proa, como un mascarón. Decía que desde ese lugar el río se veía desnudo, sin tapujos, mostrando sus partes en cada grieta, en cada barranca, en cada orilla, y así viajaba de rodillas, yendo por su tesoro.
Siempre nos deteníamos en el mismo lugar, a dos horas de viaje. A unos metros por delante del tercer puente del tren estaba la desembocadura de un cañadón que juntaba el agua de los bajos de la estancia Las Saladas. Nos recibían unos paredones de unos cuatro a cinco metros de alto, con una boca ancha por donde se podía entrar con el bote empujando con los remos clavados en el barro del fondo del canal. Después de andar un trecho era necesario bajarse y seguir de a pie. El lugar estaba rodeado por un campo extenso, amarillento, salitroso, con pastos duros, y todo un cielo que lo cubría sin interrupciones, se podía ver el camino que pasaba a unos dos kilómetros, lo cual hubiera hecho muy difícil trasladar por tierras las herramientas. En ese momento entendí el pedido de que vengamos por agua.
Ese era el lugar elegido por Pompeyo, ese era el principio de su sueño, ese era el sitio en el cual nos quedábamos horas, mientras él buscaba arrancar un secreto hundido en el barro,  yo le acercaba herramientas o preparaba algo de comer o de tomar.
Con la certeza de que ese era uno de los pocos lugares que tenía agua cuando ocurrió el gran cambio climático durante el período cuaternario a fines del pleistoceno. “En esa época había muchos animales en esta región", decía, y “tal vez este era uno de los lugares donde vendrían a tomar agua y se quedaban varados en el barro hasta morir”. Y se quedaba pensativo mirando el suelo. “Tal vez el río me regale algo” era el cierre de sus frases, mientras lavábamos las herramientas para volvernos.
Él sabía de las curvas de las tortugas, donde pasábamos en silencio para poder verlas tomando el sol de la tarde, él conocía los dormideros de las garzas, las cuevas de nutria en la recta del río donde estaba el monte de acacias, sabía de las correderas que dejaban las piedras en los bajos del Maguay para pasar el bote, sabía el significado del color de los paredones, sabía del horario de los sábalos cazando, sabía de las nidadas de los sirirí en los remansos, sabía que a los sueños no hay que abandonarlos. “¿Sabés?”, me decía, “un día voy a encontrar los fósiles de una manada en este río”.
Sábado tras sábado fueron sucediéndose los viajes, las palabras, el barro, el cansancio, los regresos... y siempre estaba el río con su disfraz de estación, como un hombre viejo y sabio mirándolo todo.
Fue a fines de noviembre cuando Pompeyo me pidió que lo acompañara por última vez. Ya habían pasado ocho meses desde aquel primer viaje; las lluvias del principio del mes habían inundado toda la costa durante un tiempo largo y la última semana el río había bajado rápido. A eso de las cinco de la tarde salimos del lugar de siempre, me llamó poderosamente la atención que no cargara ninguna herramienta y a diferencia de los otros viajes en ningún momento se arrodilló en la proa. Fuimos hablando mientras él dejaba caer las palmas de sus manos sobre el lomo del río, como acariciándolo. Intenté varias veces preguntarle a que se debía su conducta despojada de tensiones por la búsqueda. El distraía mis palabras mostrándome cómo el remo rompía, al clavarse en el agua, el reflejo verde de los sauces. Luego de montón de curvas elevó los brazos y me dijo: “amigo, nos merecemos este cielo”. Recién ahí pude ver en su rostro el regocijo de los satisfechos.
Aún estaban las huellas de la crecida en la paja amontonada contra los primeros hilos de los alambrados, en la costa embarrada, en el agua revuelta y llena de hojas, en los arboles de la orilla con sus raíces desnudas, agarrándose del ultimo pedacito de tierra para no caerse al río.
Cuando llegamos al lugar de siempre me dijo: “amo a este río, amo a este lugar como amé a mi padre”. Se puso las botas de goma y bajó caminando por el canal, el sol se estaba yendo al oeste.
Cuando volvimos, ya era de noche, la luna florecía blanca y ponía blancos los dientes de la sonrisa de Pompeyo, mientras un montón de huesos antiguos y marrones como el río descansaban recostados en la barranca de arcilla del cañadón.

Barranca de los Ángeles - Elida Cantarella


Cuando la persiana exhala su última bocanada de óxido, me olvido de los clientes que se agolpan en busca de elementos para implementar mayores medidas de seguridad, y recuerdo al joven que apareció aquel día en la ferretería, sin mencionar el nombre y renuente a contestar cualquier tipo de preguntas.
Sin duda, su imagen me produjo un fuerte impacto porque lo imagino como esa primera vez, la voz era casi un susurro cuando me preguntó por la escribanía. Lo invité a salir afuera para indicarle el lugar. Parecía temeroso, caminaba mirando a los alrededores como miran los perseguidos, con la sensación  lógica de ser descubiertos.
En Barranca de los Ángeles había dos escribanías. De haberlo mandado  a lo de Acrescente no se hubiera encontrado con la señorita Robinson. Pero bueno, la escribanía  Acrescente quedaba lejos,  en la entrada del pueblo, y las calles eran de difícil acceso después de copiosas lluvias.
Lo cierto es que le recomendé la escribanía Galante, y allí desempeñaba funciones como secretaría la señorita Robinson. Enfundada en un traje con pollera recta color hueso, con un pronunciado tajo y zapatos con taco aguja, lo miraba provocadoramente desde su lugar de trabajo. El contornear de las piernas iba más allá de la insinuante falda. La seducción había sido un arma eficaz en la ascendente carrera de la señorita Robinson, su situación laboral le redituaba muy buenos dividendos. El conocimiento con la amplia cartera de clientes, la mayoría  relacionada con el poder, le daba la posibilidad de seguir escalando posiciones.
El joven se quedó en Barranca de los Ángeles y todos pensamos  que era por la exuberante secretaria, el muchacho merodeaba los alrededores de la escribanía a toda hora, y cuando Galante subía a su vehículo para dirigirse a la Capital Federal, se escabullía al interior de la vivienda.
Hilda, la mucama de  Galante, le comentó a un cliente de la ferretería  que un fin de semana, cuando el  escribano se quedó en la urbe por cuestiones de trabajo, su prometida y el forastero se pasaron todo el tiempo encerrados, sin salir a la calle. Ella misma se había encargado de las provisiones y de ordenar el menú.
Hacía poco más de un año que el escribano Galante y su novia se habían instalado en Barranca de los Ángeles. Algún vecino dijo por ahí  que habían recalado en el pueblo porque en la ciudad habían sido amenazados de muerte. Galante era parco y no sociabilizaba con nadie, conductas que ella debió imitar acatando sus órdenes. Se los veía muy poco y parecían desconfiar de todo el mundo. Al principio, la nueva escribanía pasó desapercibida para muchos. En realidad, fui bastante agorero, siempre pensé que con tan pocos pobladores,  en contados meses  emprenderían  el regreso, pero… los clientes venían de otros lugares y ostentaban un elevado nivel económico: vestimentas de marcas reconocidas, autos de alta gama, y en alguna oportunidad uno que otro jeep con el escudo argentino y la inscripción del ejército; era ahí cuando nos inquietábamos y sentíamos temor, que se acrecentó una noche cuando vimos rondar un Ford Falcon de color verde oliva.
El joven  había alquilado una casa en las afueras del pueblo, y, por el cartel que cruzaba su frente había realizado la operación en  la escribanía Acrescente. El  profesional había adquirido, en muchos años de convivencia en el medio, esa idiosincrasia tan particular  de la gente del interior: indagar al foráneo, conocer aspectos de su vida y entablar amistad; y, como la relación amorosa era comentario entre los habitantes del lugar, Haroldo Acrescente se valía de esa situación para  saber algo más sobre la actividad del muchacho. Desde el primer día en que el joven llegó al pueblo y frecuentó la escribanía de la competencia, Haroldo se inquietó y empezó a tener sospechas, tal vez  infundadas. Sospechas que habían comenzado con la radicación del nuevo escribano. Al principio se sintió temeroso de perder clientes. En el transcurso de los meses fue recobrando la calma, su agenda laboral seguía intacta. Lo asombraba el rápido crecimiento económico de Galante. Un profesional con escaso tiempo de residencia en el pueblo había logrado lo que a él le llevó  años conseguir.
El affaire amoroso ganaba día a día más adeptos. Detrás del mostrador, entre las estanterías, y en las calles no se oía otra cosa que no fuera hablar del romance oculto de la señorita Robinson y el forastero. Las opiniones estaban divididas, los menos veían con agrado la supuesta relación. Los escuché decir que Galante podía ser el padre, que ella estaba a su lado por interés, que él la protegía, que se sentía segura por su vinculación con el poder. Chismes, habladurías, no sé cuánto había de cierto en todas esas historias; comentarios de pueblo chico.
Un día notamos la ausencia de la pareja. Ella ya no estaba en su oficina y a él no se lo veía en la calle ni en su casa. La primera en percibirlo fue la vecina de enfrente cuando la polvareda que levantó un auto le llenó de tierra la ropa recién tendida. El muchacho tenía por costumbre regar la calle ni bien se levantaba, luego cortaba pimpollos de rosas que la señorita Robinson colocaba en su escritorio. Lo cierto es que pasaba el tiempo y de ellos no se sabía nada. Algunos aludían a una escapada romántica, otros conjeturaban sobre la posibilidad de un secuestro.
Pasaban los días y una espina aguijoneaba a Haroldo Acrescente. No le importaba el alquiler sin pagar de la casaquinta. Lo inquietaba la desaparición del muchacho. Valiéndose de un juego de llaves que había quedado en su poder decidió revisar en el interior de la finca. Desechó la posibilidad de la intervención policial por una cuestión de trámites. Le urgía saber o tener una pista que lo llevara hasta el joven.
Ingresó por la puerta principal de la vivienda y llegó hasta un despacho, el escritorio estaba cubierto de carpetas con informes y archivos de propiedades del siglo pasado, a las que le restó importancia. En uno de los cajones encontró las llaves de las cajas de seguridad. No le fue difícil abrirlas. En su interior había decenas de fotocopias comprometedoras. En todas aparecía el sello de la escribanía Galante y la firma del escribano al pie de documentos, de prendas hipotecarias, de escrituras, de cesión y donación de bienes. Revisó minuciosamente cada rincón de la casa en busca de alguna pista que revelara el paradero del joven. Cuando estuvo a punto de marcharse, llevando consigo las cajas de seguridad, abrió la celdilla donde el cartero dejaba la correspondencia. Había un sobre timbrado en Suiza y el remitente tenía nombre de mujer. Sabía que estaba mal lo que iba a hacer, pero tal vez esa carta fuese la clave del enigma.
No se equivocaba, la señorita Robinson firmaba la misiva. En las escuetas líneas le rogaba al joven que  viajara a reunirse con ella antes de que fuera demasiado tarde. Adjuntaba, además, un pasaje para ser utilizado en la aerolínea Air France. Ella lo esperaría en el aeropuerto Charles de Gaulle.
Cuando el escribano Acescente llegó a su casa y empezó a revisar papeles, encontró una nota de la señorita Robinson, (anterior a la partida), dirigida al muchacho. En ella le anunciaba su viaje y le  pedía que lo acompañara, que la situación se había tornado muy peligrosa para los dos y que en otro país podrían empezar una nueva vida, sin asedios ni temores. En el mismo papel, el destinatario fundamentó la respuesta, que  nunca llegó a enviar. En pocas palabras le relataba la imposibilidad de viajar, debía impedir la expropiación de la estancia “La Paloma”.
Esos campos habían pertenecido a su tío Ángel, que después de su muerte pasaron a manos de un único heredero, su primo Luis, quien misteriosamente fue asesinado en las oficinas administrativas de la ciudad de Buenos Aires. Lo llamativo  y sospechoso había sido la donación del establecimiento a una fundación, antes de ser acribillado a balazos. El traspaso del título de propiedad se había realizado en la escribanía Galante. La señorita Robinson fue la encargada de pagar los timbrados y sellos correspondientes. Más que hacer justicia, impediría que los chacareros, arrendatarios de las tierras, fueran a parar a la calle. Muchos de los pequeños agricultores pertenecían a su entorno afectivo.
Haroldo Acrescente, sin pensarlo dos veces y sin pérdidas de tiempo buscó en las escrituras el emplazamiento geográfico de la estancia en cuestión. Cuando ubicó la dirección en el mapa de la provincia de Buenos Aires, y valiéndose de un GPS emprendió el viaje. No le sería difícil encontrar los campos,  el mapa los situaba entre las márgenes del río y la ruta provincial 27. Si era necesario visitaría todas las chacras de las inmediaciones.
Condujo a una velocidad normal, sin obstáculos, durante varias horas. El clarear del alba resaltó el nombre del establecimiento en un cartel, al costado de la ruta, sobre el kilómetro 197. En las proximidades de la hacienda visualizó cada parcela con su vivienda, rodeada por una frondosa arboleda. Se detuvo en una, pero nadie salió a recibirlo. Manejó otro tramo hasta llegar a una finca lindera. La única señal de vida fue el agónico quejido de un perro ensangrentado, al lado de la tranquera. Al ver al animal en esas condiciones se lamentó no haber llevado el botiquín. Con un trapo mojado limpió las heridas, le dio unas palmadas y el perro se tranquilizó. Franqueó los bretes, revisó en los sembradíos, merodeó  la huerta y los fondos de la casa. Cuando estaba por retirarse vio al perro que se había arrastrado hasta unos montículos de tierra removida; empedernido olfateaba cada cascote, y aunque los magullones y heridas le restaban fuerzas insistía en escarbar.
Con una barreta de hierro forzó la puerta de la vivienda. En el interior reinaba el orden, pero sin moradores. Decidió buscar en otra chacra a alguien que le revelase el misterio de las ausencias. Anduvo unos kilómetros hasta que vio a un caballo atado a un palenque y entró con la seguridad de hallar gente. Buscó hasta en el más recóndito hueco de los galpones y no encontró a nadie.
¿Dónde estaban los moradores de las chacras? Lo asaltaron oscuros pensamientos y tomó la determinación de pedir ayuda a las autoridades.  Según las indicaciones del GPS debía costear el río unos veinte kilómetros hasta el pueblo más cercano. En el destacamento policial fue atendido por un comisario quien después de escuchar el nombre de la estancia le aconsejó regresar a su hogar y olvidar el “asunto”. Cuando Haroldo Acrescente se plantó en su postura de investigar hasta el final, el uniformado lo reprobó  diciéndole que no insistiera porque  iba a ser “boleta”. Las puertas se cerraron y Haroldo volvió al camino. Antes  de tomar la ruta de regreso vio a lo lejos el auto del joven, en el fondo de un sendero y franqueado por una alameda.
Se alegró, al fin lo había ubicado, y, desoyendo los consejos del comisario enfiló hacia el lugar en que estaba el vehículo. La puerta de la casa permanecía abierta. Llamó, nadie respondió. Después de esperar unos segundos, entró. El cuadro era macabro. En la cocina, alrededor de una mesa y sentados en las sillas había dos hombres atados de pies  y manos, amordazados, con los ojos vendados y con orificios de balas en la sien. En el piso, dos charcos de sangre. Con el espanto dibujado en la cara fue hasta las habitaciones. En la cama de matrimonio yacía una mujer y un niño. Los habrían asesinado mientras dormían. Cerró los ojos y salió al exterior. Caminó inseguro, sin poder reaccionar. Consternado, echó a correr y escapó del lugar.  El viento le daba en la cara y le traía el ruido del agua que caía desde las cascadas.
Llegó hasta la ribera del río y buscó un sendero para bajar hasta sus orillas. Necesitaba la pureza, necesitaba que el agua purificara lo que el horror había tallado en su cara.
Cuando estuvo a punto de introducir sus manos en el río, reparó en el aleteo de un ave de rapiña, que se ensañaba en picotear un bulto enredado entre los juncos. Con una vara que encontró a escasos metros, logró apartar las matas y apareció  el cuerpo sin vida  del muchacho.

Escrito en el río - Ester Bossi


Después se supo que David había sido alojado, desde hacía algunos años, en una institución de Santa Elisa, una localidad cercana a su lugar de nacimiento.
A nadie le importó averiguar cómo había llegado hasta allí.
Con más de ochenta años era un anciano tranquilo, tan amable como místico…, en apariencia inofensivo. Se limitaba a relatar los mandatos divinos que desde el cielo le eran encomendados, así como mantener siempre una flor delante de la imagen de la Virgen de Luján que conservaba en su mesa de luz.
Fue su retorno a la Fe Cristiana, que en algún momento había abandonado.
Los pabellones de aquel establecimiento estaban rodeados por jardines y era usual ver a los internos atareados en su mantenimiento o paseando por los alrededores, aun por la vereda. Éste era un lugar abierto que les permitía llevar una vida más cómoda, salvo excepciones.
Una mañana de aquellos días, David se levantó muy temprano. Su compañero de cuarto dormía vuelto hacia la pared, con un profundo sueño acompasado por sonoros ronquidos. No deseaba que se despertase, David no estaba dispuesto a contestar preguntas embarazosas. Se vistió con gran sigilo, hasta a los botones de su descolorido saco azul los prendió muy despacio, casi conteniendo la respiración. Se calzó unas alpargatas algo raídas, pero cómodas para una larga caminata. Por último, su infaltable gorra marrón.
El sonido de unas palabras farfulladas en la oscuridad lo dejaron inmóvil: su corazón latió con fuerza, pero se tranquilizó al ver que el otro seguía durmiendo.
Se arrodilló con cautela al lado de la cama y sacó desde abajo la vieja canasta, cubriendo su contenido con una servilleta roja.
La luz del amanecer que se filtraba por un ventanuco le permitió moverse en la penumbra con cierta facilidad. Se persignó ante la imagen de la Virgen y luego caminó hasta la puerta, la abrió con tal cuidado, que los goznes apenas se quejaron. Ya en el exterior, con la misma prudencia la cerró. Por algunos instantes se mantuvo quieto observando…
Las sombras de la noche se alejaban perezosas y los pájaros comenzaban su concierto matutino.
Se oyó a lo lejos el ladrido de un perro y el canto de un gallo anunciando el nuevo día.
Caminó pegado al cerco de ligustros hasta alcanzar la calle, donde apuró el paso para llegar a la ruta a pocas cuadras de allí. Sorprendía la agilidad de sus pasos: parecía un hombre diferente.
Casi no tuvo que esperar, un camionero se ofreció a llevarlo antes que él hiciera seña alguna.
-¿Dónde va abuelo, tan temprano?
-Hasta el puente del río de Villa Ernestina
-¡Suba que lo llevo!
Una vez en el camión David comentó que había madrugado por un asunto urgente que debía resolver.
Minutos más tarde se despidieron. El chofer estrechó con calidez la mano flaca y huesuda de David que se perdió en la fuerte y grande del otro.
-¡Adiós abuelo! ¡Qué le vaya muy bien!
Un débil “gracias” esbozaron los finos labios del anciano, casi sin despegarse.
Miró alejarse al vehículo y antes de emprender la marcha, tomó por un sendero que rodeaba al puente bajando hacia el río.
Se sentó en la orilla, como tantas veces lo había hecho en su temprana juventud. Estiró las largas piernas, tan delgadas como magro su cuerpo. El agua seguía su rumbo interminable, sin quejas, sólo algún sonido discordante al choque contra alguna piedra, pero casi feliz, sin reproches.
Sin embargo otro río de aguas turbulentas bullía con un torrente de imágenes en la mente del viejo David.
De pronto, un rizo del agua le recordó aquellos otros rubios de su niñez, cuando en cuclillas y hecho un ovillo, se ocultaba en algún rincón de la casa. A veces lloroso, pero siempre taciturno y un tanto conflictuado desde la trágica muerte de su madre cerca de sus tres años. Casi no tenía imagen de ella, sólo lo que los mayores pudieron contarle. Se sumergía entonces en un mundo propio, lejos del real. Igual que esas aguas que corrían indiferentes, veía a los adultos siempre ocupados sin comprender su actitud.
David Onetto, ese era su nombre y el menor de diez hermanos, se transformó en un joven muy alto, de ojos pequeños color avellana, en un rostro ligeramente alargado y anguloso.
El velo de melancolía que siempre acompañó a su mirada le daba un cierto atractivo.
                        El viejo miró a lo lejos y no vio  la piedra gris.
¡El río se la había llevado!
Entonces pensó que el río también podía ser violento, porque su flujo constante erosiona y corroe sin volver la vista atrás. Igual que el joven padre Simón de la Iglesia de Villa Ernestina, cuando él era apenas un adolescente. El cura era tan bondadoso y amable como rígido en sus convicciones, e inflexible con las normas.
Él lo había estimado mucho al padre Simón. Con frecuencia, muy temprano en la mañana llegaba a la iglesia por “el camino del río” hasta la entrada del pueblo. Disfrutaba de los primeros rayos del sol estrellándose en la corriente, mientras su mirada se perdía en el fluir del agua, lentificando su marcha.
Recordó cuando compartía con el sacerdote momentos de meditación, para luego ayudarlo como monaguillo en la primera misa.
En aquellos jóvenes años estaba lleno de contradicciones. Se obsesionaba por lo religioso y lo horadaba su avidez por desentrañar los misterios. Su fe luchaba con afán contra su resentimiento y la ira por su destino… por la madre ausente.
El padre Simón hacía todo lo que estaba a su alcance para aliviar sus penas. Lo ayudaba facilitándole libros para saciar aquella sed por la lectura. Hasta veía en él la posibilidad de una vocación sacerdotal.
Revivió una vez más cuando se enfrascaban en fuertes discusiones, porque no se resignaba a las explicaciones del sacerdote sobre un destino que él no había elegido y que dolía demasiado.
De pronto, algo llamó su atención desviando sus pensamientos: ágiles círculos concéntricos se dibujaron en el agua ante la caída inesperada de un insecto que pareció hundirse. Entonces David, como en la novela del Dante, se encontró girando de uno a otro en esa búsqueda desesperada de alguna explicación. Y en el transcurrir del Cielo al Purgatorio vio una vez más al cura Simón amenazándolo con el fuego del Infierno, con los brazos extendidos pidiendo a Dios un poco de paz para ese espíritu confundido.
Se vio a si mismo huyendo, y su andar siempre calmo, se convertía en una frenética carrera hasta el río. Entonces, sentado sobre la piedra gris, preso quizá de sus propias dudas, observaba con ojos húmedos las formas del agua. Se adecuaba la corriente a las dificultades del terreno, a veces reacio a dejarla pasar, otras ayudándola en su intento de un caminar sin fin.
¡El río! Igual que la vida.
Por unos instantes David volvió a la realidad: su larga vida había transcurrido por un cause de aguas amargas y sinuoso lecho.
Allí en la orilla, lejos de las medicinas, que en los últimos años habían aprisionado su razón, podía pensar con libertad.
Por lo tanto, en ese andar errante por los recuerdos, se encontró una vez más, en los tiempos de su juventud, cuando solía pasar horas observando el río, tratando de desentrañar los misterios de aquella muerte temprana, el arrebato atroz. Antiguos secretos murmurados recorrían las tenebrosas cavernas de su mente afiebrada en busca de luz. Pero él sentía que el agua se la había arrebatado.
El chapoteo de un pez, asomando su cabeza fuera del agua, lo sobresaltó. David pensó en el posible destino de aquella criatura: un apetitoso bocado escondiendo en un señuelo mortal.
Comparó su destino y vio que él también había sido engañado: cuando aún no había cumplido los veinte años, un sujeto inescrupuloso lo indujo a estudiar la magia negra, cuya práctica abrazó con fervor. Su alma se perturbó aún más y comenzó un solitario andar por lugares desconocidos.
Fue así como se alejó de la familia.
Entrecerró lo ojos ante el sol que comenzaba a brillar, y allí lo vio en la orilla opuesta: un hermoso sauce llorando sus cabellos al agua, ensombreciéndola en un remanso oscuro.
-¿Será así el Infierno?- Pensó.
En aquella caótica confusión se sumaban las preguntas, pero se agotaba el tiempo de las respuestas.
Sentía que el curso de su existencia llegaba a la desembocadura. Se preguntaba si sería igual a la de ese río: un estuario de aguas dulces saboreando la sal del mar. O quizá, el fin sería un triste pantano. Sin embargo, la vida en un amargo arrastre lo podría llevar a un delta fluvial. Pero…tal vez se infiltrara en la arena de algún desierto para evaporarse sin dejar huella alguna.
Ni siquiera el vuelo rasante de un biguá en su constante búsqueda de alimento, alteró el impasible rostro de David. El ave se posó en una rama seca que emergía del agua, resabio de la última creciente, y parecía mirarlo interrogante, quizá sorprendida por esas lágrimas silenciosas que corrían por las angulosas mejillas del anciano.
Largo rato estuvieron ambos allí, hasta que cada uno partió hacia su propio destino.
            David, antes de marcharse, tomó con precaución la canasta que lo esperaba en el suelo.
Era fácil llegar hasta Villa Ernestina por el estrecho camino de ripio. Después de la primera curva ya se podían divisar algunas casas. Esa mañana, los rayos del sol comenzaban a iluminar el campanario de la vieja iglesia, la que se veía a los lejos, a un costado, en la parte más antigua del pueblo. Algunas flores silvestres anunciaban la llegada de la primavera. Un aroma a hierba fresca inundaba el aire. Pero al viejo David parecía no importarle.
Aquel día, dentro de la iglesia hacía frío, se sentía la humedad, como se siente en todas ellas, aún en días cálidos. Algo de penumbra y mucha paz. Sólo un haz de luz lograba colarse a través de los viejos y sucios vitrales, que en tiempos lejanos, habían lucido un cierto esplendor.
De pronto, se oyó algo como un gemido sordo, ahogado, luego… silencio.
Al entrar al templo, se podía observar en el segundo banco de la nave central, a un hombre con un viejo saco azul, como arrodillado, apoyada su cabeza cana sobre el reclinatorio en una forma muy particular. El brazo derecho colgaba.                 En el suelo yacía abierto un desgastado breviario junto a una canasta de mimbre y una gorra marrón.
Algunos santos, testigos mudos, miraban sin ver la escena final.


Quijotesco desvelo - Elida Cantarella


El amo y señor de Villa del Tacuar trataría de rememorar el cuatrocientos aniversario  del nacimiento de la obra cumbre de la lengua castellana: “El Ingenioso  Hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Con esa alucinante intención reeditaría aquel legendario periplo. No pretendía ingresar en las páginas de los libros de caballería, sus andanzas engrosarían  las futuras ediciones de las  revistas del moto-club local.
En esa ocasión, el peregrinaje denotaría su maestría  en  el manejo de una esquelética motocicleta con amplio sidecar. Como una virtual armadura su vestimenta estaba compuesta por una campera de cuero, ajustados pantalones y un casco con inscripciones de firmas adherentes a la travesía.
Cautivo, desde niño, de la parodia de ambulante caballero no cejaría en el anhelo de encumbrarse en aquellos míticos molinos, deseo que se fue acentuando hasta quitarle el sueño desde el día en que su familia compró grandes parcelas de tierra y se afincó en la zona. Fue allí donde en trasnochadas de boliches escuchó anécdotas de boca de los parroquianos  sobre un viejo molino harinero que había funcionado hasta que un incendio lo destruyó casi en su totalidad. Una construcción de ingeniería, símbolo del florecimiento de una tierra de lazos fraternos, de abrazos a inmigrantes de buena voluntad y con avidez  de trabajo.
Las ruinas de lo que queda del Molino Quemado se sitúan en las márgenes del río, donde su curso se desvía y precipita su caudal dando formación a un salto de agua.
En su embriagado vuelo imaginario, nacido de largas noches de lectura en los textos de Cervantes Saavedra, relacionó aquel molino harinero con los grotescos enemigos del Quijote y su asistente. Lo desconcertaba el río, siempre supo sobre los llanos ondulantes  que enmarcaban las aventuras del noble caballero; tal vez  hubiera salteado la página en que el autor hiciera alusión al río…
Sin largas esperas inició la marcha y en su paso por Cucha-Cucha cargó a su amada. Eran muchas las leguas que lo separaban de su utopía.
La travesía se realizaba en absoluta soledad. El mutismo de esos parajes sólo era roto por el bramido del motor. De tanto en tanto hacían un alto, pues las lomadas del terreno impedían una regular continuidad. Cuando atravesaban algún poblado, uno que otro perro se sumaba a la marcha. Los canes, extrañamente, trotaban a la par y en completo silencio, con la cabeza gacha.
Al descender por un sendero, en medio de los sembradíos, encontró  unas estructuras de acero, las observó con asombro y pensó que se trataba de una réplica de los antiguos molinos. Las aspas habrían sido reemplazadas por radares. Hizo aullar el motor en todo su potencial y arremetió en picada contra las antenas circulares que se levantaban en los alrededores. En contados minutos, un helicóptero sobrevoló la zona. Desde su interior, uno de los tripulantes, y mediante un megáfono, le ordenó que desistiera de su arremetida y  se entregara sin oponer resistencia.
       -¿De qué acusáis a este noble caballero? - increpó el motociclista.
       -De haber franqueado una zona prohibida y tomar a empellones los  sistemas de seguridad. – contestó el oficial.
       -Os escudáis dentro de esa mecánica alada y no sois capaz de enfrentar a un digno representante de una gesta que lleva ya cuatro siglos.
Después de su contestación fue tomado por una patrulla terrestre que se había acercado hasta el lugar. Lo esposaron junto a su compañera y lo trasladaron hasta el destacamento policial más próximo. Cuando descendió, leyó en un cartel de una finca lindera el nombre de Sierra Morena y exclamó: “¡Bravo, habéis allanado mi ruta! Me transportasteis hasta mi derrotero final”. Los  uniformados hicieron caso omiso al comentario, lo miraron sin comprender el significado de las expresiones y los encerraron en un calabozo.
Los canes, fieles a la proeza, aguardaban en las afueras del destacamento. El inusual comportamiento de los animales fue motivo de preocupación del hidalgo motociclista, por lo que se dirigió a su amada y le preguntó:
-¡Decidme, fiel seguidora!, ¿sabéis el motivo por el cual los perros no ladran?
-Pero… ¡Mi caballero! ¿Cómo pretendéis que ladren los perros, si no habéis cabalgado?
Y dicho esto, divisaron por un ventanuco que detrás de los matorrales se erguían los restos de una vieja construcción.
Durante la última ronda de guardia, redujeron al carcelero y corrieron hasta la mole de ladrillos, en medio de un exuberante paisaje de cascadas que volcaba aguas de algodón al río terroso y profundo.
El amo y señor de Villa del Tacuar no reparó ni en las aguas de algodón ni en los remolinos de chocolate. Sus ojos sólo vieron una rudimentaria placa adherida en  uno de los laterales de la construcción que aún quedaba en pie. En relieve, rezaba una inscripción: “Descansa aquí,  mi fiel Rocinante”, y al lado, la foto de un esbelto  ejemplar equino.

Entrepuentes - Roberto Arietto


Desde la visita a San Pietro in Montorio el tipo veía la necesidad de atravesar el enorme peristilo del cementerio con admiración, bajar los escalones con garbo, y una vez en la calle girarse para percibir un plano general. Había cumplido un año más con los ausentes y antes de cumplir con los presentes sentía la necesidad de un trago.
Es temprano y lo que encuentra accesible es el complejo de pompas fúnebres, justo enfrente. Entra, y se dirige al bar con la vasija en la mano, no había nadie, ni siquiera el encargado; se acerca al mostrador e inmediatamente aparece el tipo por las puertas batientes.
—Buen día, ¿qué le pongo? —preguntó eficiente.
—Un Martini... con ginebra y unas gotas de angostura.
—Angostura no tengo, podría hacerle el chiste sobre la gordura que me agobia, pero como no sé bien la situación anímica suya, prefiero obviarlo.
El tipo no tenía pinta de descerebrado, pero este trato dado a un cliente en una casa de pompas fúnebres no parecía normal, a no ser que el cliente proyectase una imagen totalmente ajena al momento.
—Bueno, da igual, con un chorrito de Fernet y un hielo solo si es de máquina, en caso contrario dos piedras. ¡Ah! y en vaso de wisky por favor. —Acercó la banqueta y puso la urna sobre la barra delante de él. El sujeto llevaba bordado sobre el bolsillo de la chaquetilla su nombre: Bartholf, Ricardo. — ¿Usted no es de por acá? —inquirió el tipo.
—¿Por qué lo pregunta? — contestó el otro manipulando vasos.
—No sé, el apellido me suena a alemán, y poco habitual dentro de lo que uno conoce como arraigado al sitio.
—Holandés, mi abuelo claro, yo vine en los noventa aprovechando el viento del desarrollo. Abrieron esto y licitaron la explotación del bar y el restaurante, me enteré por amigos que ya estaban acá radicados y me vine a ganarme la vida.
—Manera peculiar de ganarse la vida en un sitio como este. —acotó el intruso.
—Los clientes son los que me dejan el pan gracias a los que ya no consumen, anacronismo puro. Y usted, por lo visto —siguió hablando a la vez que señalaba la vasija contenedora que se interponía entre ellos. —, también pasando el trance.
—Por esto lo dice, ¿por la urna? Si fuera de acá de toda la vida ya sabría a que se debe mi presencia ya que no es la primera vez. Cuestión de compromisos vio, promesas. —dijo esto para intrigar en lo posible a Bartholf.
—Debe de ser alguien muy querido. —El barman hurgaba como aspirando a saber más.
—Tenga la plena certeza. —respondió tras beber un buen sorbo.
—Si no le importa, me gustaría enterarme para no pecar de poco informado. —El sujeto de la vasija se encontró cómodo y comenzó.
—Bueno, vamos a ubicarnos en el tiempo. Mire, en los cincuenta todo era diferente, éramos chicos —dijo señalando la urna—, el dinamismo y el progreso se palpaban en el ambiente, pero se asimilaban con calma, con placer, disfrutándolos. Hasta lo más mínimo se podía magnificar como gran logro y apenas se perdía el tiempo en análisis que, desgraciadamente no llevaban a buen puerto este barco encorsetado en el que viajábamos. En nuestro caso la corta edad nos planteaba el aprovechamiento de las horas del día a placer, y esto en ese momento se traducía en entregarnos al cien por cien a la adoración ribereña. ¡Perdón!... ¿lo aburro? —preguntó por cortesía.
—No, de ninguna manera, poco tengo que hacer y oír algo de historia reciente es de agradecer. ¿Quiere unos maníes para entretenerse?
—Bueno, adelante ponga nomás que yo continúo. El embrujo que ejercía ese tramo del río para nosotros era apenas comparable con lo terrenal, el simple hecho de respirar la humedad espesa elevándose entre los fulgores del estío daba un sentido especial a la niñez que íbamos dejando atrás a grandes zancadas. El fin del almuerzo, de la clase o de la siesta obligada, daba paso a la loca carrera en la bicicleta desvencijada y sin frenos con destino al río, al puente; "el puente de fierro", el francés; contundente, eficiente y duradero como lo veían los mayores. Un mecano de grandes dimensiones con cientos de aplicaciones practicas para mentes poco enfocadas a cuestiones racionales.
—¿Al Belgrano se refiere? —preguntó Ricardo mientras se disponía a colaborar en la ingesta de los maníes
—Si, el mismo y a pleno funcionamiento. —respondió presto para continuar ya sin freno. — En cuanto el mes de septiembre comenzaba a dar los amaneceres vertiginosos y plenos de luz comenzaban las escapadas de madrugada de los tres: "Verdolaga" Cruz, "Renomé" Simonne y el que suscribe, "Filomeno", "Filomeno" Barbarante. El arte del escapismo lo teníamos dominado de manera asombrosa y con resultados envidiables para cualquier presidiario; había que huir de casa sin despertar sospechas, con cautela, con sigilo, con engaños imperceptibles. Quizás lo más usual era dejar una buena bolsa rellena de ropa a modo de bello durmiente bajo las sábanas por si alguna madre insomne hacía rondas nocturnas, el resto era apurar el tránsito hasta el objetivo. —El tipo hacía una pequeña pausa para sorber y continuar. — Después de encontrarnos en la plaza poníamos rumbo vertiginoso hacia el río, con prisa ya que el objetivo era llegar cuanto antes. Una vez allí al pie del pilar menor del puente dejábamos las bicicletas para subir por el terraplén y en un santiamén trepar a lo alto del entramado. Antes del amanecer nos encontrábamos acostados sobre el armazón superior con la cabeza colgando al vacío, invertida y orientada hacia el este, en las alturas, sobre el lecho del río. Así, ya teníamos una vista privilegiada del amanecer, y verlo desde esa perspectiva inversa en compañía de la receptividad cósmica de la estructura, sumada a las caricias del correr del agua, elevaban nuestras sensaciones a niveles de infalibilidad increíbles. La comunión con el movimiento de rotación planetario era especial ya que no veíamos salir el sol, sino que nos desplazábamos por ese espacio infinito, negro y poblado de estrellas hacia la bola incandescente. Con deleite, envueltos en un increíble y sepulcral silencio desconocido hasta el momento, pero real y que solo se da cuando todo se detiene ante el asomo del astro rey.  —Ricardo absorto y algo confuso dijo.
—¡Pfff!, le digo la verdad, a veces me pierdo... pero siga nomás. —Y siguió el otro.
—¿Qué cree que nos podía pasar? Lo lógico. Llegaba a casa Estercita ese amanecer, venía de cuidar a su tía en el centro y le llamó la atención la presencia de tres cuerpos inertes depositados arriba del puente. Solo se le ocurrió correr desesperada a casa del cabo Fuentes, vecino suyo, quien inmediatamente se hizo presente en bicicleta, y al poco el cura párroco en su Studebaker negro. Uno ordenando el inmediato abandono de la actitud peligrosa, el otro rogando al señor que nos guiase por la senda del buen descenso. Desde la atalaya dejamos claro lo inofensivo de nuestro proceder ya que obedecía a la motivación y el ansia por abrir nuestra mente integrándonos en la plena armonía del espacio infinito. El uniformado con la voz aún tomada por el madrugón decía:
"La mente no sé si se les va a abrir, pero el cráneo seguro que si, si no se bajan de ahí ya mismo y tengo que proceder." Comenzaba a acercarse gente, todos con cara de sueño roto y alguno que otro con el rosario en la mano acompañando al padre con las avemarías "¿Ustedes son imbéciles?" preguntaba ofuscado el cabo desde el otro lado del buró ya en comisaría. "se piensan que está bien lo que hicieron, que es una broma, puro chiste... después si los arrastra el tren, o se caen al río tenemos que mover medio pueblo por ustedes." —Filomeno representaba los diálogos adaptando la voz al personaje y sin obviar la gesticulación. — "Dejeló nomás cabo, son chicos y como tales hacen cosas de chicos." decía el cura, que había aparecido por allí por gracia de Ester que consideraba oportuna y beneficiosa siempre la mediación del "Señor" en las disputas con la justicia. "Déjemelos nomás.", reiteraba a la vez que ante la ausencia de nuestros padres, in situ, se hacía cargo de los tres. "¡Qué sea la última vez!, por esta, ni siquiera los voy a retener unas horas para que escarmienten y menos a abrir expediente alguno, pero la próxima pueden contar con calabozo seguro." A paso largo el párroco, aún poblado en lagañas, nos arrastraba sin cuidado hacia el exterior tirando de las orejas a esas alturas enormemente irritadas amen de inflamadas. "¡Mocosos infames!, no tienen otra cosa que hacer que joder a estas horas de la mañana. ¿No tienen otra cosa que hacer?",  repetía esto sin dejar de tironear hasta entregarnos en manos paternas con aspavientos, amenazas y recomendaciones para cambiar el doloroso proceso a las otras orejas.  —Culminó con un suspiro y una prolongada aspiración.
—¡Qué macana!, la verdad es que pensándolo fríamente no eran cosas normales para hacer de pibes, y menos a esas horas.
—Era un pueblo, con grandes aspiraciones cierto, pero un pueblo... nos conocíamos todos prácticamente, quizás eso blindaba el temor y nos hacia ver todo como accesible, inofensivo y enriquecedor, sobre todo enriquecedor.
—No lo dudo. Interesante lo que cuenta, y esto ¿cómo nos llevará hasta el misterio de la vasija esta? —Ricardo exigía un desenlace rápidamente.
—Le cuento, le cuento. Por supuesto ese fue el último amanecer desde el puente de fierro, de allí en adelante nos conformamos con perseguir los ocasos cien metros mas abajo del cauce, desde el puente de cemento, el Vergara; viendo caer la bola roja en este caso desde una posición mas fría, distante y deshumanizada. Nada de cabezas abajo apuntando al este, pero siempre dependientes del embrujo irradiado por las estructuras del río. Solíamos acudir de tarde en tarde a fumar los enormes cigarros que con tanta delicadeza liaba Verdolaga a fuerza de reciclar puchos caseros y picar fino hojas o flores del jacarandá cercano, al que conferíamos dotes de clarividencia plácida, sobre todo a partir del cincuenta y uno, ese diciembre ardiente, agobiante…
—¿Le pongo otro... por si se le seca el garguero? —Bartholf entusiasmado se volcaba.
—Si fenómeno, pero esta vez me lo acompaña con un chorrito de soda. Mientras procede, yo continúo con los hechos. —El cliente se explayaba.
—Haga nomás. —dijo al tiempo que servía el trago acompañándose con malabares.
—Diecisiete de diciembre del cincuenta y uno, al final de la jornada estival Verdolaga y Renomé pasan por casa para rescatarme de la tiranía materna con la clara disculpa del inminente inicio de semana vacacional. Cumplido el objetivo las bicicletas volaban en dirección al puente en busca del diálogo franco, el humo ardiente y el rumor continuo del agua; terapia selecta, barata y reconfortante. El recodo, los sauces y el paraíso esperaban como siempre allí, acaso algo vapuleados por las crecidas ocasionales propias del verano y sus tormentas. Ya acomodados en la baranda del puente sobre el río dominando la salida del recodo controlábamos fijamente el caudal hasta verlo desaparecer bajo nuestros pies entre cigarro y cigarro. —Hace una pausa para quitarse una cáscara de maní del incisivo, y continúa motivado. — Quince minutos habían pasado cuando los pasos de Klaus cruzando a nuestras espaldas nos sumieron en un silencio de miedo y precaución. Sin saludar siquiera atravesó el puente para encaminarse bordeando el agua por el sendero hasta el paraíso, donde sin prolegómeno alguno tomó asiento, encarnó y lanzó de primera al centro del cauce. Reacomodó la gorra perfilando el gesto trunco de la cara hacia nuestras curiosas miradas, como deseando estar solo. Pero, de ninguna manera le daríamos ese gusto, es más de allí en adelante consideraríamos esta circunstancia en tiempo y modo como propia e intransferible “el río es nuestro” murmuramos sin quitarle la vista de encima. —Hace una pausita.— El segundo cigarrillo al llegar al tercio se vio interrumpido en su ir y venir por un rumor de agua en crecida anormal, brusco, la tanza de Klaus vibró y por el recodo tras el puente del ferrocarril la lámina de agua pareció alzarse en ola gigantesca. Transcurría todo en décimas de segundo, el agua empujada por un enorme pez del tamaño del lecho mismo desbordaba las orillas, la enorme aleta dorsal arrancaba chispas al contacto con las vigas; destacaba el brillo intenso de sus enormes ojos vidriosos y el manto de escamas plateadas que lo deslizaban avivando el fondo de cieno. Llegó hasta el borde donde un Klaus pasmado apenas pudo reaccionar antes de que se lo engullera de un bocado para desaparecer, arrastrando la línea de tanza, bajo el "Valentín" donde nos encontrábamos.
—¿Qué me cuenta? —Pudo decir el boquiabierto el descendiente holandés.
—Lo que oye. Nos levantamos con prisa para observarlo salir en la huida por el lado opuesto del puente, pero para nuestra sorpresa por debajo del arco el agua corría escasa, cansina y espesa como siempre… regresamos para corroborar que el discurrir del agua era el de siempre en todo el recorrido incluso hasta el recodo. No podía ser un sueño o una alucinación y lo comprobamos gracias a las pertenencias de Klaus que, desordenadas bajo el paraíso enorme, mostraban la cara trágica del día de pesca. Nadie ajeno había visto nada y el solo intento de explicar lo sucedido teniendo en cuenta nuestros antecedentes acarrearía contratiempos y confusión, por lo que de común acuerdo arrojamos todo al río, quizás cuando dieran con ello poco importaría el dónde o el cómo. Aún confusos liamos un tercer cigarrillo perfumado y pastoso que desapareció con prisa entre los silencios y los temores.
—Menuda experiencia, y dice que no se lo contaron a nadie.
—No, pero, a raíz del suceso intentamos averiguar algo sobre el pobre tipo, y no nos costó mucho el enterarnos que Klaus formaba parte del contingente de: "los de la guerra"
—¿Los de la guerra, y eso? Perdone, pero no se estará usted enredando un poco con la historia, recuerdo que mi padre solía arrancar con un cuento para dormir al que, poco a poco transformaba de tal manera que la Divina Comedia le quedaba pequeña.
—No, tranquilo que ya queda menos. —El tipo trataba de mantener así el interés sobre lo sucedido.— Así se los reconocía a esos once que recayeron en el cuarenta o cuarenta y muy poco, al amparo de cierto acuerdo. Todos "boches" rescatados de un hundimiento y poco dispuestos a las relaciones humanas debido en gran parte al sufrimiento, la desconfianza y el abandono por parte de todas las autoridades. Recalaron en las casillas del ferrocarril, tras las vías y con la obligación de hacerse un sitio a la fuerza para no morirse de hambre.
—¡La pucha!, el tercer Reich en el Trocha..
—Hombre, tampoco tanto. Como comprenderá no interrumpimos la cita diaria con el puente durante los veranos siguientes guardando el secreto, es más, comprobamos sin horror y con cierta admiración como cada diecisiete de diciembre se repetía el drama con obligada asistencia por parte de los implicados, Jurgen, Dirk, Rolf, Tobías, Ralf, Sven, Peter, Joachim, Sebastian y Guenter… un Guenter que, arrastrando el paso por detrás de nosotros murmuró un corto saludo para llegar al final del puente y encaminarse con aire de resignación, más que con ansias de pesca abundante, a la sombra de la mirtácea traicionera. Dejó la gorra a un lado acomodando el trasero sobre la raíz desnuda que hacía las veces de balcón en la orilla, clavó la caña en el fondo barroso de la charca cercana y suspirando comenzó a encarnar la lombriz al anzuelo dorado y engalanado con plumillas. Extrajo el tabaco y la pipa para inundar de dulzor toda la orilla… no le quitamos ojo de encima, los años habían creado en nosotros cierta infalibilidad con respecto a los acontecimientos venideros, apuramos el cigarro para aferrarnos a la baranda y así soportar de la mejor manera posible el mal trago… en silencio… fascinados.
—No me vaya a arruinar la mañana... —Bartholf que se había quedado como transpuesto en espera de un final feliz pedía más y no había que defraudarlo.
 —El cauce en el recodo comenzó a elevarse bruscamente rebotando en las orillas arrancándoles lenguas espesas de marrón viscoso, y la lámina de agua cual ola gigante precedió al enorme animal, que repitiendo los pasos de años anteriores engulló sin más a Guenter, sabedor quizás de su destino como última pieza, tranquilo, en paz. El agua en su cauce nos pedía el final de tarea, esta vez con un par de piedras dentro intentamos que la bolsa de pesca no emergiera jamás; la vimos hundirse girando con gracia por entre la nube espesa e irritante del que sería el último cigarro en compañía de extraños. Al año siguiente Comprobamos fehacientemente que Guenter había sido el último alemán.
»Volvimos otro diecisiete de Diciembre, otro compromiso ineludible. Con las piernas meciéndose por fuera del puente sobre el lecho, los brazos y el mentón apoyados en la primera hilera de la baranda sentados en la mitad del mismo y con muchos más años sobre las espaldas; el río, como siempre, o al menos con variaciones apenas perceptibles para quién lleva años fuera. Por dentro compartíamos los sucesos con un extraño sentimiento de admiración y orgullo, no cualquiera era capaz de soportar la carga de tanto drama sin buscar un pecho amigo donde llorar como una mujer... vio. Ahí decidimos que el destino indicaría el fin de nuestros días, pero el último descanso debía de ser en el río, en este río y en ese tramo, turbio de entrepuentes.
—¡Ah!, hicieron un pacto. —dedujo Bartholf.
—Si, algo más que eso, pero resumiéndolo, si, un pacto.
—Entonces va a tirar las cenizas al río, ¿no?
—Claro.
—¡Pfff!, ándese con cuidado mire que hoy en día están vigilando mucho lo de contaminar...
—Pero oiga, ¿Qué está insinuando? —El portador de la vasija se indignaba.
—Nada, solo le pido que tenga cuidado, hace poco, unos fulanos fueron a esparcir las cenizas del instructor de vuelo a la torre del aeródromo, y del tarro salieron plumas, cachos de papel quemado, unos miguelitos y... algo de ceniza también por supuesto. Parece ser que es habitual en ciertos establecimientos quemar porquerías de fácil combustión para ahorrar costes y reciclar material, la gente realmente aspira a "las cenizas" en una urna y no siempre es lo que llevan.
—Mire, perdóneme el atrevimiento, pero no me extraña que en toda la mañana no haya entrado nadie, usted con ese espíritu no invita a entrar ni a los muertos. Ahora, por favor, me cobra. —Manoteó la vasija y sacó la billetera con actitud poco amistosa.
—Tranquilooooo... tranquilo. Déjese de pavadas que somos grandes. Me encantó el relato y me pasé un buen rato escuchándolo. Son trescientos pesos.
—¡Trescientos pesos! ¿Pero que me está cobrando, el trago individualizado por producto?
—¡No!, simplemente lo que marca la tarifa. —respondió eficaz el barman. El cliente rebuscó en la billetera y extrajo cien pesos.
—Tome, acá le dejo, espero que colme sus exigencias por descontado.
Ya no esperó su reacción, le daba igual. El tipo se fue sin oír un reclamo de su parte y reconociendo que no valía la pena desvelarle el misterio, hacerle partícipe del momento especial vivido cuando en el sesenta y nueve la Federal detuvo al rabí Nadir en su carromato, que llevaba años aposentado a orillas del río un poco antes de la esclusa. Un sobreviviente de la gran guerra decidido a organizar la caza por cuenta propia de los germanos refugiados en el país. El hombre, dominando como pocos los entresijos divinos, hizo un trabajo admirable desde el más estricto secreto. Se radicó allí por tener acceso a un curso de agua que le permitiese eliminar los objetivos previamente localizados, en este caso la tripulación del Admiral Graf Spee. Llegado a este punto no le faltó más que recurrir al barro creador y dar forma a su particular "Golem fish", un enorme pez de barro que llamó la atención a los uniformados por su realismo y al que el rabí daba vida a placer e interés.
Y, por supuesto mucho menos le revelaría el contenido de la urna.
Camino del río y a falta de una cuadra del destino la tormenta se desató con violencia esparciendo rayos, truenos y centellas por doquier tal como lo había previsto Renomé. Ese curso de agua, opaco, turbio e imprevisible que tanto les diera parecía querer honrar la fidelidad con estruendo y exageración. En el medio del puente estaban los dos esperándolo, Renomé en la silla de ruedas, un Verdolaga sonriente unido a su inseparable mochila de oxígeno; se saludaron para rápidamente colocarse en la posición de siempre, de cara al recodo, con vista al puente de hierro.
La tormenta arreciaba y se rompía casi sobre ellos, Renomé abrió el ataché para extraer tres gorros coyas a los que les había implantado una especie de antena.
—En la punta puse una pila botón, para facilitar la atracción. —Les comentó, y se los pasó. Los mismos estaban interconectados con un cordón de cables de cobre entrelazados que continuaba treinta metros más allá del último, para perderse en el lecho del río. — ¿Trajiste los componentes?
—Si. —Se escuchó a Filomeno. — Tengo todo lo pedido en la vasija, los nitratos y el cloruro. Cuando quieras.
Renomé asintió con la cabeza e indicó:
—Hacele un agujero en la tapa y revoleala lo más lejos que puedas.
Cayó cerca del paraíso para quedarse atrapada en el ramaje, poco a poco fue saliendo el contenido en forma de colorida serpiente. Se colocaron los gorros bien atados bajo el mentón al tiempo que las descargas se palpaban.
Fueron cuarenta mil amperios de descarga. Los nitratos depositados en el lecho producto de los fertilizantes, más los aportados junto con el cloruro, generaron una nebulosa colorida y fulgurante sobre el cauce, fueron cinco segundos, especiales... insuperables... únicos... esperados... sublimes.  Los últimos.

Amaneceres para armar - Federico Dobal


I

La muerte se arrastra como mordiendo caramelos de tosca, los herederos del silencio son sombras, el río humilde, se deshace en música tranquila, el hecho fue consumado, solo una suave y armoniosa corriente corta el respirar de una noche cerrada, oscura y hermosa.
Un rio es alegría, aventura y desafíos. Es la vida de juguete, sentirse vivo, nuevo o repleto de miedo azul. La pierna no escapa hasta último momento, ese remolino no me atrapa esta vez. Es nadar libre, correr rápido para no quemarse los pies con el asfalto de fuego, la suave sombra del puente nos salva el cuerpo. Ella estaba acostumbrada a esto, ella era esto. Era su espacio de vida. Y fue su espacio del adiós.
El pedazo de papel blanco escrito con lapicera de color azul, ya arrugado, abollado y mudo, caía desde lo alto del puente grande. La mano abría sus dedos como si le robaran un sueño, el último dedo en abrir derramó la primera lágrima, era el final. Un sueño partido. Luego el papel voló como un copo de nieve, la corriente lo llevó de un margen hacia el otro, la cascada grande y finalmente el manantial. Se despidió para siempre. El papel era historia, pero Mirta, en cuclillas, se retorcía de amor partido y de odio nuevo. El día abrazó la noche cuando ella, con su tristeza a cuestas, regresó lentamente hacia su hogar. No comió. Quiso leer un libro de fabulas y le dolió aún más el cuerpo. La sombra gris de sus fantasmas la tomaron por asalto hacia un sueño profundo y veloz.
Quizás no fueron sólo sus fantasmas.

II

La mujer, ya mayor, se frotaba las manos, los dedos arrugados se confundían con el repasador floreado y húmedo, con olor a frituras de abuela. Sus ojos se escapaban por la ventana y observaban como una tenue lluvia, egoísta, caía sobre la calle de tierra embarrada. Sus recuerdos siempre terminaban en el mismo. Aunque ya pasaron 25 años, ese papel escrito con lapicera azul seguía cayendo del puente grande.
La historia era simple. Una mujer joven, casi adolescente, enamorada de un amor que parecía perfecto, que era perfecto. Los veranos eran la orilla del río y la orilla del río era el verano. Mirta solía pasar los veranos en el balneario municipal. Todas las tardes había mate y a veces también asados o sándwiches de milanesas bajo el puente de la sombra.
Fue allí que Joaquín llegó a su vida. Él era estudiante de literatura en la Universidad Nacional de La Plata y amigo de un amigo de Mirta. Aquello nunca fue un amor de verano. Joaquín regresaba más y más seguido, incluso cuando los buzos y camperas eran la vestimenta de estación. Él le enseñó a distinguir la voz de Nito de la de Charly García en las canciones de Sui Generis, que el vino tinto se toma a temperatura ambiente y que la educación brinda independencia y libertad. Por su parte, Mirta le repetía una y otra vez la leyenda del manantial, le hizo conocer el molino quemado y le cocinaba scons de avena y pasas de uva.
Uno de los tantos domingos, que ella lo acompañaba a tomar el colectivo que va a La Plata, Joaquín la tomó dulcemente de la mano apartándola hacia el parque de la terminal, se sentaron en un banco y le entregó un papel blanco escrito en lapicera azul diciéndole:
-La cosa se puso fulera, lo sabes bien, no es joda. Te entrego este papel, por favor no lo leas aún. Es peligroso. Si en dos semanas no recibes noticias mías, no me llores. Leé este papel y recuerda que no habrá otra Alegorí.
La despedida fue la de siempre, Mirta no le puso atención a sus dichos, pensó que se trataba sólo de una de las tantas bromas a las que ya estaba acostumbrada. El último beso fue el de siempre...apasionado, en rojo y metol.
Volvió a su casa y durmió como duermen los duendes que no tienen razón.

III

La habitación. La habitación oscura. La habitación oscura y vacía. La habitación estaba oscura, vacía, húmeda, fría y con olor a fierro y sangre negra. De repente, ella abre un ojo, luego el otro, la respiración ausente, no reconoció el lugar, no era la suya de sábanas blancas con perfume fresco a lavanda. Menos aún entendió por qué sus piernas y manos estaban atadas a la cama de caño. Ella sabía que había unos tipos abajo y también escuchaba las carcajadas borrachas de los guardias. De repente, empezó a toser seco y en secuencia de dos, rogó por una respiración profunda y limpia, la encontró como buscando aire. Al final, pudo escupir la mucosa repleta de moco y sangre. Su panza estaba vacía, sin comida ni bebé. Apretó sus dientes con dolor, desesperación y rencor. Se desvaneció nuevamente, entre lágrimas. Esta vez no recordó aquel papel blanco escrito con lapicera azul cayendo del puente grande.

IV

El final, el principio del final. Las luces roncas la encandilaban a cada paso. Al menos era libre, libre de todo. Un pensamiento desfilaba frío, el río y el papel blanco, el papel blanco y el río. Caminaban las sirenas por el puente, acechándola como rostros desorbitados, raquíticos y sin rasgos. Recetas alcalinas, cuentos de hadas y de horror, espejos resecos con miedo a mostrar una imagen, imagen rota, la imagen de una mujer rota pero viva con recuerdos ciegos y amaneceres para armar.