lunes, 26 de marzo de 2018

Barranca de los Ángeles - Elida Cantarella


Cuando la persiana exhala su última bocanada de óxido, me olvido de los clientes que se agolpan en busca de elementos para implementar mayores medidas de seguridad, y recuerdo al joven que apareció aquel día en la ferretería, sin mencionar el nombre y renuente a contestar cualquier tipo de preguntas.
Sin duda, su imagen me produjo un fuerte impacto porque lo imagino como esa primera vez, la voz era casi un susurro cuando me preguntó por la escribanía. Lo invité a salir afuera para indicarle el lugar. Parecía temeroso, caminaba mirando a los alrededores como miran los perseguidos, con la sensación  lógica de ser descubiertos.
En Barranca de los Ángeles había dos escribanías. De haberlo mandado  a lo de Acrescente no se hubiera encontrado con la señorita Robinson. Pero bueno, la escribanía  Acrescente quedaba lejos,  en la entrada del pueblo, y las calles eran de difícil acceso después de copiosas lluvias.
Lo cierto es que le recomendé la escribanía Galante, y allí desempeñaba funciones como secretaría la señorita Robinson. Enfundada en un traje con pollera recta color hueso, con un pronunciado tajo y zapatos con taco aguja, lo miraba provocadoramente desde su lugar de trabajo. El contornear de las piernas iba más allá de la insinuante falda. La seducción había sido un arma eficaz en la ascendente carrera de la señorita Robinson, su situación laboral le redituaba muy buenos dividendos. El conocimiento con la amplia cartera de clientes, la mayoría  relacionada con el poder, le daba la posibilidad de seguir escalando posiciones.
El joven se quedó en Barranca de los Ángeles y todos pensamos  que era por la exuberante secretaria, el muchacho merodeaba los alrededores de la escribanía a toda hora, y cuando Galante subía a su vehículo para dirigirse a la Capital Federal, se escabullía al interior de la vivienda.
Hilda, la mucama de  Galante, le comentó a un cliente de la ferretería  que un fin de semana, cuando el  escribano se quedó en la urbe por cuestiones de trabajo, su prometida y el forastero se pasaron todo el tiempo encerrados, sin salir a la calle. Ella misma se había encargado de las provisiones y de ordenar el menú.
Hacía poco más de un año que el escribano Galante y su novia se habían instalado en Barranca de los Ángeles. Algún vecino dijo por ahí  que habían recalado en el pueblo porque en la ciudad habían sido amenazados de muerte. Galante era parco y no sociabilizaba con nadie, conductas que ella debió imitar acatando sus órdenes. Se los veía muy poco y parecían desconfiar de todo el mundo. Al principio, la nueva escribanía pasó desapercibida para muchos. En realidad, fui bastante agorero, siempre pensé que con tan pocos pobladores,  en contados meses  emprenderían  el regreso, pero… los clientes venían de otros lugares y ostentaban un elevado nivel económico: vestimentas de marcas reconocidas, autos de alta gama, y en alguna oportunidad uno que otro jeep con el escudo argentino y la inscripción del ejército; era ahí cuando nos inquietábamos y sentíamos temor, que se acrecentó una noche cuando vimos rondar un Ford Falcon de color verde oliva.
El joven  había alquilado una casa en las afueras del pueblo, y, por el cartel que cruzaba su frente había realizado la operación en  la escribanía Acrescente. El  profesional había adquirido, en muchos años de convivencia en el medio, esa idiosincrasia tan particular  de la gente del interior: indagar al foráneo, conocer aspectos de su vida y entablar amistad; y, como la relación amorosa era comentario entre los habitantes del lugar, Haroldo Acrescente se valía de esa situación para  saber algo más sobre la actividad del muchacho. Desde el primer día en que el joven llegó al pueblo y frecuentó la escribanía de la competencia, Haroldo se inquietó y empezó a tener sospechas, tal vez  infundadas. Sospechas que habían comenzado con la radicación del nuevo escribano. Al principio se sintió temeroso de perder clientes. En el transcurso de los meses fue recobrando la calma, su agenda laboral seguía intacta. Lo asombraba el rápido crecimiento económico de Galante. Un profesional con escaso tiempo de residencia en el pueblo había logrado lo que a él le llevó  años conseguir.
El affaire amoroso ganaba día a día más adeptos. Detrás del mostrador, entre las estanterías, y en las calles no se oía otra cosa que no fuera hablar del romance oculto de la señorita Robinson y el forastero. Las opiniones estaban divididas, los menos veían con agrado la supuesta relación. Los escuché decir que Galante podía ser el padre, que ella estaba a su lado por interés, que él la protegía, que se sentía segura por su vinculación con el poder. Chismes, habladurías, no sé cuánto había de cierto en todas esas historias; comentarios de pueblo chico.
Un día notamos la ausencia de la pareja. Ella ya no estaba en su oficina y a él no se lo veía en la calle ni en su casa. La primera en percibirlo fue la vecina de enfrente cuando la polvareda que levantó un auto le llenó de tierra la ropa recién tendida. El muchacho tenía por costumbre regar la calle ni bien se levantaba, luego cortaba pimpollos de rosas que la señorita Robinson colocaba en su escritorio. Lo cierto es que pasaba el tiempo y de ellos no se sabía nada. Algunos aludían a una escapada romántica, otros conjeturaban sobre la posibilidad de un secuestro.
Pasaban los días y una espina aguijoneaba a Haroldo Acrescente. No le importaba el alquiler sin pagar de la casaquinta. Lo inquietaba la desaparición del muchacho. Valiéndose de un juego de llaves que había quedado en su poder decidió revisar en el interior de la finca. Desechó la posibilidad de la intervención policial por una cuestión de trámites. Le urgía saber o tener una pista que lo llevara hasta el joven.
Ingresó por la puerta principal de la vivienda y llegó hasta un despacho, el escritorio estaba cubierto de carpetas con informes y archivos de propiedades del siglo pasado, a las que le restó importancia. En uno de los cajones encontró las llaves de las cajas de seguridad. No le fue difícil abrirlas. En su interior había decenas de fotocopias comprometedoras. En todas aparecía el sello de la escribanía Galante y la firma del escribano al pie de documentos, de prendas hipotecarias, de escrituras, de cesión y donación de bienes. Revisó minuciosamente cada rincón de la casa en busca de alguna pista que revelara el paradero del joven. Cuando estuvo a punto de marcharse, llevando consigo las cajas de seguridad, abrió la celdilla donde el cartero dejaba la correspondencia. Había un sobre timbrado en Suiza y el remitente tenía nombre de mujer. Sabía que estaba mal lo que iba a hacer, pero tal vez esa carta fuese la clave del enigma.
No se equivocaba, la señorita Robinson firmaba la misiva. En las escuetas líneas le rogaba al joven que  viajara a reunirse con ella antes de que fuera demasiado tarde. Adjuntaba, además, un pasaje para ser utilizado en la aerolínea Air France. Ella lo esperaría en el aeropuerto Charles de Gaulle.
Cuando el escribano Acescente llegó a su casa y empezó a revisar papeles, encontró una nota de la señorita Robinson, (anterior a la partida), dirigida al muchacho. En ella le anunciaba su viaje y le  pedía que lo acompañara, que la situación se había tornado muy peligrosa para los dos y que en otro país podrían empezar una nueva vida, sin asedios ni temores. En el mismo papel, el destinatario fundamentó la respuesta, que  nunca llegó a enviar. En pocas palabras le relataba la imposibilidad de viajar, debía impedir la expropiación de la estancia “La Paloma”.
Esos campos habían pertenecido a su tío Ángel, que después de su muerte pasaron a manos de un único heredero, su primo Luis, quien misteriosamente fue asesinado en las oficinas administrativas de la ciudad de Buenos Aires. Lo llamativo  y sospechoso había sido la donación del establecimiento a una fundación, antes de ser acribillado a balazos. El traspaso del título de propiedad se había realizado en la escribanía Galante. La señorita Robinson fue la encargada de pagar los timbrados y sellos correspondientes. Más que hacer justicia, impediría que los chacareros, arrendatarios de las tierras, fueran a parar a la calle. Muchos de los pequeños agricultores pertenecían a su entorno afectivo.
Haroldo Acrescente, sin pensarlo dos veces y sin pérdidas de tiempo buscó en las escrituras el emplazamiento geográfico de la estancia en cuestión. Cuando ubicó la dirección en el mapa de la provincia de Buenos Aires, y valiéndose de un GPS emprendió el viaje. No le sería difícil encontrar los campos,  el mapa los situaba entre las márgenes del río y la ruta provincial 27. Si era necesario visitaría todas las chacras de las inmediaciones.
Condujo a una velocidad normal, sin obstáculos, durante varias horas. El clarear del alba resaltó el nombre del establecimiento en un cartel, al costado de la ruta, sobre el kilómetro 197. En las proximidades de la hacienda visualizó cada parcela con su vivienda, rodeada por una frondosa arboleda. Se detuvo en una, pero nadie salió a recibirlo. Manejó otro tramo hasta llegar a una finca lindera. La única señal de vida fue el agónico quejido de un perro ensangrentado, al lado de la tranquera. Al ver al animal en esas condiciones se lamentó no haber llevado el botiquín. Con un trapo mojado limpió las heridas, le dio unas palmadas y el perro se tranquilizó. Franqueó los bretes, revisó en los sembradíos, merodeó  la huerta y los fondos de la casa. Cuando estaba por retirarse vio al perro que se había arrastrado hasta unos montículos de tierra removida; empedernido olfateaba cada cascote, y aunque los magullones y heridas le restaban fuerzas insistía en escarbar.
Con una barreta de hierro forzó la puerta de la vivienda. En el interior reinaba el orden, pero sin moradores. Decidió buscar en otra chacra a alguien que le revelase el misterio de las ausencias. Anduvo unos kilómetros hasta que vio a un caballo atado a un palenque y entró con la seguridad de hallar gente. Buscó hasta en el más recóndito hueco de los galpones y no encontró a nadie.
¿Dónde estaban los moradores de las chacras? Lo asaltaron oscuros pensamientos y tomó la determinación de pedir ayuda a las autoridades.  Según las indicaciones del GPS debía costear el río unos veinte kilómetros hasta el pueblo más cercano. En el destacamento policial fue atendido por un comisario quien después de escuchar el nombre de la estancia le aconsejó regresar a su hogar y olvidar el “asunto”. Cuando Haroldo Acrescente se plantó en su postura de investigar hasta el final, el uniformado lo reprobó  diciéndole que no insistiera porque  iba a ser “boleta”. Las puertas se cerraron y Haroldo volvió al camino. Antes  de tomar la ruta de regreso vio a lo lejos el auto del joven, en el fondo de un sendero y franqueado por una alameda.
Se alegró, al fin lo había ubicado, y, desoyendo los consejos del comisario enfiló hacia el lugar en que estaba el vehículo. La puerta de la casa permanecía abierta. Llamó, nadie respondió. Después de esperar unos segundos, entró. El cuadro era macabro. En la cocina, alrededor de una mesa y sentados en las sillas había dos hombres atados de pies  y manos, amordazados, con los ojos vendados y con orificios de balas en la sien. En el piso, dos charcos de sangre. Con el espanto dibujado en la cara fue hasta las habitaciones. En la cama de matrimonio yacía una mujer y un niño. Los habrían asesinado mientras dormían. Cerró los ojos y salió al exterior. Caminó inseguro, sin poder reaccionar. Consternado, echó a correr y escapó del lugar.  El viento le daba en la cara y le traía el ruido del agua que caía desde las cascadas.
Llegó hasta la ribera del río y buscó un sendero para bajar hasta sus orillas. Necesitaba la pureza, necesitaba que el agua purificara lo que el horror había tallado en su cara.
Cuando estuvo a punto de introducir sus manos en el río, reparó en el aleteo de un ave de rapiña, que se ensañaba en picotear un bulto enredado entre los juncos. Con una vara que encontró a escasos metros, logró apartar las matas y apareció  el cuerpo sin vida  del muchacho.

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