Cuando la persiana
exhala su última bocanada de óxido, me olvido de los clientes que se agolpan en
busca de elementos para implementar mayores medidas de seguridad, y recuerdo al
joven que apareció aquel día en la ferretería, sin mencionar el nombre y renuente
a contestar cualquier tipo de preguntas.
Sin duda, su imagen
me produjo un fuerte impacto porque lo imagino como esa primera vez, la voz era
casi un susurro cuando me preguntó por la escribanía. Lo invité a salir afuera
para indicarle el lugar. Parecía temeroso, caminaba mirando a los alrededores
como miran los perseguidos, con la sensación
lógica de ser descubiertos.
En Barranca de los
Ángeles había dos escribanías. De haberlo mandado a lo de Acrescente no se hubiera encontrado
con la señorita Robinson. Pero bueno, la escribanía Acrescente quedaba lejos, en la entrada del pueblo, y las calles eran de
difícil acceso después de copiosas lluvias.
Lo cierto es que le
recomendé la escribanía Galante, y allí desempeñaba funciones como secretaría
la señorita Robinson. Enfundada en un traje con pollera recta color hueso, con
un pronunciado tajo y zapatos con taco aguja, lo miraba provocadoramente desde
su lugar de trabajo. El contornear de las piernas iba más allá de la insinuante
falda. La seducción había sido un arma eficaz en la ascendente carrera de la
señorita Robinson, su situación laboral le redituaba muy buenos dividendos. El
conocimiento con la amplia cartera de clientes, la mayoría relacionada con el poder, le daba la
posibilidad de seguir escalando posiciones.
El joven se quedó en
Barranca de los Ángeles y todos pensamos
que era por la exuberante secretaria, el muchacho merodeaba los
alrededores de la escribanía a toda hora, y cuando Galante subía a su vehículo
para dirigirse a la Capital Federal, se escabullía al interior de la vivienda.
Hilda, la mucama
de Galante, le comentó a un cliente de
la ferretería que un fin de semana,
cuando el escribano se quedó en la urbe
por cuestiones de trabajo, su prometida y el forastero se pasaron todo el
tiempo encerrados, sin salir a la calle. Ella misma se había encargado de las
provisiones y de ordenar el menú.
Hacía poco más de un
año que el escribano Galante y su novia se habían instalado en Barranca de los
Ángeles. Algún vecino dijo por ahí que
habían recalado en el pueblo porque en la ciudad habían sido amenazados de
muerte. Galante era parco y no sociabilizaba con nadie, conductas que ella
debió imitar acatando sus órdenes. Se los veía muy poco y parecían desconfiar
de todo el mundo. Al principio, la nueva escribanía pasó desapercibida para
muchos. En realidad, fui bastante agorero, siempre pensé que con tan pocos
pobladores, en contados meses emprenderían
el regreso, pero… los clientes venían de otros lugares y ostentaban un
elevado nivel económico: vestimentas de marcas reconocidas, autos de alta gama,
y en alguna oportunidad uno que otro jeep con el escudo argentino y la
inscripción del ejército; era ahí cuando nos inquietábamos y sentíamos temor,
que se acrecentó una noche cuando vimos rondar un Ford Falcon de color verde
oliva.
El joven había alquilado una casa en las afueras del
pueblo, y, por el cartel que cruzaba su frente había realizado la operación
en la escribanía Acrescente. El profesional había adquirido, en muchos años
de convivencia en el medio, esa idiosincrasia tan particular de la gente del interior: indagar al foráneo,
conocer aspectos de su vida y entablar amistad; y, como la relación amorosa era
comentario entre los habitantes del lugar, Haroldo Acrescente se valía de esa
situación para saber algo más sobre la
actividad del muchacho. Desde el primer día en que el joven llegó al pueblo y frecuentó
la escribanía de la competencia, Haroldo se inquietó y empezó a tener
sospechas, tal vez infundadas. Sospechas
que habían comenzado con la radicación del nuevo escribano. Al principio se
sintió temeroso de perder clientes. En el transcurso de los meses fue
recobrando la calma, su agenda laboral seguía intacta. Lo
asombraba el rápido crecimiento económico de Galante. Un profesional con escaso
tiempo de residencia en el pueblo había logrado lo que a él le llevó años conseguir.
El affaire amoroso ganaba
día a día más adeptos. Detrás del mostrador, entre las estanterías, y en las
calles no se oía otra cosa que no fuera hablar del romance oculto de la
señorita Robinson y el forastero. Las opiniones estaban divididas, los menos
veían con agrado la supuesta relación. Los escuché decir que Galante podía ser
el padre, que ella estaba a su lado por interés, que él la protegía, que se
sentía segura por su vinculación con el poder. Chismes, habladurías, no sé cuánto
había de cierto en todas esas historias; comentarios de pueblo chico.
Un día notamos la
ausencia de la pareja. Ella ya no estaba en su oficina y a él no se lo veía en
la calle ni en su casa. La primera en percibirlo fue la vecina de enfrente
cuando la polvareda que levantó un auto le llenó de tierra la ropa recién
tendida. El muchacho tenía por costumbre regar la calle ni bien se levantaba,
luego cortaba pimpollos de rosas que la señorita Robinson colocaba en su
escritorio. Lo cierto es que pasaba el tiempo y de ellos no se sabía nada.
Algunos aludían a una escapada romántica, otros conjeturaban sobre la
posibilidad de un secuestro.
Pasaban los días y
una espina aguijoneaba a Haroldo Acrescente. No le importaba el alquiler sin
pagar de la casaquinta. Lo inquietaba la desaparición del muchacho. Valiéndose
de un juego de llaves que había quedado en su poder decidió revisar en el
interior de la finca. Desechó la posibilidad de la intervención policial por
una cuestión de trámites. Le urgía saber o tener una pista que lo llevara hasta
el joven.
Ingresó por la puerta
principal de la vivienda y llegó hasta un despacho, el escritorio estaba
cubierto de carpetas con informes y archivos de propiedades del siglo pasado, a
las que le restó importancia. En uno de los cajones encontró las llaves de las
cajas de seguridad. No le fue difícil abrirlas. En su interior había decenas de
fotocopias comprometedoras. En todas aparecía el sello de la escribanía Galante
y la firma del escribano al pie de documentos, de prendas hipotecarias, de
escrituras, de cesión y donación de bienes. Revisó minuciosamente cada rincón
de la casa en busca de alguna pista que revelara el paradero del joven. Cuando
estuvo a punto de marcharse, llevando consigo las cajas de seguridad, abrió la
celdilla donde el cartero dejaba la correspondencia. Había un sobre timbrado en
Suiza y el remitente tenía nombre de mujer. Sabía que estaba mal lo que iba a
hacer, pero tal vez esa carta fuese la clave del enigma.
No se equivocaba, la
señorita Robinson firmaba la misiva. En las escuetas líneas le rogaba al joven
que viajara a reunirse con ella antes de
que fuera demasiado tarde. Adjuntaba, además, un pasaje para ser utilizado en
la aerolínea Air France. Ella lo esperaría en el aeropuerto Charles de Gaulle.
Cuando el escribano
Acescente llegó a su casa y empezó a revisar papeles, encontró una nota de la
señorita Robinson, (anterior a la partida), dirigida al muchacho. En ella le
anunciaba su viaje y le pedía que lo
acompañara, que la situación se había tornado muy peligrosa para los dos y que
en otro país podrían empezar una nueva vida, sin asedios ni temores. En el
mismo papel, el destinatario fundamentó la respuesta, que nunca llegó a enviar. En pocas palabras le
relataba la imposibilidad de viajar, debía impedir la expropiación de la
estancia “La Paloma”.
Esos campos habían
pertenecido a su tío Ángel, que después de su muerte pasaron a manos de un
único heredero, su primo Luis, quien misteriosamente fue asesinado en las
oficinas administrativas de la ciudad de Buenos Aires. Lo llamativo y sospechoso había sido la donación del
establecimiento a una fundación, antes de ser acribillado a balazos. El
traspaso del título de propiedad se había realizado en la escribanía Galante.
La señorita Robinson fue la encargada de pagar los timbrados y sellos
correspondientes. Más que hacer justicia, impediría que los chacareros,
arrendatarios de las tierras, fueran a parar a la calle. Muchos de los pequeños
agricultores pertenecían a su entorno afectivo.
Haroldo Acrescente,
sin pensarlo dos veces y sin pérdidas de tiempo buscó en las escrituras el
emplazamiento geográfico de la estancia en cuestión. Cuando ubicó la dirección
en el mapa de la provincia de Buenos Aires, y valiéndose de un GPS emprendió el
viaje. No le sería difícil encontrar los campos, el mapa los situaba entre las márgenes del
río y la ruta provincial 27. Si era necesario visitaría todas las chacras de
las inmediaciones.
Condujo a una
velocidad normal, sin obstáculos, durante varias horas. El clarear del alba
resaltó el nombre del establecimiento en un cartel, al costado de la ruta,
sobre el kilómetro 197. En las proximidades de la hacienda visualizó cada
parcela con su vivienda, rodeada por una frondosa arboleda. Se detuvo en una,
pero nadie salió a recibirlo. Manejó otro tramo hasta llegar a una finca
lindera. La única señal de vida fue el agónico quejido de un perro
ensangrentado, al lado de la tranquera. Al ver al animal en esas condiciones se
lamentó no haber llevado el botiquín. Con un trapo mojado limpió las heridas,
le dio unas palmadas y el perro se tranquilizó. Franqueó los bretes, revisó en
los sembradíos, merodeó la huerta y los
fondos de la casa. Cuando estaba por retirarse vio al perro que se había
arrastrado hasta unos montículos de tierra removida; empedernido olfateaba cada
cascote, y aunque los magullones y heridas le restaban fuerzas insistía en
escarbar.
Con una barreta de
hierro forzó la puerta de la vivienda. En el interior reinaba el orden, pero
sin moradores. Decidió buscar en otra chacra a alguien que le revelase el
misterio de las ausencias. Anduvo unos kilómetros hasta que vio a un caballo
atado a un palenque y entró con la seguridad de hallar gente. Buscó hasta en el
más recóndito hueco de los galpones y no encontró a nadie.
¿Dónde estaban los
moradores de las chacras? Lo asaltaron oscuros pensamientos y tomó la
determinación de pedir ayuda a las autoridades.
Según las indicaciones del GPS debía costear el río unos veinte
kilómetros hasta el pueblo más cercano. En el destacamento policial fue
atendido por un comisario quien después de escuchar el nombre de la estancia le
aconsejó regresar a su hogar y olvidar el “asunto”. Cuando Haroldo Acrescente
se plantó en su postura de investigar hasta el final, el uniformado lo reprobó diciéndole que no insistiera porque iba a ser “boleta”. Las puertas se cerraron y
Haroldo volvió al camino. Antes de tomar
la ruta de regreso vio a lo lejos el auto del joven, en el fondo de un sendero
y franqueado por una alameda.
Se alegró, al fin lo
había ubicado, y, desoyendo los consejos del comisario enfiló hacia el lugar en
que estaba el vehículo. La puerta de la casa permanecía abierta. Llamó, nadie
respondió. Después de esperar unos segundos, entró. El cuadro era macabro. En
la cocina, alrededor de una mesa y sentados en las sillas había dos hombres
atados de pies y manos, amordazados, con
los ojos vendados y con orificios de balas en la sien. En el piso, dos charcos
de sangre. Con el espanto dibujado en la cara fue hasta las habitaciones. En la
cama de matrimonio yacía una mujer y un niño. Los habrían asesinado mientras
dormían. Cerró los ojos y salió al exterior. Caminó inseguro, sin poder
reaccionar. Consternado, echó a correr y escapó del lugar. El viento le daba en la cara y le traía el
ruido del agua que caía desde las cascadas.
Llegó hasta la ribera
del río y buscó un sendero para bajar hasta sus orillas. Necesitaba la pureza,
necesitaba que el agua purificara lo que el horror había tallado en su cara.
Cuando estuvo a punto de introducir sus
manos en el río, reparó en el aleteo de un ave de rapiña, que se ensañaba en
picotear un bulto enredado entre los juncos. Con una vara que encontró a
escasos metros, logró apartar las matas y apareció el cuerpo sin vida del muchacho.
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