lunes, 26 de marzo de 2018

El regalo - Claudio Colombini


“Tal vez un día el río nos regale algo de lo que tiene”... decía Ernesto Pedro Pompeyo, mientras miraba correr el agua hacia el este, siempre hacia el este, como corren los ríos de este lugar, marrones y pausados, sin esa pendiente que los precipite a dejar la llanura, como esos amigos que no quieren irse para no dejarte solo.
Pompeyo era un hombre que había dedicado su vida a la paleontología desde un lugar ignoto, instintivo, sin ningún tipo de formación académica, sin ninguna escuela más que un par de libros prestados, desde aquellos veintiún años en que había hallado una costilla de casi un metro veinte de largo en las cercanías del antiguo molino quemado, desde ese día que leyó que podría ser de un Toxodo o vaca del pleistoceno, que era parecido al hipopótamo, que había habitado estas tierras cuando esto se parecía al África. Desde ese día, Pompeyo se acercó al río y nunca más se separaron.
Eran los primeros días de abril cuando me pidió que lo llevara en mi bote para recorrer algunos lugares aguas arriba, con la premisa de que ya no podía remar por sus años. Desde ese día se fueron sucediendo los viajes semanales, con ese ritual que tienen los que creen en sus sueños. Todos los sábados cargábamos el bote en la bajada de la tierra colorada  con dos palas, tres picas, espátulas, martillos, cortafierros, un hacha, un machete, punzones, un par de lijas y pinceles, agua y comida. Después del primer puente del tren se terminaban las charlas de entrecasa y se ponía de rodillas sobre la proa, como un mascarón. Decía que desde ese lugar el río se veía desnudo, sin tapujos, mostrando sus partes en cada grieta, en cada barranca, en cada orilla, y así viajaba de rodillas, yendo por su tesoro.
Siempre nos deteníamos en el mismo lugar, a dos horas de viaje. A unos metros por delante del tercer puente del tren estaba la desembocadura de un cañadón que juntaba el agua de los bajos de la estancia Las Saladas. Nos recibían unos paredones de unos cuatro a cinco metros de alto, con una boca ancha por donde se podía entrar con el bote empujando con los remos clavados en el barro del fondo del canal. Después de andar un trecho era necesario bajarse y seguir de a pie. El lugar estaba rodeado por un campo extenso, amarillento, salitroso, con pastos duros, y todo un cielo que lo cubría sin interrupciones, se podía ver el camino que pasaba a unos dos kilómetros, lo cual hubiera hecho muy difícil trasladar por tierras las herramientas. En ese momento entendí el pedido de que vengamos por agua.
Ese era el lugar elegido por Pompeyo, ese era el principio de su sueño, ese era el sitio en el cual nos quedábamos horas, mientras él buscaba arrancar un secreto hundido en el barro,  yo le acercaba herramientas o preparaba algo de comer o de tomar.
Con la certeza de que ese era uno de los pocos lugares que tenía agua cuando ocurrió el gran cambio climático durante el período cuaternario a fines del pleistoceno. “En esa época había muchos animales en esta región", decía, y “tal vez este era uno de los lugares donde vendrían a tomar agua y se quedaban varados en el barro hasta morir”. Y se quedaba pensativo mirando el suelo. “Tal vez el río me regale algo” era el cierre de sus frases, mientras lavábamos las herramientas para volvernos.
Él sabía de las curvas de las tortugas, donde pasábamos en silencio para poder verlas tomando el sol de la tarde, él conocía los dormideros de las garzas, las cuevas de nutria en la recta del río donde estaba el monte de acacias, sabía de las correderas que dejaban las piedras en los bajos del Maguay para pasar el bote, sabía el significado del color de los paredones, sabía del horario de los sábalos cazando, sabía de las nidadas de los sirirí en los remansos, sabía que a los sueños no hay que abandonarlos. “¿Sabés?”, me decía, “un día voy a encontrar los fósiles de una manada en este río”.
Sábado tras sábado fueron sucediéndose los viajes, las palabras, el barro, el cansancio, los regresos... y siempre estaba el río con su disfraz de estación, como un hombre viejo y sabio mirándolo todo.
Fue a fines de noviembre cuando Pompeyo me pidió que lo acompañara por última vez. Ya habían pasado ocho meses desde aquel primer viaje; las lluvias del principio del mes habían inundado toda la costa durante un tiempo largo y la última semana el río había bajado rápido. A eso de las cinco de la tarde salimos del lugar de siempre, me llamó poderosamente la atención que no cargara ninguna herramienta y a diferencia de los otros viajes en ningún momento se arrodilló en la proa. Fuimos hablando mientras él dejaba caer las palmas de sus manos sobre el lomo del río, como acariciándolo. Intenté varias veces preguntarle a que se debía su conducta despojada de tensiones por la búsqueda. El distraía mis palabras mostrándome cómo el remo rompía, al clavarse en el agua, el reflejo verde de los sauces. Luego de montón de curvas elevó los brazos y me dijo: “amigo, nos merecemos este cielo”. Recién ahí pude ver en su rostro el regocijo de los satisfechos.
Aún estaban las huellas de la crecida en la paja amontonada contra los primeros hilos de los alambrados, en la costa embarrada, en el agua revuelta y llena de hojas, en los arboles de la orilla con sus raíces desnudas, agarrándose del ultimo pedacito de tierra para no caerse al río.
Cuando llegamos al lugar de siempre me dijo: “amo a este río, amo a este lugar como amé a mi padre”. Se puso las botas de goma y bajó caminando por el canal, el sol se estaba yendo al oeste.
Cuando volvimos, ya era de noche, la luna florecía blanca y ponía blancos los dientes de la sonrisa de Pompeyo, mientras un montón de huesos antiguos y marrones como el río descansaban recostados en la barranca de arcilla del cañadón.

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