“Tal vez un día el río nos regale algo de lo que tiene”... decía Ernesto
Pedro Pompeyo, mientras miraba correr el agua hacia el este, siempre hacia el
este, como corren los ríos de este lugar, marrones y pausados, sin esa
pendiente que los precipite a dejar la llanura, como esos amigos que no quieren
irse para no dejarte solo.
Pompeyo era un hombre que había dedicado su vida a la paleontología
desde un lugar ignoto, instintivo, sin ningún tipo de formación académica, sin
ninguna escuela más que un par de libros prestados, desde aquellos veintiún
años en que había hallado una costilla de casi un metro veinte de largo en las cercanías
del antiguo molino quemado, desde ese día que leyó que podría ser de un Toxodo
o vaca del pleistoceno, que era parecido al hipopótamo, que había habitado
estas tierras cuando esto se parecía al África. Desde ese día, Pompeyo se
acercó al río y nunca más se separaron.
Eran los primeros días de abril cuando me pidió que lo llevara en mi
bote para recorrer algunos lugares aguas arriba, con la premisa de que ya no
podía remar por sus años. Desde ese día se fueron sucediendo los viajes
semanales, con ese ritual que tienen los que creen en sus sueños. Todos los sábados
cargábamos el bote en la bajada de la tierra colorada con dos palas, tres picas, espátulas,
martillos, cortafierros, un hacha, un machete, punzones, un par de lijas y
pinceles, agua y comida. Después del primer puente del tren se terminaban las
charlas de entrecasa y se ponía de rodillas sobre la proa, como un mascarón. Decía
que desde ese lugar el río se veía desnudo, sin tapujos, mostrando sus partes
en cada grieta, en cada barranca, en cada orilla, y así viajaba de rodillas,
yendo por su tesoro.
Siempre nos deteníamos en el mismo lugar, a dos horas de viaje. A unos
metros por delante del tercer puente del tren estaba la desembocadura de un cañadón
que juntaba el agua de los bajos de la estancia Las Saladas. Nos recibían unos
paredones de unos cuatro a cinco metros de alto, con una boca ancha por donde
se podía entrar con el bote empujando con los remos clavados en el barro del
fondo del canal. Después de andar un trecho era necesario bajarse y seguir de a
pie. El lugar estaba rodeado por un campo extenso, amarillento, salitroso, con
pastos duros, y todo un cielo que lo cubría sin interrupciones, se podía ver el
camino que pasaba a unos dos kilómetros, lo cual hubiera hecho muy difícil
trasladar por tierras las herramientas. En ese momento entendí el pedido de que
vengamos por agua.
Ese era el lugar elegido por Pompeyo, ese era el principio de su sueño,
ese era el sitio en el cual nos quedábamos horas, mientras él buscaba arrancar
un secreto hundido en el barro, yo le
acercaba herramientas o preparaba algo de comer o de tomar.
Con la certeza de que ese era uno de los pocos lugares que tenía agua cuando
ocurrió el gran cambio climático durante el período cuaternario a fines del
pleistoceno. “En esa época había muchos animales en esta región", decía, y
“tal vez este era uno de los lugares donde vendrían a tomar agua y se quedaban
varados en el barro hasta morir”. Y se quedaba pensativo mirando el suelo. “Tal
vez el río me regale algo” era el cierre de sus frases, mientras lavábamos las
herramientas para volvernos.
Él sabía de las curvas de las tortugas, donde pasábamos en silencio para
poder verlas tomando el sol de la tarde, él conocía los dormideros de las
garzas, las cuevas de nutria en la recta del río donde estaba el monte de
acacias, sabía de las correderas que dejaban las piedras en los bajos del
Maguay para pasar el bote, sabía el significado del color de los paredones, sabía
del horario de los sábalos cazando, sabía de las nidadas de los sirirí en los
remansos, sabía que a los sueños no hay que abandonarlos. “¿Sabés?”, me decía,
“un día voy a encontrar los fósiles de una manada en este río”.
Sábado tras sábado fueron sucediéndose los viajes, las palabras, el
barro, el cansancio, los regresos... y siempre estaba el río con su disfraz de
estación, como un hombre viejo y sabio mirándolo todo.
Fue a fines de noviembre cuando Pompeyo me pidió que lo acompañara por
última vez. Ya habían pasado ocho meses desde aquel primer viaje; las lluvias
del principio del mes habían inundado toda la costa durante un tiempo largo y
la última semana el río había bajado rápido. A eso de las cinco de la tarde salimos
del lugar de siempre, me llamó poderosamente la atención que no cargara ninguna
herramienta y a diferencia de los otros viajes en ningún momento se arrodilló
en la proa. Fuimos hablando mientras él dejaba caer las palmas de sus manos
sobre el lomo del río, como acariciándolo. Intenté varias veces preguntarle a
que se debía su conducta despojada de tensiones por la búsqueda. El distraía
mis palabras mostrándome cómo el remo rompía, al clavarse en el agua, el
reflejo verde de los sauces. Luego de montón de curvas elevó los brazos y me
dijo: “amigo, nos merecemos este cielo”. Recién ahí pude ver en su rostro el
regocijo de los satisfechos.
Aún estaban las huellas de la crecida en la paja amontonada contra los
primeros hilos de los alambrados, en la costa embarrada, en el agua revuelta y
llena de hojas, en los arboles de la orilla con sus raíces desnudas, agarrándose
del ultimo pedacito de tierra para no caerse al río.
Cuando llegamos al lugar de siempre me dijo: “amo a este río, amo a este
lugar como amé a mi padre”. Se puso las botas de goma y bajó caminando por el
canal, el sol se estaba yendo al oeste.
Cuando volvimos, ya era de noche, la luna florecía blanca y ponía
blancos los dientes de la sonrisa de Pompeyo, mientras un montón de huesos
antiguos y marrones como el río descansaban recostados en la barranca de
arcilla del cañadón.
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