Después se supo
que David había sido alojado, desde hacía algunos años, en una institución de
Santa Elisa, una localidad cercana a su lugar de nacimiento.
A nadie le importó
averiguar cómo había llegado hasta allí.
Con más de ochenta
años era un anciano tranquilo, tan amable como místico…, en apariencia inofensivo.
Se limitaba a relatar los mandatos divinos que desde el cielo le eran
encomendados, así como mantener siempre una flor delante de la imagen de la Virgen de Luján que
conservaba en su mesa de luz.
Fue su retorno a
la Fe Cristiana, que en algún momento había abandonado.
Los pabellones de
aquel establecimiento estaban rodeados por jardines y era usual ver a los
internos atareados en su mantenimiento o paseando por los alrededores, aun por
la vereda. Éste era un lugar abierto que les permitía llevar una vida más
cómoda, salvo excepciones.
Una mañana de
aquellos días, David se levantó muy temprano. Su compañero de cuarto dormía
vuelto hacia la pared, con un profundo sueño acompasado por sonoros ronquidos. No
deseaba que se despertase, David no estaba dispuesto a contestar preguntas
embarazosas. Se vistió con gran sigilo, hasta a los botones de su descolorido
saco azul los prendió muy despacio, casi conteniendo la respiración. Se calzó
unas alpargatas algo raídas, pero cómodas para una larga caminata. Por último,
su infaltable gorra marrón.
El sonido de unas
palabras farfulladas en la oscuridad lo dejaron inmóvil: su corazón latió con
fuerza, pero se tranquilizó al ver que el otro seguía durmiendo.
Se arrodilló con
cautela al lado de la cama y sacó desde abajo la vieja canasta, cubriendo su
contenido con una servilleta roja.
La luz del
amanecer que se filtraba por un ventanuco le permitió moverse en la penumbra
con cierta facilidad. Se persignó ante la imagen de la Virgen y luego caminó hasta
la puerta, la abrió con tal cuidado, que los goznes apenas se quejaron. Ya en el
exterior, con la misma prudencia la cerró. Por algunos instantes se mantuvo
quieto observando…
Las sombras de la
noche se alejaban perezosas y los pájaros comenzaban su concierto matutino.
Se oyó a lo lejos
el ladrido de un perro y el canto de un gallo anunciando el nuevo día.
Caminó pegado al
cerco de ligustros hasta alcanzar la calle, donde apuró el paso para llegar a
la ruta a pocas cuadras de allí. Sorprendía la agilidad de sus pasos: parecía
un hombre diferente.
Casi no tuvo que
esperar, un camionero se ofreció a llevarlo antes que él hiciera seña alguna.
-¿Dónde va abuelo,
tan temprano?
-Hasta el puente
del río de Villa Ernestina
-¡Suba que lo
llevo!
Una vez en el
camión David comentó que había madrugado por un asunto urgente que debía
resolver.
Minutos más tarde
se despidieron. El chofer estrechó con calidez la mano flaca y huesuda de David
que se perdió en la fuerte y grande del otro.
-¡Adiós abuelo!
¡Qué le vaya muy bien!
Un débil “gracias”
esbozaron los finos labios del anciano, casi sin despegarse.
Miró alejarse al
vehículo y antes de emprender la marcha, tomó por un sendero que rodeaba al
puente bajando hacia el río.
Se sentó en la
orilla, como tantas veces lo había hecho en su temprana juventud. Estiró las
largas piernas, tan delgadas como magro su cuerpo. El agua seguía su rumbo
interminable, sin quejas, sólo algún sonido discordante al choque contra alguna
piedra, pero casi feliz, sin reproches.
Sin embargo otro
río de aguas turbulentas bullía con un torrente de imágenes en la mente del
viejo David.
De pronto, un rizo
del agua le recordó aquellos otros rubios de su niñez, cuando en cuclillas y hecho
un ovillo, se ocultaba en algún rincón de la casa. A veces lloroso, pero
siempre taciturno y un tanto conflictuado desde la trágica muerte de su madre cerca
de sus tres años. Casi no tenía imagen de ella, sólo lo que los mayores
pudieron contarle. Se sumergía entonces en un mundo propio, lejos del real.
Igual que esas aguas que corrían indiferentes, veía a los adultos siempre
ocupados sin comprender su actitud.
David Onetto, ese
era su nombre y el menor de diez hermanos, se transformó en un joven muy alto,
de ojos pequeños color avellana, en un rostro ligeramente alargado y anguloso.
El velo de
melancolía que siempre acompañó a su mirada le daba un cierto atractivo.
El viejo miró a lo lejos
y no vio la piedra gris.
¡El río se la
había llevado!
Entonces pensó que
el río también podía ser violento, porque su flujo constante erosiona y corroe
sin volver la vista atrás. Igual que el joven padre Simón de la Iglesia de Villa Ernestina,
cuando él era apenas un adolescente. El cura era tan bondadoso y amable como
rígido en sus convicciones, e inflexible con las normas.
Él lo había estimado
mucho al padre Simón. Con frecuencia, muy temprano en la mañana llegaba a la
iglesia por “el camino del río” hasta la entrada del pueblo. Disfrutaba de los
primeros rayos del sol estrellándose en la corriente, mientras su mirada se
perdía en el fluir del agua, lentificando su marcha.
Recordó cuando compartía
con el sacerdote momentos de meditación, para luego ayudarlo como monaguillo en
la primera misa.
En aquellos
jóvenes años estaba lleno de contradicciones. Se obsesionaba por lo religioso y
lo horadaba su avidez por desentrañar los misterios. Su fe luchaba con afán
contra su resentimiento y la ira por su destino… por la madre ausente.
El padre Simón
hacía todo lo que estaba a su alcance para aliviar sus penas. Lo ayudaba
facilitándole libros para saciar aquella sed por la lectura. Hasta veía en él
la posibilidad de una vocación sacerdotal.
Revivió una vez
más cuando se enfrascaban en fuertes discusiones, porque no se resignaba a las
explicaciones del sacerdote sobre un destino que él no había elegido y que
dolía demasiado.
De pronto, algo
llamó su atención desviando sus pensamientos: ágiles círculos concéntricos se
dibujaron en el agua ante la caída inesperada de un insecto que pareció
hundirse. Entonces David, como en la novela del Dante, se encontró girando de
uno a otro en esa búsqueda desesperada de alguna explicación. Y en el
transcurrir del Cielo al Purgatorio vio una vez más al cura Simón amenazándolo
con el fuego del Infierno, con los brazos extendidos pidiendo a Dios un poco de
paz para ese espíritu confundido.
Se vio a si mismo
huyendo, y su andar siempre calmo, se convertía en una frenética carrera hasta
el río. Entonces, sentado sobre la piedra gris, preso quizá de sus propias
dudas, observaba con ojos húmedos las formas del agua. Se adecuaba la corriente
a las dificultades del terreno, a veces reacio a dejarla pasar, otras
ayudándola en su intento de un caminar sin fin.
¡El río! Igual que
la vida.
Por unos instantes
David volvió a la realidad: su larga vida había transcurrido por un cause de
aguas amargas y sinuoso lecho.
Allí en la orilla,
lejos de las medicinas, que en los últimos años habían aprisionado su razón,
podía pensar con libertad.
Por lo tanto, en
ese andar errante por los recuerdos, se encontró una vez más, en los tiempos de
su juventud, cuando solía pasar horas observando el río, tratando de
desentrañar los misterios de aquella muerte temprana, el arrebato atroz.
Antiguos secretos murmurados recorrían las tenebrosas cavernas de su mente
afiebrada en busca de luz. Pero él sentía que el agua se la había arrebatado.
El chapoteo de un
pez, asomando su cabeza fuera del agua, lo sobresaltó. David pensó en el
posible destino de aquella criatura: un apetitoso bocado escondiendo en un
señuelo mortal.
Comparó su destino
y vio que él también había sido engañado: cuando aún no había cumplido los
veinte años, un sujeto inescrupuloso lo indujo a estudiar la magia negra, cuya
práctica abrazó con fervor. Su alma se perturbó aún más y comenzó un solitario
andar por lugares desconocidos.
Fue así como se
alejó de la familia.
Entrecerró lo ojos
ante el sol que comenzaba a brillar, y allí lo vio en la orilla opuesta: un
hermoso sauce llorando sus cabellos al agua, ensombreciéndola en un remanso
oscuro.
-¿Será así el Infierno?-
Pensó.
En aquella caótica
confusión se sumaban las preguntas, pero se agotaba el tiempo de las
respuestas.
Sentía que el
curso de su existencia llegaba a la desembocadura. Se preguntaba si sería igual
a la de ese río: un estuario de aguas dulces saboreando la sal del mar. O quizá,
el fin sería un triste pantano. Sin embargo, la vida en un amargo arrastre lo
podría llevar a un delta fluvial. Pero…tal vez se infiltrara en la arena de
algún desierto para evaporarse sin dejar huella alguna.
Ni siquiera el
vuelo rasante de un biguá en su constante búsqueda de alimento, alteró el
impasible rostro de David. El ave se posó en una rama seca que emergía del
agua, resabio de la última creciente, y parecía mirarlo interrogante, quizá
sorprendida por esas lágrimas silenciosas que corrían por las angulosas
mejillas del anciano.
Largo rato
estuvieron ambos allí, hasta que cada uno partió hacia su propio destino.
David, antes de marcharse, tomó con
precaución la canasta que lo esperaba en el suelo.
Era fácil llegar
hasta Villa Ernestina por el estrecho camino de ripio. Después de la primera
curva ya se podían divisar algunas casas. Esa mañana, los rayos del sol
comenzaban a iluminar el campanario de la vieja iglesia, la que se veía a los
lejos, a un costado, en la parte más antigua del pueblo. Algunas flores
silvestres anunciaban la llegada de la primavera. Un aroma a hierba fresca
inundaba el aire. Pero al viejo David parecía no importarle.
Aquel día, dentro
de la iglesia hacía frío, se sentía la humedad, como se siente en todas ellas,
aún en días cálidos. Algo de penumbra y mucha paz. Sólo un haz de luz lograba
colarse a través de los viejos y sucios vitrales, que en tiempos lejanos,
habían lucido un cierto esplendor.
De pronto, se oyó
algo como un gemido sordo, ahogado, luego… silencio.
Al entrar al
templo, se podía observar en el segundo banco de la nave central, a un hombre
con un viejo saco azul, como arrodillado, apoyada su cabeza cana sobre el
reclinatorio en una forma muy particular. El brazo derecho colgaba. En el suelo yacía abierto un
desgastado breviario junto a una canasta de mimbre y una gorra marrón.
Algunos santos,
testigos mudos, miraban sin ver la escena final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario