El amo y señor de Villa
del Tacuar trataría de rememorar el cuatrocientos aniversario del nacimiento de la obra cumbre de la lengua
castellana: “El Ingenioso Hidalgo Don
Quijote de la Mancha”. Con esa alucinante intención reeditaría aquel legendario
periplo. No pretendía ingresar en las páginas de los libros de caballería, sus andanzas
engrosarían las futuras ediciones de las
revistas del moto-club local.
En esa ocasión, el
peregrinaje denotaría su maestría en el manejo de una esquelética motocicleta con
amplio sidecar. Como una virtual armadura su vestimenta estaba compuesta por
una campera de cuero, ajustados pantalones y un casco con inscripciones de firmas
adherentes a la travesía.
Cautivo, desde niño,
de la parodia de ambulante caballero no cejaría en el anhelo de encumbrarse en
aquellos míticos molinos, deseo que se fue acentuando hasta quitarle el sueño
desde el día en que su familia compró grandes parcelas de tierra y se afincó en
la zona. Fue allí donde en trasnochadas de boliches escuchó anécdotas de boca
de los parroquianos sobre un viejo
molino harinero que había funcionado hasta que un incendio lo destruyó casi en
su totalidad. Una construcción de ingeniería, símbolo del florecimiento de una
tierra de lazos fraternos, de abrazos a inmigrantes de buena voluntad y con
avidez de trabajo.
Las ruinas de lo que queda del Molino Quemado se sitúan
en las márgenes del río, donde su curso se desvía y precipita su caudal dando
formación a un salto de agua.
En su embriagado
vuelo imaginario, nacido de largas noches de lectura en los textos de Cervantes
Saavedra, relacionó aquel molino harinero con los grotescos enemigos del
Quijote y su asistente. Lo desconcertaba el río, siempre supo sobre los llanos
ondulantes que enmarcaban las aventuras
del noble caballero; tal vez hubiera
salteado la página en que el autor hiciera alusión al río…
Sin largas esperas
inició la marcha y en su paso por Cucha-Cucha cargó a su amada. Eran muchas las
leguas que lo separaban de su utopía.
La travesía se
realizaba en absoluta soledad. El mutismo de esos parajes sólo era roto por el
bramido del motor. De tanto en tanto hacían un alto, pues las lomadas del
terreno impedían una regular continuidad. Cuando atravesaban algún poblado, uno
que otro perro se sumaba a la marcha. Los canes, extrañamente, trotaban a la
par y en completo silencio, con la cabeza gacha.
Al descender por un
sendero, en medio de los sembradíos, encontró unas estructuras de acero, las observó con
asombro y pensó que se trataba de una réplica de los antiguos molinos. Las
aspas habrían sido reemplazadas por radares. Hizo aullar el motor en todo su
potencial y arremetió en picada contra las antenas circulares que se levantaban
en los alrededores. En contados minutos, un helicóptero sobrevoló la zona.
Desde su interior, uno de los tripulantes, y mediante un megáfono, le ordenó
que desistiera de su arremetida y se
entregara sin oponer resistencia.
-¿De qué acusáis a este noble caballero?
- increpó el motociclista.
-De haber franqueado una zona prohibida
y tomar a empellones los sistemas de
seguridad. – contestó el oficial.
-Os escudáis dentro de esa mecánica
alada y no sois capaz de enfrentar a un digno representante de una gesta que
lleva ya cuatro siglos.
Después
de su contestación fue tomado por una patrulla terrestre que se había acercado
hasta el lugar. Lo esposaron junto a su compañera y lo trasladaron hasta el
destacamento policial más próximo. Cuando descendió, leyó en un cartel de una
finca lindera el nombre de Sierra Morena y exclamó: “¡Bravo, habéis allanado mi
ruta! Me transportasteis hasta mi derrotero final”. Los uniformados hicieron caso omiso al comentario,
lo miraron sin comprender el significado de las expresiones y los encerraron en
un calabozo.
Los
canes, fieles a la proeza, aguardaban en las afueras del destacamento. El
inusual comportamiento de los animales fue motivo de preocupación del hidalgo
motociclista, por lo que se dirigió a su amada y le preguntó:
-¡Decidme,
fiel seguidora!, ¿sabéis el motivo por el cual los perros no ladran?
-Pero…
¡Mi caballero! ¿Cómo pretendéis que ladren los perros, si no habéis cabalgado?
Y
dicho esto, divisaron por un ventanuco que detrás de los matorrales se erguían
los restos de una vieja construcción.
Durante
la última ronda de guardia, redujeron al carcelero y corrieron hasta la mole de
ladrillos, en medio de un exuberante paisaje de cascadas que volcaba aguas de
algodón al río terroso y profundo.
El
amo y señor de Villa del Tacuar no reparó ni en las aguas de algodón ni en los
remolinos de chocolate. Sus ojos sólo vieron una rudimentaria placa adherida en
uno de los laterales de la construcción
que aún quedaba en pie. En relieve, rezaba una inscripción: “Descansa aquí, mi fiel Rocinante”, y al lado, la foto de un
esbelto ejemplar equino.
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