lunes, 26 de marzo de 2018

Quijotesco desvelo - Elida Cantarella


El amo y señor de Villa del Tacuar trataría de rememorar el cuatrocientos aniversario  del nacimiento de la obra cumbre de la lengua castellana: “El Ingenioso  Hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Con esa alucinante intención reeditaría aquel legendario periplo. No pretendía ingresar en las páginas de los libros de caballería, sus andanzas engrosarían  las futuras ediciones de las  revistas del moto-club local.
En esa ocasión, el peregrinaje denotaría su maestría  en  el manejo de una esquelética motocicleta con amplio sidecar. Como una virtual armadura su vestimenta estaba compuesta por una campera de cuero, ajustados pantalones y un casco con inscripciones de firmas adherentes a la travesía.
Cautivo, desde niño, de la parodia de ambulante caballero no cejaría en el anhelo de encumbrarse en aquellos míticos molinos, deseo que se fue acentuando hasta quitarle el sueño desde el día en que su familia compró grandes parcelas de tierra y se afincó en la zona. Fue allí donde en trasnochadas de boliches escuchó anécdotas de boca de los parroquianos  sobre un viejo molino harinero que había funcionado hasta que un incendio lo destruyó casi en su totalidad. Una construcción de ingeniería, símbolo del florecimiento de una tierra de lazos fraternos, de abrazos a inmigrantes de buena voluntad y con avidez  de trabajo.
Las ruinas de lo que queda del Molino Quemado se sitúan en las márgenes del río, donde su curso se desvía y precipita su caudal dando formación a un salto de agua.
En su embriagado vuelo imaginario, nacido de largas noches de lectura en los textos de Cervantes Saavedra, relacionó aquel molino harinero con los grotescos enemigos del Quijote y su asistente. Lo desconcertaba el río, siempre supo sobre los llanos ondulantes  que enmarcaban las aventuras del noble caballero; tal vez  hubiera salteado la página en que el autor hiciera alusión al río…
Sin largas esperas inició la marcha y en su paso por Cucha-Cucha cargó a su amada. Eran muchas las leguas que lo separaban de su utopía.
La travesía se realizaba en absoluta soledad. El mutismo de esos parajes sólo era roto por el bramido del motor. De tanto en tanto hacían un alto, pues las lomadas del terreno impedían una regular continuidad. Cuando atravesaban algún poblado, uno que otro perro se sumaba a la marcha. Los canes, extrañamente, trotaban a la par y en completo silencio, con la cabeza gacha.
Al descender por un sendero, en medio de los sembradíos, encontró  unas estructuras de acero, las observó con asombro y pensó que se trataba de una réplica de los antiguos molinos. Las aspas habrían sido reemplazadas por radares. Hizo aullar el motor en todo su potencial y arremetió en picada contra las antenas circulares que se levantaban en los alrededores. En contados minutos, un helicóptero sobrevoló la zona. Desde su interior, uno de los tripulantes, y mediante un megáfono, le ordenó que desistiera de su arremetida y  se entregara sin oponer resistencia.
       -¿De qué acusáis a este noble caballero? - increpó el motociclista.
       -De haber franqueado una zona prohibida y tomar a empellones los  sistemas de seguridad. – contestó el oficial.
       -Os escudáis dentro de esa mecánica alada y no sois capaz de enfrentar a un digno representante de una gesta que lleva ya cuatro siglos.
Después de su contestación fue tomado por una patrulla terrestre que se había acercado hasta el lugar. Lo esposaron junto a su compañera y lo trasladaron hasta el destacamento policial más próximo. Cuando descendió, leyó en un cartel de una finca lindera el nombre de Sierra Morena y exclamó: “¡Bravo, habéis allanado mi ruta! Me transportasteis hasta mi derrotero final”. Los  uniformados hicieron caso omiso al comentario, lo miraron sin comprender el significado de las expresiones y los encerraron en un calabozo.
Los canes, fieles a la proeza, aguardaban en las afueras del destacamento. El inusual comportamiento de los animales fue motivo de preocupación del hidalgo motociclista, por lo que se dirigió a su amada y le preguntó:
-¡Decidme, fiel seguidora!, ¿sabéis el motivo por el cual los perros no ladran?
-Pero… ¡Mi caballero! ¿Cómo pretendéis que ladren los perros, si no habéis cabalgado?
Y dicho esto, divisaron por un ventanuco que detrás de los matorrales se erguían los restos de una vieja construcción.
Durante la última ronda de guardia, redujeron al carcelero y corrieron hasta la mole de ladrillos, en medio de un exuberante paisaje de cascadas que volcaba aguas de algodón al río terroso y profundo.
El amo y señor de Villa del Tacuar no reparó ni en las aguas de algodón ni en los remolinos de chocolate. Sus ojos sólo vieron una rudimentaria placa adherida en  uno de los laterales de la construcción que aún quedaba en pie. En relieve, rezaba una inscripción: “Descansa aquí,  mi fiel Rocinante”, y al lado, la foto de un esbelto  ejemplar equino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario