lunes, 26 de marzo de 2018

El tesoro del río - María Isabel Conte


Desde la tarde en que oyó el comentario acerca de una probable desviación temporaria en el cauce del río, para reparar al viejo puente, Manolo albergó una ilusión creciente en lo más recóndito de su ser. Aquel había sido siempre su lugar favorito, justo ahí, donde el río, al cruzarse con la curva amiga, la saludaba vez tras vez haciendo una alegre pirueta. Inigualable sitio al que solía llegar silbando en sus horas felices, y algo cabizbajo en busca de paz cuando algún pensamiento recurrente se empeñaba en inquietarlo.
Y era precisamente allí donde sospechaba, desde hacía mucho tiempo, que se hallaría el valioso tesoro. ¡Cuántas veces lo había imaginado, de color rojo y plateado, recostado tal vez sobre un lecho de piedras, sostenido quizás por las ramas de alguna planta generosa, a la manera de brazos maternales, arrullado suavemente por las aguas cantarinas!
Poco a poco, el rumor sobre las obras en el río se fue convirtiendo en una asombrosa noticia que recorría el pacífico pueblo y se tornaba más específica con el correr de los días. Para la mayoría de los lugareños, la gran expectativa consistía en ver la restauración del viejo puente. Sin embargo, para Manolo aquello era diferente, pues su mayor anhelo consistía en poder encontrar el tesoro soñado, una vez que las aguas fueran desviadas de su cauce original.
Finalmente, llegó el momento en que una frase comenzó a recorrer las calles, dejando el eco en cada una de las coloridas casas del pueblo: “¡mañana empiezan las obras!” Esa tarde, después de su jornada laboral, Manolo decidió pasar por su lugar tan querido y detenerse unos minutos. Se recostó en la orilla sobre la alfombra verde y fresca del trébol, como lo había hecho desde niño, cuando llegaba hasta allí en su pequeña bicicleta, trayendo un atractivo libro de historietas, con la plena convicción de que en ese entorno agradable se disfrutaba mucho más, como si los personajes cobraran vida y formaran una ronda salpicando a su alrededor. Y siendo ya un joven, fue  en ese mismo lugar donde, sentado junto a las aguas, una hermosa tarde de un domingo inolvidable, le había propuesto casamiento a Jacinta… Su amada Jacinta, con quien habían criado tres hijos, hasta verles crecer las alas que les ayudaron a volar tan lejos del hogar. ¡Jacinta, su leal compañera a quien jamás le había ocultado nada! Pero, ¿debía ilusionarla con la idea del tesoro? ¿Y si no lo encontraba? Él no soportaría ver un rayo de decepción en sus bellos ojos, aunque ella seguramente trataría de disimularlo, porque era lo más comprensiva y bondadosa que alguien pueda imaginar, y eso haría que él se sintiera tan triste como culpable.
Así que decidió esforzarse por guardar muy bien el secreto en su corazón, no fuera a ser cosa que escapara entre sus labios por descuido, durante alguna de las animadas charlas que mantenían en la mesa, placenteros momentos en los cuales compartían sus vivencias del día, y la comida preparada por Jacinta, la que podía carecer a veces de algún ingrediente que le resultara inaccesible, pero jamás de amor y dedicación, razón por la cual siempre eran exquisitas.
Miró al cielo, y notó cómo el sol comenzaba ahora a descender hacia la confortable manta que le tendía el horizonte. Llegaron los gorriones buscando alojamiento en los frondosos y hospitalarios árboles. Aquel bullicio con el que despedían la claridad diurna, le pareció más alegre que lo acostumbrado, como si le estuviera dedicando un cántico de aliento, similar a aquellos que a veces traía el viento desde el patio de la humilde escuelita, cuando los niños practicaban algún deporte. Deslizó lentamente la mirada hacia el sauce añejo, y observó cómo las flexibles ramas, ayudadas por la brisa fresca, asentían silenciosas ante la optimista melodía de las aves. Esbozó una sonrisa de agradecimiento. Era hora de regresar a casa.
Cuando el sol despertó y se dispuso a trazar como siempre los acostumbrados contornos sobre la tranquila ribera, tuvo que dibujar aquel día nuevas siluetas, las de las grandes maquinarias listas para iniciar su trabajo.
Las tareas pronto comenzaron. Los mayores hablaban con admiración sobre el buen desempeño mecánico que se podía apreciar, mientras en la fantasía de algún pequeño, pacíficos dinosaurios de color amarillo habitaron por esos días en el pueblo, quienes no cesaban de llenar su inmensa boca de tierra, para luego de girar el cuello, depositarla al otro lado, hasta formar una gran barricada.
Todo se fue desarrollando del modo programado, hasta que por fin el fondo del río ya se podía ver. Había llegado el momento esperado.
Esta vez, al acercarse a la orilla, Manolo sentía latir su corazón con más fuerzas, mientras su ansiedad se agigantaba. Bajó por la barranca semiescalonada que por primera vez se mostraba ante los ojos de los pueblerinos. De pronto, un rayito de sol vino a posarse sobre dos grandes y pesadas rocas, haciendo brillar entre ellas algo diminuto y plateado. Al percibirlo, Manolo se detuvo de inmediato. Se fue agachando lentamente, como temiendo que su ilusión palpitante se espantara, cual si de una frágil avecilla se tratase. Estiró la mano, hasta que pudo sentir el contacto con el pequeño metal, cuya forma, según pudo percibir, coincidía con la de la hebilla de su soñado tesoro. Con mucho cuidado hizo danzar sus dedos entre aquellas rocas, hasta que el objeto había sido completamente liberado. Vertió  agua de su cantimplora gradualmente sobre el mismo, y a medida que lo hacía, el color rojo empezó a aparecer frente a  sus ojos. ¡Sí, había encontrado su tesoro! ¡Su amigo, el río, se lo había devuelto! ¡La sandalia de plástico rojo y hebillas color plata estaba entre sus manos!
Mientras la miraba, revivió aquella tarde de pesca con toda la familia, cuando la mayor de sus tres hijitos, sentada sobre el trébol de la orilla, cumpliendo con su rol de ser la más grande a pesar de ser tan chiquita, vio caer al agua su sandalita, que se hundió rápidamente, sin que nada se pudiera hacer por rescatarla. Recordó la tristeza en sus ojitos… Regresaron tantas cosas de aquellas tardes de domingo: las canciones infantiles entonadas a trío, el crujir de los papeles de caramelos, algún reto que ahora consideraba innecesario…
Secó sus ojos, cobijó el tesoro entre su ropa, y se marchó de prisa, imaginando la felicidad de Jacinta cuando se enterara. Juntos se comunicarían con la dueña del tesoro, porque a pesar de los años transcurridos, de la distancia que los separaba y de las actividades que la mantenían muy ocupada últimamente, él estaba seguro de que sentiría la misma emoción que él, cuando supiera que el tesoro del río finalmente había sido hallado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario