miércoles, 12 de enero de 2022

Hombres de fuego - Elida Cantarella

 

Inglaterra, 1828

Objetivos de la misión: realizar relevamientos cartográficos.

Así reza en las páginas oficiales. Aunque son variados los intereses que mueven a estos hombres en la exploración de costas y territorios. La nave se  alista para la travesía oceánica.

No es común que las mujeres integren una dotación expedicionaria.

Irina lo sabe. De regreso de una excavación en el Nilo discute con su padre. Es la hija del capitán y está segura de convencerlo. El equipo de tierra necesita los servicios de un geólogo.

Es mujer, eficiente y aventurera. No encuentra otros  impedimentos que no sea vestir ropas masculinas y fraguar un nombre. Sin lograr el cometido se queda en Plymouth a la espera de un nuevo destino. 

 

Tierra del Fuego, 1829

Temida y bella. Cubierta por nieve y glaciares.

Paisajes de agua, cortados por cinturones de bosques, descienden hasta bahías y estrechos, solo interrumpidos por el paso de algún ventisquero.

Una pendiente escarpada se precipita en el canal Onachaga.

El bergantín surca los canales fueguinos. La tripulación se enfrenta a los “Hombres de barro”. Desnudos. Cubiertos por una maraña de pelos. Profieren gritos, más parecidos al animal que a seres humanos. Se cubren con pieles de nutrias o trozos de cuero. Se mueven en canoas, bajo persistentes lluvias, construidas con maderas endebles. El agua que cae, unida a la que salpican los remos, resbala por cuerpos curtidos.

Los expedicionarios tienen ante sus ojos los más bellos fiordos. Los glaciares desaguan y entierran sus lenguas en el fondo del mar. Pero les temen a las borrascas y al azote de los vientos.

Al indígena lo compran con un botón de nácar. Con artimañas y promesas cargan en las naves hombres, niños y mujeres.

 

Inglaterra, 1832

Después de meses de luchar contra oleajes embravecidos, la nave fondea en el puerto de Plymouth. Irina espera a su padre. La embarcación queda en el amarradero. Algún que otro mercader se hace cargo de los fueguinos.

A la arqueóloga no le es indiferente la presencia de mujeres. Mucho menos cuando tiene ante ella a un apuesto joven de tez morena. En completo silencio regresan a la casa. Ella sabe del cansancio de su padre, y él sabe la razón del silencio de su hija.

En días sucesivos, cada huésped encuentra una finalidad asignada.

Irina retoma la comunicación con su papá. Pide un informe detallado de los visitantes. El capitán prioriza el costado humano, gente necesitada de socialización y trabajo. Irina le propone que lleve al muchacho. En la casa hace falta un jardinero.

Los yámanas son presentados en sociedad. Rasgos físicos desproporcionados, baja estatura y un lenguaje primitivo provocan la sorna del europeo. La viruela los persigue y los voltea. Algunos no vuelven al lugar donde brilla la Cruz del Sur. 

El joven Tewesh, de la tribu de los onas, es conducido a las afueras de la ciudad. Lo esperan rosales con pulgones y  poda de arbustos.

Pronto establece con Irina un acercamiento más allá de lo laboral. Relación que el padre no ve con buenos ojos. A Irina mucho no le importa. El fueguino siente más que respeto por ese hombre, le teme. La muchacha, lejos de imaginar el comportamiento del hombre blanco en tierras australes, le resulta algo exagerado el temor de Tewesh.

Los demás nativos son objeto de estudios. Resulta muy significativo que en una misma comarca convivan etnias tan desiguales. El ona es admirado como un  Hércules. Esbelto, de gran agilidad, altura promedio de un metro ochenta en el hombre, algo menor en las mujeres. Porte que acentúa la altivez y la arrogancia.

 

Inglaterra,  1834

Ante el temor de más muertes y persecuciones endémicas, en la población fueguina, se prepara un nuevo viaje para retornarlos al lugar de origen.

Irina, sabiendo la respuesta de su padre, prepara en secreto el equipaje. Esta vez será de la partida.

El horario nocturno del embarque juega a favor en los planes de la chica. Al padre no le parece mal que su hija despida al jardinero. Siente alivio por el fin de una pesadilla.

Después de romper amarras, la proa del barco enfila hacia el Atlántico. El mar y los ánimos se calman. El capitán tiene todo bajo control, solo que ha perdido de vista al apuesto Tewesh. El maestre se encarga de buscarlo. No lo encuentra en el compartimento asignado a los indígenas. Nadie sabe de él. Después de muchas indagaciones pasa el informe al capitán. El timón queda en manos de un auxiliar y sale en su búsqueda, no sin antes proveerse de un arma. Recorre los lugares ya recorridos. Desciende a la bodega. La puerta está trabada. La golpea y no se abre. Con la ayuda de una barreta logra derribarla. Detrás de las estribas y envueltos en mantas ve dos cuerpos. A él lo reconoce enseguida. No puede entender que  la que está en los brazos del indio es Irina. Apunta el arcabuz en la cabeza del joven. La muchacha es más rápida y se le tira encima cubriéndolo.

Al amanecer del nuevo día, tres cuerpos son arrojados al mar.

 

Tierra del Fuego, 1880-1910

Los colonizadores extinguen las últimas reservas autóctonas. Por más que los nativos se atrevan a convivir con mamíferos en grutas excavadas por el mar, alejados de la codicia, lejos del verdugo, son cazados como animales.  Algunos se internan en los bosques. Pero hasta allí son  perseguidos por los cazadores de indios. El estanciero paga una libra por testículo y senos, media por cada oreja de niño.

Los sobrevivientes del genocidio son trasladados a una isla. El lugar pertenece a una orden religiosa.

 Luego de veinte años solo queda un cementerio. Las cruces recuerdan a los hombres de fuego en una tierra de hielo.

El tarrito de la abuela - Ester Bossi

 

Las gallinas se arremolinaban alrededor de Benedetta mientras les arrojaba puñados de maíz. Sus tres hijos jugaban tranquilos en el patio.

Hacía ya quince años que Benedetta y su esposo Agostino habían dejado el pequeño pueblo de su Liguria natal en busca de un lugar más próspero en un rincón de paz. A veces, algún pensamiento nostálgico se cruzaba en su camino. Pero al observar el trigal con las espigas maduras ondeando al compás del viento, se sintió bendecida. No faltaría más el pan en su mesa.

Los gritos de alegría de los niños la sacaron de su abstracción. Llegaba Agostino. Había ido en sulky hasta el almacén de ramos generales de don Pedro, al lado de la estación de ferrocarril, apenas a una legua de distancia.

Para los hijos, el regreso del padre era siempre una fiesta porque invariablemente les traía alguna golosina. Esta vez, la sorpresa fue para Benedetta: había llegado una encomienda de Italia. Una caja que abrió con manos temblorosas y sin contener la ansiedad. Para su gran asombro, se encontró con el tarrito de la abuela, aquel donde ella guardaba un “polvito mágico”, que con solo dos cucharadas que agregaba a sus tortas las transformaba en un manjar. Mientras acariciaba el objeto con la punta del delantal se secaba las lágrimas. En un instante, se vio en la infancia sentada a la mesa grande de la cocina junto a hermanos, primos y a su querida abuela sirviéndoles una taza de leche caliente y un trozo de torta. Sonidos, colores, sabores y olores envolvieron a Benedetta.

No había ninguna nota. Pero no le dio importancia porque solía suceder. Estaba segura que pronto llegaría una carta.

¡Estaba tan contenta de ser la poseedora del tarrito y su magia en polvo! Sin demora, Benedetta comenzó a hornear tortas, bizcochuelos, masitas… aunque sabían bien, no tenían aquel gusto de la niñez que tan bien recordaba. Tampoco lograba que leudaran correctamente.

 

Una tarde, mientras  Benedetta y Agostino estaban tomando unos mates en el corredor de la casa y degustando un budín, vieron acercarse a Juan Velázquez al trote de su tobiano. Era un buen vecino y una persona muy servicial. Ese día, traía una carta de Italia, que había llegado en el tren de la tarde. El encargado del almacén le había pedido que de paso se la llevara a doña Benedetta.

No aceptó la invitación del matrimonio a pasar un rato con ellos. Solo tomó un mate en el estribo y partió al galope. En el cielo, nubes grises y negras amenazaban con una tormenta. Ya se veían algunos relámpagos y había comenzado a soplar un viento arrachado.

Benedetta abrió el sobre emocionada. Era la letra inconfundible de su hermana mayor. Sin embargo, esa emoción se fue transformando a medida  que avanzaba la lectura. Como nunca antes en su vida comenzaron a temblarle las manos y sus ojos parecían desorbitados.

“…esperamos que te llegue bien el tarrito de la abuela. Nosotros sabemos lo que la querías. Para que la tengas muy dentro de ti, cerquita del corazón, te lo enviamos junto con sus cenizas."

Mocasín 44 - Oscar Zapata

           

        Al Flaco lo conocí en la quinta, en el embudo de las inferiores, ahí donde nos emparejamos todos y se empiezan a definir un montón de cosas no solo del fútbol sino también de la vida. Pibe, de la vida, así nos decía Coco, nuestro gran DT de la quinta división de fútbol de aquel legendario Club Atlético La Esperanza.

            Recuerdo que para esa pretemporada éramos un montón, nadie quería quedar afuera, pero a medida que se iba acercando la apertura de aquel campeonato ya Coco tenía en mente el equipo titular y también los suplentes. El Flaco no faltó a ninguna práctica, se disputaba la 9 con el Tanque, un santiagueño que había venido con su familia para la temporada de la deschalada y se quedó a vivir en mi pueblo.

            Para cuando arrancó el campeonato el Tanque fue el titular y el Flaco, suplente, entre los que también estaban el Oreja, arquero suplente, y el Chan, un zurdito que jugaba en cualquiera de los puestos de atrás. El Tanque era un tipo habilidoso, tenía técnica y además ya había pegado el estirón. El Flaco tenía lo suyo, no era muy habilidoso pero ponía bien el cuerpo y tenía una zancada impresionante; de movida, cuando arrancaba, en los primeros 3 o 4 metros, te sacaba 2, después a correrlo... Más allá de esto, había una cosa que tenían en común, los dos calzaban lo mismo, fue por eso que Milanesa, nuestro utilero, se había puesto en campaña para rescatar un par de botines 44 y al tiempo los había conseguido.

            En la mitad del torneo estábamos tercero a tres puntos del primero que era El Yacaré, con el cual nos enfrentábamos ese próximo fin de semana.

            El Yacaré tenía un equipazo y era el club emblemático de mi pueblo, así que en esos días no hubo mucha práctica, lo que sí hubo fue mucha charla. Coco nos habló de muchas cosas, pero que poco tenían que ver con el fútbol y sí mucho con la vida, como el compromiso, la responsabilidad, el respeto, la humildad, la fe y la esperanza que es lo último que se pierde. Por supuesto que el partido había que jugarlo, decía, y que eran 90 minutos donde todo podía pasar, lo único que no podía pasar era que nosotros termináramos de rodilla. “Hay que dejar todo”, repetía Coco, “no solo por nosotros sino por el club y su gente”.

            El viernes fue la última práctica antes del partido y fue un monólogo de lo que había pasado días anteriores, un poco de físico, un poco de fútbol y otra vez mucha charla. Todos escuchábamos muy atentamente aquellas palabras de Coco que no paraba de repetir: el compromiso, el respeto entre nosotros, compañerismo, actitud, y pase lo que pase la frente en alto. El sábado llegó. Estábamos citados para las 13:30, el partido era 14:30, así que 13:31 ya estaba todo el equipo titular en el vestuario. Milanesa, mientras nos entregaba la ropa, nos preguntó si necesitábamos algo. Nadie contestó nada, estábamos cada cual en lo suyo, con la cabeza puesta en el partido. En eso entró Coco con la gente de la Liga para firmar las planillas, y ahí nos dimos cuenta que justo ese sábado ninguno de nuestros compañeros suplentes había llegado.       

            Salimos a la cancha acompañados por Milanesa y mientras entrábamos en calor Coco pegó un grito que se escuchó hasta en el cielo: “Flaco, querido, llegaste, sabía que no me podías fallar”. Miré para la entrada de la cancha y lo vi al Flaco. Cómo olvidarme, de camisa manga corta, jean y mocasines 44. Entró con la bicicleta de tiro, porque el Flaco los sábados le hacía la cobranza al padre, que era apicultor, repartía en la semana y después el Flaco se dedicaba a cobrar. “¡Metele Flaco!”, dijo Milanesa, “andá para el vestuario así te ayudo a cambiar”. Cuando los demás se dieron cuenta, empezaron a aplaudir aquel noble gesto del Flaco que sí o sí quería estar, como siempre, aunque sea de suplente. El partido arrancó, los primeros veinte minutos no podíamos pasar la mitad de la cancha, al santiagueño lo marcaban de a dos y ya faltando diez minutos para que termine el primer tiempo, en un descuido, llegó el primer gol de ellos. Nos fuimos al vestuario 1 a 0 abajo. Después de un rato Coco nos habló: “Hay que seguir así”, nos dijo, “no estamos tan lejos”. Y dándonos unas palmaditas sobre nuestras espaldas, Milanesa repetía: “la esperanza es lo último que se pierde”.

            Al final, cuando ya salíamos del vestuario, se escuchó el grito del Flaco: ¡Vamos muchachos todavía! Entramos a jugar el segundo tiempo con más cansancio que motivación. La cosa era aguantar, sin darnos cuenta nos estábamos arrodillando. Para mal de peores, faltando veinte minutos, la única que tuvo el Tanque la pierde cuando es cruzado de mala fe por los centrales del equipo rival y ya no se pudo levantar, el tobillo se le iba hinchando segundo a segundo. Con Milanesa en el campo empezaron a hacerle señas a Coco para que hiciera el cambio, ya que el Tanque no volvería, al menos por ese partido. El Flaco empezó a entrar en calentamiento, con unos piques cortos y unos movimientos laterales, mientras Coco le daba las últimas indicaciones. Creo verlo al Flaco entrar a la cancha con la cabeza levantada, el pecho erguido, y la mirada desafiante, como diciendo “¡acá estoy yo!”.

            Se reanudó el partido y el Flaco los empezó a correr a todos y cada vez que tocábamos una el Flaco la pedía. En una pelota dividida, mitad de cancha, me acuerdo clarito, a mí que estaba de marcador de punta, me quedó servida. Solo y sin marca me dio el tiempo justo para poder pararla y ponérsela al Flaco a la carrera entre aquellos dos centrales malevos. Medio como que lo quisieron cuerpear e intentaron agarrarlo de la remera pero el Flaco era tan ligero que en esos primeros metros fue imposible pararlo, y allá corrió de cara al arco, el arquero salió al borde del área grande para poder achicarle, pero el zapatazo del Flaco ya había partido, un derechazo cruzado junto al palo y el arquero, que dudó en tirarse porque algo más que la pelota había partido en aquel sablazo. Era el mocasín del Flaco. Nadie se había percatado de que el Flaco había entrado a jugar de mocasines; por eso, cuando en el fondo de la cancha una pirámide humana lo tapó al Flaco en aquel gran festejo, Milanesa entró con los botines del Tanque para cambiárselos.

            Así fue como el árbitro del partido vino a dispersar aquel festejo y a reclamarle al Flaco que se atara los botines, mientras Milanesa buscaba disimuladamente atrás del arco el otro mocasín. El partido termino 1 a 1 y ese año salimos campeones. El festejo fue interminable, el Flaco salió en andas de la cancha al vestuario y a partir de ese encuentro, él se ganó un lugar entre los once. “¡Dale campeón, dale campeón! Y un minuto de silencio…”, era uno de los tantos cánticos que se escuchaban dentro de aquel vestuario, mientras en las brumas de las duchas y el revoleo de toallas, una luz casi como un destello entró por aquella vieja claraboya, iluminando por un instante el par de maltrechos mocasines número 44. Coco no paraba de llorar, de la emoción por supuesto, Milanesa festejaba a los saltos con todos nosotros, y en eso llegó la gente del club que venía a felicitarnos y de paso a decirnos que a la noche estábamos todos invitados a la pizzería de Chocho, habría pizza y Coca para todo el mundo a partir de las 21:00. Coco pasó a buscar al Tanque en el auto y se bajó en la pizzería con muletas, Milanesa llegó con una caja, andaba buscando al Flaco, decía que se había olvidado los mocasines allá en el club, pero el Flaco apareció con otro par, impecable. Fue ahí que le pregunté:

            -Flaco, ¿compraste zapatos nuevos?

            -No, no, son los mismos de siempre -me dijo.

            Después, ya dentro de la pizzería, todo era grito, cantos y alegría, algunas anécdotas sobre el partido… Mientras Chocho servía las mesas, la caja que había traído Milanesa quedó sobre una silla y pasó desapercibida para todos, menos para mí, que sabía su contenido y sentí, en ese preciso instante, que algo más que un destello de luz había entrado aquella tarde por la vieja claraboya del club… “¡LA ESPERANZA!”.

Asilo - Alejandro Zubiaur

     

Golpean a la puerta, son las 11 hs. de la mañana. Afuera el sol tibio seca el rocío del césped que rodea la antigua casona. Adentro se puede ver caminando ida y vuelta por el pasillo a esa mujer que sorprende con su desamparo, aislada por esas rejas de hierro forjado en monótonos cuadrados, por su locura, por el odio de sus hijos.

De sus compañeras, unas pocas, se preguntan cuál habrá sido la razón de su ingreso a esta residencia donde ya todas saben que se entra de distintas maneras pero se sale solo de una.

Vuelven a golpear a la puerta. Quizá sea el servicio de emergencias, en el interior sobran los casos que requieren asistencia psiquiátrica, como lo demuestran las noches pintadas de gritos y aullidos. Algunas de las residentes, las de espíritu más frágil, no soportan esta realidad tan poco firme como una gelatina frutal. Pero ella está bastante entera aún, recuerda, oye y ve todo, y eso la convirtió en peligrosa, según ella dice. ¿Qué puede ver u oír? Peligroso para quién, en este lugar terminal, aislado de la realidad.

En la lucha por no resignarse a estar donde está, ella encontró la fuerza para resistir. Para no rebajarse, nunca ha compartido nada con las demás. Porque las otras son las viejas que no pueden más, las que desvarían. Y ella no entiende por qué la dejaron ahí.

Se fue acostumbrando a quejarse sin abrir la boca, en silencio: por la comida escasa y desabrida, por los sordos que gritan, por la poca luz, por las descomposturas y retorcijones, por la limpieza inexistente, por todo, por nada. También se queja por no poder hacer lo que se le venga en gana, por las normas, por los horarios, por la organización férrea que marca ducha y cambio de ropa los martes, jueves y sábados.

Y además afuera está el virus que como el pecado acecha a todos en la luz, en la oscuridad, entre los árboles añosos que cercan la casona, en cualquier lugar.

Algunas veces desea, se permite hacer proyectos, de salir, de volver a su casa, a su trabajo cotidiano. Otras veces la paraliza el terror a los drones que filman a través de los vidrios sucios de las ventanas eternamente cerradas, a las cámaras que custodian como figuras mitológicas la entrada y la salida, a los micrófonos que todo lo oyen, a las máquinas que graban en video multicolor sus pensamientos.

Golpean otra vez. Quizá solo sean los de sanidad, que bajarán de su camioneta y enfundados en sus trajes de brillante plástico blanco tomarán la temperatura de cada una, llenarán las planillas y se retirarán antes de contagiarse. No del virus, sino de algo aún peor: la angustia de no saber para qué vivir.

Las demás, sus compañeras, se sientan como siempre en sus sillas pegadas a la puerta y esperan, y esperan la llegada de algún pariente con una orden de salida. Y mientras esperan se hamacan, y miran a través de los vidrios, inclinando la cabeza, entrecerrando los ojos, para ver el auto que trae el salvoconducto liberador. Esperan y gritan en silencio la desesperación de intuir que es inútil. Se tranquilizan con la llegada del reparto de la verdulería, o del supermercado. Esa llegada que asegura de una forma primaria la subsistencia, y es la prueba de que todavía existe un afuera, una esperanza.

Adentro no es tan duro como parece, hay un orden, un horario a las 9 hs. desayuno, 13 hs. almuerzo, descanso hasta las 16 hs., 17 hs. merienda, cena a las 19 hs., un menú semanal que asegura la ingesta de los nutrientes necesarios, un pastillero individual con los remedios correspondientes. Y hasta un médico asiste algunos días para certificar la supervivencia. Porque lo único importante es eso: sobrevivir al día de hoy para llegar a mañana.

Y ella entendió cuál era la única manera de salir, solo demoró un par de días en darse cuenta y desearla.

Golpean a la puerta otra vez.

Quizá sea una vieja nueva, a la que habrá que mostrarle los lugares, explicarle la organización, quitarle las esperanzas.

Quizá sea la parca para cumplir el deseo de alguna.

La niña Herida - Ana María Mondino

Cuando nació la niña hubo fiesta en el cielo con un big bang de estrellas. Una sopa tibia de embriones fue su primer alimento y su reino simiente de vida. Pequeños seres surgieron de las aguas que la niña, mágica y perfecta, fue poniendo a cada uno en su lugar, estableció las leyes, repartió plumas, escamas, lana, pelos uñas y dientes. Esparció las semillas de los bosques y amontonó la arena en los desiertos. Dio libertad para adaptarse siempre dentro del orden establecido, pero un día alguien rompió el cristal y superó el límite.

La pequeña casa sobre la barranca del rio a la vera del monte era el refugio de aquel hombre solitario que cada día desde muy temprano por el sendero zigzagueante entre los arboles llegaba a su trabajo en la plantación de frutales de don Julián.

Este hombre amaba los animales, nunca mató alguno de ellos. Se alimentaba de vegetales que él mismo cultivaba en una pequeña huerta junto a la casa, el bosque le proveía de hongos, raíces, frutos y plantas que completaban su dieta. Un manantial cercano que vertía su agua en el rio fue su abrevadero natural como el de tantos animales que acudían allí a beber.

Un atardecer de primavera al regresar de la plantación el hombre se bañó en el rio, luego colgó la hamaca entre dos árboles y se acostó mientras en el horizonte lejano la luna llena se elevaba majestuosa sobre el río y los grillos iniciaban su concierto enamorado, entonces cerró los ojos y se rindió al hechizo del momento.

Cual fantasma de la noche vio el hombre a una niña triste que lloraba lágrimas de rocío, sus cabellos se enredaban en las hierbas, su vestido iluminado por la luna parecía de espuma y sus ojos brillantes por el llanto semejaban el color del mar.

     Las aves nocturnas repetían sus sollozos que acompañaban el suave susurro de las hojas.

EL hombre se acercó y enlazándola por la cintura la abrazó con ternura, ella apoyó la cabeza en su hombro y habló en su oído “ya no quedan seres como tú “. Y se amaron bajo la blanca luz de la luna, se amaron sobre un colchón de hierba perfumada oyendo junto al fluir del río la serenata de los grillos, las ranas y los sapos. Se amaron acariciados por la brisa fresca de la noche al amparo de los árboles. Y, abrazados, emprendieron el vuelo sobre el mundo. Vieron animales hambrientos desfallecer sin encontrar alimento, vieron ríos secos y miles de peces muertos, vieron enormes manchas oscuras y aceitosas extenderse sobre la superficie de los mares, vieron bosque y selvas destruidos, vieron enormes chimeneas ennegrecer el cielo con pestilentes humaredas, vieron bombas destruir ciudades y una humanidad entristecida.

El hombre despertó cuando el primer rayo de luz y el trinar de las aves anunciaban el nuevo día, miró hacia el bosque y creyó ver una etérea figura internarse en la espesura.

La máquina avanzó directa sobre aquel árbol centenario. El gigante cayó mientras allá lejos los hielos dejaban de ser eternos y los mares lloraban sus habitantes perdidos.

El grito de la niña herida se elevó en el cielo, rebotó en las montañas y deshecho en miles de ecos llegó a los confines, fue entonces que ejércitos invisibles salieron a defender a su soberana y su reino.

Y el enemigo sucumbió.

 

 

La cosa - Alejandro Zubiaur

         La gigantesca nave nodriza apareció de la nada, atravesando el agujero de gusano que ella misma había generado. Al llegar a la distancia de aproximación sus motores cuánticos redujeron el impulso hasta lograr una velocidad de  apenas una fracción de warp. La computadora había efectuado todos los cálculos para entrar en una órbita alta alrededor del planeta Radeon X39.

En sus viajes de exploración del espacio profundo la misión actual era simple: estudiar una señal de fotones que se emitía en forma periódica desde la superficie.

Según los protocolos establecidos en su programación la computadora inició la reanimación de un equipo básico de personal: un par de biólogos, un astrofísico, un médico, un encargado de comunicaciones, un astronauta y personal de mantenimiento para reparaciones menores.

La Cosa había notado a Eso que había surgido desde lo profundo del espacio y que no solo se le había acercado, sino que ahora giraba a su alrededor, orbitando sin acercársele, dando vueltas una y otra vez. El sentirse observada, estudiada, le había despertado emociones, necesidades, que dormían hacía mucho tiempo. Por donde Eso pasaba, ella sentía algo que por fuera se parecía a un cosquilleo, un rascado suave, que la reactivaba, que la ponía ansiosa pero que también escarbaba en su interior, en sus entrañas, buscando, analizando, generando sensaciones que, si bien no le disgustaban, no terminaba de entender. Sentía una necesidad imperiosa de moverse, de estirarse como si recién se despertara. También percibió que de Eso se desprendía algo más pequeño, que luego de dar unas vueltas se le aproximó, rodeado de un fuego de calor insoportable hasta que finalmente se apoyó en ella. Como ya no echaba calor, la Cosa lo pudo estudiar en detalle: dentro de ese caparazón rígido se movía otro algo más pequeño apetitoso y abundante en proteínas.

Él volvió a mirar la ilimitada extensión rosa coral a través del Duraplex de la escotilla. Computadora, informe condición del aire exterior, ordenó. En cuestión de segundos escuchó el nuevo informe con los datos: temperatura, humedad, porcentaje de oxígeno, hidrógeno, hidróxido de cloro. La composición y características eran sin duda compatibles con la vida. Sin embargo, lo incomodaba la idea de salir.

Desde la nave nodriza los chequeos y escaneos con sensores de largo alcance habían sido minuciosos: se había escudriñado cada metro cuadrado, se verificó con los espectrómetros de masa la composición de la superficie y de una capa de hasta diez kilómetros de profundidad. En los informes la computadora no detectó nada raro, de hecho, quizás lo extraño fuera que la materia que formaba el planeta era homogénea. La presencia de algunos montículos de metales raros en la superficie se debía seguramente a meteoritos. No se detectaron lagos ni mares, tampoco agua en forma líquida o sólida bajo la superficie. No se detectaron formas de vida en base a compuestos del carbono ni del silicio. Únicos elementos que por su cantidad de enlaces permiten la múltiple combinación necesaria para generar moléculas complejas, según el informe de la computadora. La superficie era estable, no presentaba fisuras ni cavernas ni montañas. Y a pesar de todo eso él desconfiaba, desconfiaba de esa superficie rosa gomosa que le recordaba a no sabía qué.

Se terminó de colocar el traje, cerró el casco lo presurizo, repasó las conexiones de datos, el enlace de audio con la computadora, con la nave nodriza y cerró la esclusa interna. Computadora, sellar compuerta interna.

Parado delante de la escotilla exterior se aprestó a salir. Con la mano aún en la palanca de apertura dio un último vistazo, todos los indicadores en verde, y recordó su frase favorita, que como mantra de la buena suerte repetiría al bajar.

El siseo del aire al salir a través de la compuerta abierta fue breve, un salto y se posó sobre la superficie. “Un pequeño salto para el hombre, un gran paso para la humanidad”.

De inmediato supo que algo andaba mal, no podía levantar el pie, la superficie rosa gomosa era viscosa, pegajosa y blanda, como un… Y entonces se acordó de cuando era chico y mascaba sin parar, y casi al mismo tiempo delante de él se formó una especie de burbuja gigante que creció y creció como un inmenso globo que reventó, y él quedó atrapado, inmovilizado, en esa cosa pegajosa que lo cubrió y lo tragó sin darle tiempo a pensar.

Desde la nave nodriza vieron con espanto cómo una descomunal erupción rosa se dirigía hacia ellos, a la vez que desaparecía toda señal desde el planeta. Ni los radiofaros del módulo de desembarco ni los del traje espacial del astronauta aparecían en los sensores. Antes de poder intentar el escape, la erupción tocó la nave y reventó envolviéndola con ese pegote. Y a pesar de sus motores cuánticos, la nave fue arrastrada irremediablemente al planeta, que de un solo bocado se la tragó.

La Cosa rosa golosa se relamió otra vez, algunos ciclos solares después las estructuras metálicas, retorcidas, semidigeridas, aflorarían en la superficie de su cuerpo. Posiblemente funcionara alguna de esas lucecitas que siempre atraían más de esas cosas voladoras con un relleno riquísimo.