miércoles, 12 de enero de 2022

Asilo - Alejandro Zubiaur

     

Golpean a la puerta, son las 11 hs. de la mañana. Afuera el sol tibio seca el rocío del césped que rodea la antigua casona. Adentro se puede ver caminando ida y vuelta por el pasillo a esa mujer que sorprende con su desamparo, aislada por esas rejas de hierro forjado en monótonos cuadrados, por su locura, por el odio de sus hijos.

De sus compañeras, unas pocas, se preguntan cuál habrá sido la razón de su ingreso a esta residencia donde ya todas saben que se entra de distintas maneras pero se sale solo de una.

Vuelven a golpear a la puerta. Quizá sea el servicio de emergencias, en el interior sobran los casos que requieren asistencia psiquiátrica, como lo demuestran las noches pintadas de gritos y aullidos. Algunas de las residentes, las de espíritu más frágil, no soportan esta realidad tan poco firme como una gelatina frutal. Pero ella está bastante entera aún, recuerda, oye y ve todo, y eso la convirtió en peligrosa, según ella dice. ¿Qué puede ver u oír? Peligroso para quién, en este lugar terminal, aislado de la realidad.

En la lucha por no resignarse a estar donde está, ella encontró la fuerza para resistir. Para no rebajarse, nunca ha compartido nada con las demás. Porque las otras son las viejas que no pueden más, las que desvarían. Y ella no entiende por qué la dejaron ahí.

Se fue acostumbrando a quejarse sin abrir la boca, en silencio: por la comida escasa y desabrida, por los sordos que gritan, por la poca luz, por las descomposturas y retorcijones, por la limpieza inexistente, por todo, por nada. También se queja por no poder hacer lo que se le venga en gana, por las normas, por los horarios, por la organización férrea que marca ducha y cambio de ropa los martes, jueves y sábados.

Y además afuera está el virus que como el pecado acecha a todos en la luz, en la oscuridad, entre los árboles añosos que cercan la casona, en cualquier lugar.

Algunas veces desea, se permite hacer proyectos, de salir, de volver a su casa, a su trabajo cotidiano. Otras veces la paraliza el terror a los drones que filman a través de los vidrios sucios de las ventanas eternamente cerradas, a las cámaras que custodian como figuras mitológicas la entrada y la salida, a los micrófonos que todo lo oyen, a las máquinas que graban en video multicolor sus pensamientos.

Golpean otra vez. Quizá solo sean los de sanidad, que bajarán de su camioneta y enfundados en sus trajes de brillante plástico blanco tomarán la temperatura de cada una, llenarán las planillas y se retirarán antes de contagiarse. No del virus, sino de algo aún peor: la angustia de no saber para qué vivir.

Las demás, sus compañeras, se sientan como siempre en sus sillas pegadas a la puerta y esperan, y esperan la llegada de algún pariente con una orden de salida. Y mientras esperan se hamacan, y miran a través de los vidrios, inclinando la cabeza, entrecerrando los ojos, para ver el auto que trae el salvoconducto liberador. Esperan y gritan en silencio la desesperación de intuir que es inútil. Se tranquilizan con la llegada del reparto de la verdulería, o del supermercado. Esa llegada que asegura de una forma primaria la subsistencia, y es la prueba de que todavía existe un afuera, una esperanza.

Adentro no es tan duro como parece, hay un orden, un horario a las 9 hs. desayuno, 13 hs. almuerzo, descanso hasta las 16 hs., 17 hs. merienda, cena a las 19 hs., un menú semanal que asegura la ingesta de los nutrientes necesarios, un pastillero individual con los remedios correspondientes. Y hasta un médico asiste algunos días para certificar la supervivencia. Porque lo único importante es eso: sobrevivir al día de hoy para llegar a mañana.

Y ella entendió cuál era la única manera de salir, solo demoró un par de días en darse cuenta y desearla.

Golpean a la puerta otra vez.

Quizá sea una vieja nueva, a la que habrá que mostrarle los lugares, explicarle la organización, quitarle las esperanzas.

Quizá sea la parca para cumplir el deseo de alguna.

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