Golpean a la
puerta, son las 11 hs. de la mañana. Afuera el sol tibio seca el rocío del
césped que rodea la antigua casona. Adentro se puede ver caminando ida y vuelta
por el pasillo a esa mujer que sorprende con su desamparo, aislada por esas
rejas de hierro forjado en monótonos cuadrados, por su locura, por el odio de
sus hijos.
De sus compañeras,
unas pocas, se preguntan cuál habrá sido la razón de su ingreso a esta
residencia donde ya todas saben que se entra de distintas maneras pero se sale
solo de una.
Vuelven a golpear a
la puerta. Quizá sea el servicio de emergencias, en el interior sobran los
casos que requieren asistencia psiquiátrica, como lo demuestran las noches
pintadas de gritos y aullidos. Algunas de las residentes, las de espíritu más
frágil, no soportan esta realidad tan poco firme como una gelatina frutal. Pero
ella está bastante entera aún, recuerda, oye y ve todo, y eso la convirtió en
peligrosa, según ella dice. ¿Qué puede ver u oír? Peligroso para quién, en este
lugar terminal, aislado de la realidad.
En la lucha por no
resignarse a estar donde está, ella encontró la fuerza para resistir. Para no
rebajarse, nunca ha compartido nada con las demás. Porque las otras son las
viejas que no pueden más, las que desvarían. Y ella no entiende por qué la
dejaron ahí.
Se fue
acostumbrando a quejarse sin abrir la boca, en silencio: por la comida escasa y
desabrida, por los sordos que gritan, por la poca luz, por las descomposturas y
retorcijones, por la limpieza inexistente, por todo, por nada. También se queja
por no poder hacer lo que se le venga en gana, por las normas, por los
horarios, por la organización férrea que marca ducha y cambio de ropa los
martes, jueves y sábados.
Y además afuera
está el virus que como el pecado acecha a todos en la luz, en la oscuridad,
entre los árboles añosos que cercan la casona, en cualquier lugar.
Algunas veces
desea, se permite hacer proyectos, de salir, de volver a su casa, a su trabajo
cotidiano. Otras veces la paraliza el terror a los drones que filman a través
de los vidrios sucios de las ventanas eternamente cerradas, a las cámaras que
custodian como figuras mitológicas la entrada y la salida, a los micrófonos que
todo lo oyen, a las máquinas que graban en video multicolor sus pensamientos.
Golpean otra vez.
Quizá solo sean los de sanidad, que bajarán de su camioneta y enfundados en sus
trajes de brillante plástico blanco tomarán la temperatura de cada una, llenarán
las planillas y se retirarán antes de contagiarse. No del virus, sino de algo
aún peor: la angustia de no saber para qué vivir.
Las demás, sus
compañeras, se sientan como siempre en sus sillas pegadas a la puerta y esperan,
y esperan la llegada de algún pariente con una orden de salida. Y mientras
esperan se hamacan, y miran a través de los vidrios, inclinando la cabeza,
entrecerrando los ojos, para ver el auto que trae el salvoconducto liberador.
Esperan y gritan en silencio la desesperación de intuir que es inútil. Se
tranquilizan con la llegada del reparto de la verdulería, o del supermercado.
Esa llegada que asegura de una forma primaria la subsistencia, y es la prueba
de que todavía existe un afuera, una esperanza.
Adentro no es tan
duro como parece, hay un orden, un horario a las 9 hs. desayuno, 13 hs.
almuerzo, descanso hasta las 16 hs., 17 hs. merienda, cena a las 19 hs., un
menú semanal que asegura la ingesta de los nutrientes necesarios, un pastillero
individual con los remedios correspondientes. Y hasta un médico asiste algunos
días para certificar la supervivencia. Porque lo único importante es eso:
sobrevivir al día de hoy para llegar a mañana.
Y ella entendió
cuál era la única manera de salir, solo demoró un par de días en darse cuenta y
desearla.
Golpean a la puerta
otra vez.
Quizá sea una vieja
nueva, a la que habrá que mostrarle los lugares, explicarle la organización,
quitarle las esperanzas.
Quizá sea la parca
para cumplir el deseo de alguna.
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