miércoles, 12 de enero de 2022

Hombres de fuego - Elida Cantarella

 

Inglaterra, 1828

Objetivos de la misión: realizar relevamientos cartográficos.

Así reza en las páginas oficiales. Aunque son variados los intereses que mueven a estos hombres en la exploración de costas y territorios. La nave se  alista para la travesía oceánica.

No es común que las mujeres integren una dotación expedicionaria.

Irina lo sabe. De regreso de una excavación en el Nilo discute con su padre. Es la hija del capitán y está segura de convencerlo. El equipo de tierra necesita los servicios de un geólogo.

Es mujer, eficiente y aventurera. No encuentra otros  impedimentos que no sea vestir ropas masculinas y fraguar un nombre. Sin lograr el cometido se queda en Plymouth a la espera de un nuevo destino. 

 

Tierra del Fuego, 1829

Temida y bella. Cubierta por nieve y glaciares.

Paisajes de agua, cortados por cinturones de bosques, descienden hasta bahías y estrechos, solo interrumpidos por el paso de algún ventisquero.

Una pendiente escarpada se precipita en el canal Onachaga.

El bergantín surca los canales fueguinos. La tripulación se enfrenta a los “Hombres de barro”. Desnudos. Cubiertos por una maraña de pelos. Profieren gritos, más parecidos al animal que a seres humanos. Se cubren con pieles de nutrias o trozos de cuero. Se mueven en canoas, bajo persistentes lluvias, construidas con maderas endebles. El agua que cae, unida a la que salpican los remos, resbala por cuerpos curtidos.

Los expedicionarios tienen ante sus ojos los más bellos fiordos. Los glaciares desaguan y entierran sus lenguas en el fondo del mar. Pero les temen a las borrascas y al azote de los vientos.

Al indígena lo compran con un botón de nácar. Con artimañas y promesas cargan en las naves hombres, niños y mujeres.

 

Inglaterra, 1832

Después de meses de luchar contra oleajes embravecidos, la nave fondea en el puerto de Plymouth. Irina espera a su padre. La embarcación queda en el amarradero. Algún que otro mercader se hace cargo de los fueguinos.

A la arqueóloga no le es indiferente la presencia de mujeres. Mucho menos cuando tiene ante ella a un apuesto joven de tez morena. En completo silencio regresan a la casa. Ella sabe del cansancio de su padre, y él sabe la razón del silencio de su hija.

En días sucesivos, cada huésped encuentra una finalidad asignada.

Irina retoma la comunicación con su papá. Pide un informe detallado de los visitantes. El capitán prioriza el costado humano, gente necesitada de socialización y trabajo. Irina le propone que lleve al muchacho. En la casa hace falta un jardinero.

Los yámanas son presentados en sociedad. Rasgos físicos desproporcionados, baja estatura y un lenguaje primitivo provocan la sorna del europeo. La viruela los persigue y los voltea. Algunos no vuelven al lugar donde brilla la Cruz del Sur. 

El joven Tewesh, de la tribu de los onas, es conducido a las afueras de la ciudad. Lo esperan rosales con pulgones y  poda de arbustos.

Pronto establece con Irina un acercamiento más allá de lo laboral. Relación que el padre no ve con buenos ojos. A Irina mucho no le importa. El fueguino siente más que respeto por ese hombre, le teme. La muchacha, lejos de imaginar el comportamiento del hombre blanco en tierras australes, le resulta algo exagerado el temor de Tewesh.

Los demás nativos son objeto de estudios. Resulta muy significativo que en una misma comarca convivan etnias tan desiguales. El ona es admirado como un  Hércules. Esbelto, de gran agilidad, altura promedio de un metro ochenta en el hombre, algo menor en las mujeres. Porte que acentúa la altivez y la arrogancia.

 

Inglaterra,  1834

Ante el temor de más muertes y persecuciones endémicas, en la población fueguina, se prepara un nuevo viaje para retornarlos al lugar de origen.

Irina, sabiendo la respuesta de su padre, prepara en secreto el equipaje. Esta vez será de la partida.

El horario nocturno del embarque juega a favor en los planes de la chica. Al padre no le parece mal que su hija despida al jardinero. Siente alivio por el fin de una pesadilla.

Después de romper amarras, la proa del barco enfila hacia el Atlántico. El mar y los ánimos se calman. El capitán tiene todo bajo control, solo que ha perdido de vista al apuesto Tewesh. El maestre se encarga de buscarlo. No lo encuentra en el compartimento asignado a los indígenas. Nadie sabe de él. Después de muchas indagaciones pasa el informe al capitán. El timón queda en manos de un auxiliar y sale en su búsqueda, no sin antes proveerse de un arma. Recorre los lugares ya recorridos. Desciende a la bodega. La puerta está trabada. La golpea y no se abre. Con la ayuda de una barreta logra derribarla. Detrás de las estribas y envueltos en mantas ve dos cuerpos. A él lo reconoce enseguida. No puede entender que  la que está en los brazos del indio es Irina. Apunta el arcabuz en la cabeza del joven. La muchacha es más rápida y se le tira encima cubriéndolo.

Al amanecer del nuevo día, tres cuerpos son arrojados al mar.

 

Tierra del Fuego, 1880-1910

Los colonizadores extinguen las últimas reservas autóctonas. Por más que los nativos se atrevan a convivir con mamíferos en grutas excavadas por el mar, alejados de la codicia, lejos del verdugo, son cazados como animales.  Algunos se internan en los bosques. Pero hasta allí son  perseguidos por los cazadores de indios. El estanciero paga una libra por testículo y senos, media por cada oreja de niño.

Los sobrevivientes del genocidio son trasladados a una isla. El lugar pertenece a una orden religiosa.

 Luego de veinte años solo queda un cementerio. Las cruces recuerdan a los hombres de fuego en una tierra de hielo.

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