miércoles, 4 de abril de 2018

Cerrar los ojos y... pisar la luna - Roberto Arietto


Uno, dos, tres pasos eran los que necesitaba para llegar hasta el ventanal, el enorme ventanal que abriéramos para admirar las alboradas explosivas del verano y las sosegadas del invierno. Una vez allí un clic bastaba para que las persianas ascendiendo dejaran asomar poco a poco el jardín, el tapialcito y de allí en más el espejo de agua dorado, ondulante y amenazador.
Acomodada en el diván Sila aguarda paciente mate en mano que yo, tras tomar asiento, diseñe la agenda correspondiente al día de hoy, y no es tarea fácil teniendo en cuenta la situación extrema que soportamos. Nunca imaginamos llegar a este trance habiendo palpado las mieles del éxito y descontando un futuro prometedor.
El agua había llegado para quedarse, para conquistar, para arrasar. Al principio sobrevenían las crecidas tres o cuatro veces al año y fueron asumibles mientras afectaron a las riberas y los bajos circundantes. Cuando la alerta convirtió los costes en desorbitados para las arcas locales, llegaron los proyectos tímidos vinculados a la suerte divina y el capital para emergencias o catástrofes.
—Sabés flaca, por las noches convoco al sueño recordando las historias de familia que contaba la abuela cuando éramos chicos. Pobre mujer apenas si atendíamos a sus relatos, pero quien lo diría, de alguna manera permanecieron en un segundo plano para aflorar ahora y quizás servir de acicate a este "no saber quehacer".
—Contame, el terapeuta fue uno de los primeros en escaparse, tomá su lugar y dame esperanzas.
—Bien, te cuento. Imaginate a la anciana amoldada en el sillón comenzando el relato con detalles de cierto contenido romántico. Más o menos así:
"El fin de abril del novecientos diez teñía los alrededores de la casona con un amarillo imponente. Las carreras por los senderos arrancaban al paso el penetrante amargor de las retamas y las florcitas, recogidas con esmero, acabarían en la diadema con que realzar los quince años transitados felizmente por Ana; rodeada de su familia y amigos. No se podía quejar, Manuel, su padre un eminente y prometedor empresario; su madre, concertista de piano solicitada y admirada; su hermano mayor, inmerso en la carrera de medicina; y su hermana, abocada a la pintura. Nada podía envidiar y de momento se disponía a disfrutar de la fiesta que por excepcional esta vez la celebrarían en el Casino de la capital.
Al acontecimiento había llegado desde las argentinas su padrino, vecino y amigo inseparable de su padre que, tras emigrar a finales del diecinueve había hecho fortuna al sur de Santa Fe. Desde el mismo momento de la llegada de Cosme todos estuvieron sometidos a las loas y alabanzas vertidas por él para con la tierra de promisión, invitando al personal a probar por sí mismos las mieles de la aventura y la prosperidad.  
Las intenciones de don Cosme estaban puestas en mostrar el nuevo mundo a Ana como regalo de cumpleaños, insistió día y noche ante la familia para que cedieran a la pretensión de alojarla un mes en la chacra de Santa Fe, mostrarle Buenos Aires, la asombrosa pampa y todas aquellas maravillas. Los padres de Anita cedieron a las peticiones de Cosme, creyeron que no debían privarla de un par de meses de vacaciones bien merecidas.
La decisión fue tomada una tarde en presencia de la beneficiada, don Cosme atosigando, los padres complaciendo y los hermanos envidiando.
Anita embarcó en Vigo a los quince días en compañía del matrimonio, atrás quedaban terruño y familia, por delante veinte días de travesía. Tras la llegada a la estancia también quedaban atrás los buenos modales, como primera medida: presentarle a las tres criaturas que de allí en adelante serían su sombra y responsabilidad, sobre la cama el uniforme y el decálogo de la buena niñera; el contacto con su familia únicamente por intermedio del matrimonio y el tiempo libre, si lo había, para lavar y planchar.
Unos largos años de esclavitud durante los que don Cosme, sustituyéndola, remitió cartas a España derrochando felicidad por doquier y agregando siempre un Peso dentro del sobre como muestra de abundancia y disfrute. Las cartas que llegaban de España para Ana siempre terminaban en la hoguera. La pobre, educada en la obediencia extrema, sentía tal vergüenza que fue incapaz de pedir auxilio o de huir tan siquiera. La tristeza y el abatimiento la sumergieron en una apatía vital que terminó afectándola físicamente, pero nunca hasta el punto de abdicar ante el cruel matrimonio".
»Mirá que ganas de vivir ante tanto avatar indeseable, pero ahí no quedaban las cosas, había otro más:
"Francisco abandonó los montes de León antes de que lo reclutaran para la guerra de África, la sangría de jóvenes que significaban las continuas levas para una muerte segura en el desierto lo llevó a buscar alternativas de supervivencia. Había optado por abandonar España con destino a la tan mentada Argentina. La huida silenciosa y precipitada lo encontró con lo puesto camino de la costa atravesando Galicia pero eso si con un objetivo claro, embarcar en el Frankfurt tras la escala en Villagarcía, al abordaje y en connivencia con el capitán sobornable.
Veintitrés días de travesía lo volcaron en Buenos Aires, las amistades hechas en el viaje lo ayudaron para superar los primeros momentos y ya más suelto en el proceder comenzó a moverse en busca de las oportunidades que se presentaban a miles. Brazos siempre hacían falta en el campo, y por esas cosas del destino fue a caer para la cosecha a las tierras de don Cosme el hacendado, en Santa Fe.
Rápidamente, hombre joven, le echó el ojo a la frágil Anita que apenas se despegaba de las criaturas y eludía cualquier trato con extraños, ya que no estaban permitidas las relaciones sin consentimiento dentro de sus tareas. Francisco no cesó en su empeño y buscaba cualquier ocasión para cruzar unas palabras, casi siempre sin encontrar respuesta, sin obtener ni una sonrisa apenas. Se enteró de la situación por la que pasaba la pobre Ana por boca de una cocinera que había trabajado el año anterior para Cosme. Al tanto del drama Francisco buscó el momento adecuado para entablar una conversación con ella, lo consiguió una primera vez y esto supuso encontrar de allí en más momentos que se fueron haciendo habituales y buscados con deseo.
No tuvo mucho que pensar acostumbrado a las decisiones límites, se plantó el tipo ante don Cosme con un ultimátum simple y acordado con Anita: «O la deja salir ya mismo de esta casa conmigo, o mañana sale una carta para casa de don Manuel en España contando la situación a la que tiene sometida a su hija». Creo que solo hizo falta una segunda visita y esta ya fue con un "38" de por medio, pero lo consiguió."
»Se casaron, no sé si felizmente ya que ella nunca quiso que nadie de la familia se enterara de lo pasado, lo sufrió toda la vida, ni quiso saber de la muerte de los padres ni el destino del resto de familia lejana. Eso si mano a mano con Francisco trabajaron por el país de acogida como nadie, criaron hijos, vieron nietos, bisnietos y prosperaron.
—¿Qué? —exclama Sila que ahora se peina hacia atrás los cabellos con los dedos de ambas manos y suspira profundamente como si faltara el aire—. ¿Y esos son parte del bagaje sanguíneo que corre por tus venas?
—Ves, no todo es dulce lo que corre a borbotones por mis venas azules. Pero tengo más para que te sirva de ejemplo.
— Ansío oír. —responde.
Entretanto fuera el cielo se torna naranja tras el ventanal y los reflejos en las ondulaciones del agua alternan entre el violeta y plata. Allí sentados no somos capaces de imaginarnos en otro sitio que no sea este, el de antes y el que creíamos para siempre. Nuestros padres hacen lo imposible por inyectarnos dosis de optimismo recordando el ansia de superación innata que habita en los descendientes de las mareas emigrantes que poblaron el país. No lo vemos claro, ni nos aflora ese espíritu imbatible y avasallador.
—Te cambio de país y situación, esta vez por parte de madre. —Le digo a Sila que incrédula hace lo posible por prestar atención—. El bisabuelo Enrico, sale del Piamonte con dieciocho añitos y cinco amigos, embarcan en Génova, tiene todo organizado en mente ya que medio poblado se encuentra asentado en Córdoba y lo esperan ansiosos. El viaje no es barato y le lleva casi todo el capital conseguir un sitio en tercera; la travesía para gente de interior es pésima, los mareos, los vómitos, la sal. En la escala de Marsella suben tres matones con siete chicas destinadas al trabajo carnal en el cono sur. Para que decir que tanta feromona rondando las bodegas hacinadas tenían que terminar con el blindaje de la Milieu, y nada más superar el estrecho los tres tipos desaparecen por la borda. Las chicas confraternizan y Eliette se rinde a los encantos de Enrico. Desembarcan en Montevideo por evitar tropiezos inesperados y apelando a los restos del capital en una semana consiguen arribar a San Francisco por caminos secundarios. Allí Enrico aporta sus conocimientos de tusador de primera aplicados a peluquería, para una comuna ítaloparlante receptiva; ella el encanto, el glamour y un francés empalagoso. Juntos abren el primer salón Coiffeur "El barbero de Sevilla", barbas, cabellos, muelas, masajes, tónicos, llevaron la prosperidad ansiada a la pareja y su prole, que en número de nueve alegraron sus días. ¿Sabés una cosa? En San Francisco solo se hablaba piamontés hasta la llegada de Eliette y su francés dulce; y en el resto del país el castellano era un idioma relativamente minoritario. No te parece increíble flaca.
—Y pensar que ahora necesito un profesor particular para los idiomas, y un terapeuta que me muestre el camino dulce de la emigración. No voy a ser capaz.
—Eso descartalo, y mientras llegan los viejos haré un último intento por impregnarte del espíritu aventurero. De pequeñitos solíamos asistir a casa de la abuela Bernarda para sus cumpleaños, fueron ciento diez añitos los que vivió, y tanta familia, tanta bebida y más comida, llevaban al éxtasis a la marabunta que alzando las copas brindaban al unísono con un sonoro: "¡Cerrar los ojos, y... pisar la luna!, ¡Cerrar los ojos, y... pisar la luna!" una y otra vez, nunca supe cómo encajaban tanto alcohol. A esa edad al brindis lo tomábamos como una frase amable y quizás con algún contenido folclórico, con el tiempo llegado el momento del relevo generacional fui instruido en el espíritu del mantra aquel.
—¿Me lo vas a revelar?
—Por supuesto. Había algo en lo que todos coincidían y era en que el acto en si de emigrar era el resultado de una situación "anómala", quizás sea esta la palabra que englobe mejor lo heterogéneo del hecho. Tras esa coincidencia buscaron definir la sensación del momento, para ello fueron eliminando puntos de referencia variables que les recordase lo dejado atrás; el sol lo primero, el mapa estelar diferente al suyo después, por fin la coincidencia llegó con la luna y ese halo romántico que la persigue; que mejor manera de agradecer a la suerte que en el momento justo: Cerrar los ojos, inspirar profundamente e imaginarse dando un primer paso en la luna. Así aseguraban llegar a sentir la sensación de ingravidez invadirlos, el bienestar, la felicidad y sobre todo la certeza en el paso dado. —Sila mantenía clavada la mirada en mí esperando algo más—. ¡Se acabó flaca! —sentencié, ya que pasados los treinta minutos y como todos los días, la bola incandescente sin llegar a completarse comenzó a ser engullida por la niebla espesa, que al mediodía se transforma en cielo encapotado, para cerrar en la media tarde el tan mentado ciclo del agua. Día tras día. 
— ¿Cuánto marca hoy? —pregunta abatida. Me levanto y voy hasta el ventanal desde donde diviso el bordón graduado.
—Cinco más... esto no da más, hay que ir preparándose.
Llevábamos un año retrasando la decisión, ahí todavía éramos unos doscientos supervivientes, primero cerraron las cerealeras ya que el agua estaba presente por doquier, más tarde los ganaderos y cuando el líquido elemento conquistó las rutas para no abandonarlas, les tocó el turno a las fábricas. El efecto dominó arrastró sin piedad a casi todos, en el primer momento fue como una estampida humana, fugaz, con lo puesto.
Los que decidimos quedarnos confiando en lo pasajero del desastre quizás temíamos a lo desconocido. Pertenecíamos a una generación que ignoraba la actitud con que enfrentarse a estas circunstancias, sabíamos que el país se había hecho grande gracias a que otros lo dejaban todo para labrar futuro, lo sabíamos, pero lo veíamos lejano, no dejaban de sonar en nuestros oídos como simple folclore extranjero o cuentos de la abuela para dormir los nietos.
—Ahí vienen tus viejos —dijo Sila señalando la lanchita que se acercaba a la puerta de reja—. Traerán los papeles.
Las aguas campaban a sus anchas por el territorio, la cordillera y algo del centro del país asomaban desafiantes, pero con las grandes ciudades desaparecidas y las pocas posibilidades de asentamiento en seco con futuro, las oleadas de gentes eran caóticas. El viejo invirtiendo todos los ahorros nos había conseguido sitio en un barco lombricero que zarpaba desde los amarres del desbordado Paraná con destino a Namibia; lo que era un desierto sufría cambios acelerados y no había tiempo que perder.
Imposible dejar atrás como si nada todos estos años y toda nuestra gente, probablemente se mantendrán siempre alerta los aromas inconfundibles, los sitios imborrables y las anécdotas que, surgiendo entremezcladas con vivencias diarias nos harán dudar sobre el presente. A pesar de todo confiamos en disfrutar del momento de cerrar los ojos y pisar la luna como nadie lo hizo nunca.  
—Flaca, vamos. —Sila saltó del sillón, levantó la vista al techo abrió los brazos como para abarcar lo más posible antes de la partida y comenzó a recorrer la casa besándolo todo, paredes, muebles, cuadros; de todo se despedía con un desgarro extremo—. ¡Venga, dejalo, ya está! —Agarré la valija y la mochila, los papeles los aseguré en el bolsillo interior del abrigo. Me costó hacerla subir al bote y más todavía lograr que dejara de chapotear como queriendo volverse. Por fin entre gemidos y un mar de lágrimas pudo mirar al frente y decirme:
—No te rías pelotudo, no ves que con tanto llanto no puedo cerrar ni los ojos, a ver si por culpa de esto aterrizo en una luna de Júpiter.
La abracé con fuerza en la proa del bote compartiendo lo incierto, atrás el viejo al motor esbozaba una sonrisa complaciente y la vieja permanecía sencillamente muda.    

Extraño fruto - Elida Cantarella


Aquella mañana, ni bien despuntaba el alba, el alboroto de una compañía  estatal le perturbó el sueño. Abrió la ventana y observó con curiosidad el despliegue de operarios, maquinarias y equipos que se desplazaban en las inmediaciones de su chacra. Se vistió con premura y mascullando incertidumbre fue al encuentro de aquellos hombres. El encargado del operativo le mostró una identificación y el papel que lo acreditaba para realizar una serie de estudios en la propiedad. Con  mezcla de disgusto y contrariedad  permitió el ingreso de los “invasores”. Fue testigo de mediciones y perforaciones en los terrenos. Al anochecer se despidieron y le notificaron que a la brevedad se le informaría sobre los resultados de los estudios realizados en la jornada.
Cuando llegó la cedula de expropiación de las tierras se reveló atrincherándose en el interior de la finca, desde donde disparaba rosarios de improperios y amenazas. Esa actitud fue tomada como una rebelión y se ordenó un procesamiento judicial. 
Fue así como Don Francisco Giovanoni tuvo que comparecer ante un tribunal encargado de dictaminar justicia. Se lo juzgaba por el delito de resistencia a las autoridades. Las declaraciones del viejo inmigrante se basaban en sus derechos sobre la propiedad y todo elemento constituido en el perímetro de sus tierras. El notario público no lograba hacerle entender que, ante tal hallazgo, debía vender los terrenos al fisco. Un martillero, perteneciente al erario nacional, triplicó la suma de dinero para resarcir a Francisco Giovanoni.
Familiares del imputado y público en general recibieron con beneplácito la conveniencia de dicha transacción. Pero…el obstinado Don Pancho no daba el brazo a torcer y elevó su voz: - “pero hombre, si ella me ha acompañado desde mi tierra natal, ¡era tan chiquita! En frías noches de invierno la abrigué y la cuidé para que las heladas no la vencieran. Si hasta me esperó con los brazos abiertos cuando volví a mi pueblo. Y pensar que me  había despedido con un adiós.  ¡Ahora me la quieren arrancar de mi lado! Ella, tan fiel. Vine a la América, señor juez, y en esta tierra prodiga conocí a una argentina que luego fue esposa y madre de mis hijos. Pronto sobrevino la nostalgia por el terruño que había dejado y enfermé. Seguí los consejos de mi médico y regresé a mi patria. En el barco, acunada por las olas del Atlántico, nació mi segunda hija. Allá, se repitió la historia del desarraigo, mi esposa extrañaba su lugar, su tierra, su gente, y emprendimos el regreso. ¿Quién cree usted que me estaba esperando? Ella, vigorosa y radiante. Si hasta cuando entonaba alguna calzoneta y las lágrimas escapaban de mis ojos me abrazaba a ella y me transmitía su energía. Y… allí estaba este duro otra vez en pie, peleando contra las sequías, la paja brava que abría surcos en mis manos, y, de noche dormía con un solo ojo, había que estar alerta ante la visita a los gallineros de los zorros y las comadrejas. ¿Y  usted dice, señor juez, que debo vender mi chacra al Estado? No. No puedo por ella. Es muy añosa, no la podría trasladar, no lo soportaría, moriría en el intento. La traje de mi campiña siendo apenas un retoño. Ahora, con sus años, la pobre se secaría…
…Y ustedes pretenden, a cambio, hacerme ingresar a un mercado inmobiliario que desconozco. No me interesa ser socio accionista del barrio privado “Malibù” que se está construyendo en cercanías de la rotonda. Tampoco me agrada, señor juez, acceder a una residencia dentro del ”country”. Quiero vivir los últimos años de vida en la libertad que me da la apertura de mi chacra, sin guardias, sin seguridad, sin murallas que  tapen el sol.
¡Ustedes contemplan solamente las ganancias a obtener de esos gases que manan al lado de ella!
¿Petróleo? ¡No me vengan con cosas raras!
Yo no sembré semillas de esa especie. Planté olivos, nogales, hice almácigos de alcauciles, coles, alcaparras, pero de petróleo, no. Entonces…¿Cómo harán para recoger sus frutos?
¿Petróleo? ¿Justo al lado de la higuera?
¡No, señor juez! Esos fluidos son el producto de tantas brevas caídas a su alrededor. Bien generosa que fue. Si hasta el color de ese líquido espeso que ustedes llaman petróleo se asemeja al violáceo de la cáscara.   

Los mares de mi abuelo - Elida Cantarella


          Las lágrimas lo acompañaron una vez más. Lágrimas por la cercanía del reencuentro  con lo que había dejado: la familia, su Piamonte natal que lo empujó a otros horizontes, a buscar la tierra para  ver crecer la espiga de la esperanza. La esperanza que se le había negado en su patria, la esperanza enterrada por los fusiles, la esperanza vestida de  miseria y poblada de olor a pólvora, la esperanza oscura que cubría los viñedos.
          Antes de intentarlo sabía que no podría; llevaba en los ojos y en su piel todo el Mediterráneo. Poco le importaban las ollas  medio vacías y los remiendos en  los mamelucos. Él no resistiría los parches en  el alma.  Era el mayor de cinco hermanos y la decisión de su padre fue irrevocable. Aceptó con resignación el precio que debía pagar a cambio de arrancarle frutos a la nueva tierra. Uno menos en la mesa y, si todo iba bien, aguardarían los pasajes que sumarían habitantes al triángulo más austral de la América despoblada de sudores.
          Allí estaba otra vez, frente al mar, con el rostro salobre. El mar y las lágrimas, una constante en su vida. El mar y las lágrimas, y entre ellas se debatía. Lágrimas por lo que no pudo, lagrimas porque de tanto remendar el alma la dejaría hecha jirones y no había medicina para aliviar ese dolor.
          El diagnóstico médico lo alentó a desempolvar la valija de cartón y buscar alguna que otra maleta; a los  mamelucos  se sumaban los batones de su esposa y el tapadito rojo cruzado con botones dorados de Catalina, la niña de dos años. No lo acechaba la incertidumbre ante lo desconocido, enfrentaba otros miedos: el zarandeo del vapor no era el mejor arrullo para el hijo que se movía en el vientre de la mujer. Aunque había uno que lo atormentaba: ¿Su Ángela se adaptaría a otra gente, otra cultura, otra patria? La joven mujer se enfrentaría a ese océano desconocido, cambiaría las planicies por las montañas, dejaría el afecto de los amigos y los padres que fueron a despedirla al puerto de Buenos Aires. Con diecinueve años recién cumplidos intentaría borrar de las retinas los campos ondeados de linos y acostumbrarse a los viñedos y olivares para ayudar a su esposo a salir del abismo de la depresión en que el desarraigo lo había sumido.
         Con lágrimas  emocionadas él, (por volver a su tierra), y de tristeza ella, (por lo que dejaba) caminaron con lentitud por la dársena hacía el barco que aguardaba en las aguas oscuras del Río de La Plata. Ángela nada sabía de barcos y mares, sólo conocía los arroyos  de llanura.  Los ojos se le agrandaron ante la amplitud de ese río.  
          El buque partió con destino al puerto de Génova. Atrás quedaban  los nogales y la vid plantadas por  Pedro, procedían de la  misma aldea, viajaron en el mismo amasijo de inmigrantes. Dejó savia de su tierra en la nueva patria, llevaba sangre joven al viejo continente.
         Después de vencer las batallas a las náuseas y vómitos que  provocaban los sacudones, el mar se calmó  junto a los ánimos del matrimonio. Días y noches entre el cielo y el mar, y al fin, divisaron el puerto. Poco había cambiado desde la partida de Pedro. Ángela avistó la destrucción que había dejado la guerra y sintió un nudo en la garganta, que reducía de tamaño en alguna ocasión, pero que nunca se desató.
         Él se reencontró con los afectos. Entre recuerdos y miserias guardó la tristeza adquirida en confines australes. Los acordes de la tarantela sepultaron el velo de la depresión en las grietas de las colinas. Las contracciones que iban en aumento no le permitían a Ángela experimentar otras sensaciones que no fueran las de aguardar la llegada del segundo hijo.
        Y entre abuelos y tíos recientes nació María. Pedro paladeó  la felicidad de compartir  con la gente de su terruño la llegada de otra vida. Los días fueron transcurriendo y con ellos, lentamente, se apagaba la alegría. El desarraigo, la añoranza y la visión de futuro lejano empezaron a corroer el corazón de Ángela, y él empezó a comprender que el cuerpo frágil de la mujer muy pronto perdería vigor, él lo sabía, lo había vivido en carne propia, pero era fuerte, era hombre, ella apenas una muchacha.
         Y otra vez las lágrimas y la mirada fija en ese mar que lo vio partir nuevamente. Sin regreso. Sin comuniones entre la pureza del agua y  su mirada; y fue allí cuando aceptó que no podía imprimir señales en el océano. Lucharía contra los recuerdos para abrir huellas que echaran raíces en  la sangre del futuro. La de él, pertenecía al pasado y había sido barrida por los carros de la muerte.  El viaje se hizo menos largo, las niñas cubrieron las horas con llantos y travesuras.
         La familia arribó al puerto de Buenos Aires cuando las sombras abanicaban las ramas. Vestido con ropa de fajina y máscara de resignación, empujó día a día el arado de mancera, imprimiéndole todas sus fuerzas para que  las rejas roturaran la tierra dura, seca, plagada de cardones. Pero en largas horas de desnudez,  la mirada se le perdía  y el alma volaba a la aldea lejana.
         El vientre de Ángela volvió a crecer durante nueve lunas,  en otros nueve almanaques. En desgastantes horas de crianza, de amamantar, de fregar pañales y de rebalsar ollas, Ángela no se daba cuenta de que la nostalgia hacía estragos en el corazón de Pedro.
         …Y con lentitud en el andar, aquel hombre de mirada limpia y cabellos blancos, enfilaba los pasos, todas las tardes, hasta las parvas de pasto con la pipa entre los labios. En las volutas de humo se dibujaban  las imágenes de los recuerdos. Los montículos de pasto suplían las rocas desde donde miraba ese mar de espigas. Y cuando en el horizonte se fundía el último rayo de sol, volvía a desandar las huellas de los pasos  y entonaba una calzoneta.


Instrucciones para emigrar - Federico Dobal


     Crees saberlo todo. Lo analizaste, estudiaste, repetiste y sabes cada uno de los pasos a seguir. Nada puede ni va a fallar. La ropa en la valija, los pasajes junto a los documentos, todo listo. Asumes que la vida, la vieja, la que crees dejar en recuerdos cabe en una valija, que 2, 4, 10, 125, 1340 fotos son suficientes. Te equivocas. No lo son, nunca lo serán. También crees que la vida, la real, la que te mereces, la buena, la que aún no te tocó esta allá, a un paso, en la otra provincia, ciudad o al otro lado del océano. Sin embargo, los problemas te esperan allí, si, también están agazapados, disimulados, hambrientos y golosos. Cuando menos lo esperas, te encuentras mirando al cielo, con el cuello rojo de bronca, implorando, buscando respuestas, desesperado, desencajado y desilusionado.
     Nunca, nunca, jamás serás uno más. Siempre serás del otro grupo, incluso cuando creas que ya sos parte, que conseguiste pertenecer, no lo eres. Deberás aprender la historia, el lenguaje, las costumbres, las comidas, tendrás que dejar las tuyas de lado, no del todo, aunque quieras no podrás, jamás. Cuando creas haber olvidado tus costumbres y adquirido las nuevas sentirás el dolor de no ser. Lo nuevo no te es familiar y lo viejo ya no es como antes. Entonces un haz de tristeza te inunda nuevamente el pecho, como la vez de la despedida, un aire seco, algo tibio que derrumba los pocos latidos con los que cuentas.
     Recetas. Recetas son lo que buscas, recetas e instrucciones. ¿Las instrucciones? ¿Dónde están las instrucciones para emigrar y no morir de dolor, tristeza, desesperanza o silencio? Los pasos deben ser simples. Simples, claros y concisos, sin exigencias, sin complicaciones, directos como un rayo de sol o una piña al mentón. Deberás levantarte bien temprano, dos horas son suficientes. Desayunas un café con leche o mate cocido y dos panes con mermelada, igual que en casa. Estudias tres nuevas palabras: un sustantivo, una comida y un verbo. Te abrigarás como nunca antes lo habías hecho, como en las películas pensarás, y te reirás por dentro. Caminarás cinco, diez o quince minutos hasta la parada del colectivo. Subirás e indicarás el destino, el conductor te mirará, girará la cabeza hacia ambos lados y te quitará la vista de encima, no desesperes, es así siempre (mejor despreciar que ayudar). Paga con un billete grande y de ser posible nuevo, espera el cambio. Si llega la próxima parada y no lo recibes, toma tu asiento. Mejor perder unas monedas que ganarse un enemigo. Trabajarás las horas necesarias, siempre más horas que tus colegas...dos, cinco, seis o doce más serán suficiente. Tomarás el colectivo como durante la mañana hacia el curso de idiomas. Ese es el mejor momento del día, podrás compartir tus experiencias con los demás inmigrantes, esos que el primer día fueron desconocidos, luego amigos y finalmente familia, hermanos. Por única vez en el día no te sentirás solo. Estudiarán duro y aprenderán rápido. Al regresar a casa, pasarás por el mercado, comprarás un tomate y seis salchichas, comerás dos y dejarás cuatro para la semana siguiente. Si tienes suerte mañana toca arroz o fideos. Luego de cenar estudiarás nuevamente, copiarás las noticias del día en tu cuaderno, te sentirás en la primaria nuevamente pero eso ayudará, créeme te ayudará mucho. Algunas palabras no las entenderás al principio pero con el correr de los días ya serán parte de tu vocabulario. Sentirás frío al acostarte, sentirás silencios agudos, esperanza difusa y dormirás, como un inmigrante, profundo y con sueños de a montón.
     No olvides jamás lo siguiente: agradece, siempre agradece, reiteradas veces de ser posible. Y pide perdón, no debes minimizar el poder del perdón. Nunca debes dejar pasar la oportunidad de bajar la cabeza. Si lo haces tendrás las armas de tu lado, no darás motivos, quizás así sí asistirás al acto del jardín de tu hijo, quizás.

Culpables - Ana María Mondino


La vida se estaba tornando cada día más difícil para la pequeña población junto al salar. La compañía que había llegado a Bolivia diez años antes para trabajar la sal hoy estaba ya casi cerrando sus puertas definitivamente y con ello muchos obreros perderían su trabajo.
Era el mes de mayo, la luna brillaba en un cielo límpido desparramando reflejos de plata sobre el salar. Elmer, sentado en el pequeño patio de su humilde casita de piedras estaba preocupado,  su salario como operario de la compañía era el mayor sustento de su familia. Su esposa Delma, con un embarazo de seis meses, confeccionaba tejidos  que vendía en la feria del pueblo los domingos pero esos ingresos eran magros y no siempre seguros. Pensaba también que su pequeña hija Tatiana de cinco años pronto debería concurrir a la escuela lo que significaba comprar útiles y ropa.
Elmer tenía un primo que algunos años atrás se fue a vivir a Argentina donde se dedicaba al cultivo de hortalizas que luego vendía en el mercado y, según las noticias que le llegaban de él, le estaba yendo bastante bien. Hacía ya unas semanas que le había escrito contándole su preocupación por el cierre de la empresa y considerando la posibilidad de viajar también él y su familia al vecino país. Pasaron aun dos días hasta que llegó la contestación del primo Elvin. Con gran ansiedad leyeron la carta que, cargada de afecto, los alentaba a unirse a su familia en Argentina y a empezar allí una nueva vida. Se miraron profundamente y en silencio, no fue fácil pero finalmente pensando en el futuro de los niños decidieron partir. Vendieron las llamas y los cerdos, dejaron la casita a unos parientes y con los pocos ahorros que  tenían partieron un amanecer en un viejo camión que iba al mercado y que los dejaría en la estación. Arrebujados en mantas multicolores con sus pocas pertenencias en una vieja valija y dos bolsos tejidos subieron al tren en pos de sus sueños. Viajaba la esperanza en ese vagón atestado de gente mientras tras la ventanilla la metamorfosis del paisaje era como el preludio de sus vidas.
Pasar los controles en la frontera no fue un trámite fácil los gendarmes no simpatizaban con los inmigrantes. Hurgaron en sus bolsos, miraron una y otra vez sus documentos. Preguntaban. Desconfiaban. Cuando todo estuvo controlado sin encontrar motivo para impedirlo el ingreso al país les fue permitido. Agotados por el largo viaje en tren debieron aun caminar, cargados con sus maletas, por un zigzagueante camino hasta llegar a la vieja estación de ómnibus para abordar el coche que, luego de dos días y una noche, atravesando montañas, sierras y llanuras los dejaría en la ciudad de Buenos Aires donde el primo Elvin los estaría esperando para tomar luego el tren urbano que los llevaría por fin a la localidad en las afueras de la gran ciudad donde proliferaban las quintas de cultivos.


Las topadoras comenzaban desde muy temprano con su maldito estruendo en la selva misionera. Uno tras otro iban cayendo árboles centenarios y, con ellos, sucumbían nidos, huevos y pichones. Los pájaros, que antes recibían alegres con sus trinos el nuevo día, huían ahora ante el fenómeno antinatural que no pudieron presentir. Los grandes nidos comunitarios de las cotorras caían deshechos entre una maraña de hojas, ramas, troncos y selva destrozada. Las verdes bandadas partieron entonces presas del pánico y el hambre. Volaron hacia el sur, cambiaron su dieta de bayas y frutos silvestres por mazorcas, semillas y otros frutos. Luego de un largo viaje llegaron a los pueblos donde montes de frutales y quintas de hortalizas les ofrecieron el sustento para la continuidad de su especie. Otros árboles, distintos a los de la selva, pero altos y frondosos fueron buena protección para sus nidos, y allí se quedaron.


Elmer y su familia se establecieron en una pequeña vivienda cercana a la plantación. Hacía ya un año de aquel largo viaje  y poco a poco fueron incorporando las costumbres argentinas aunque, a veces, extrañaban su lejana Bolivia, pero  aquí  aunque sin abundancias la vida era tranquila.
El pequeño Gabriel nació una mañana de primavera a la hora en que una bandada de cotorras alborotaban con sus gritos en busca del sol y la comida. Pero ellas no fueron bienvenidas y pronto se las declaró una plaga porque, según decían, destrozaban frutales y cultivos.
Elmer, entre otras tareas, debía llegar temprano al mercado para ayudar en la descarga de mercadería. Esa mañana como todos los días luego de un rápido desayuno guardó el almuerzo en su mochila, tomó trescientos pesos para comprar un regalo a Tatiana que cumplía  años al día siguiente, despidió con un beso a su mujer, se calzó el casco y montando una vieja motocicleta partió enfundado en su gastada campera de cuero negro. Ya en la carretera oyó de pronto la sirena de un  coche policial que se acercaba y se vio sobrepasado por un motociclista que vestía como él una campera de cuero negro y que, en loca carrera entre los vehículos quedó oculto tras un camión de reparto. Todo fue muy rápido, la bala partió del patrullero y él sintió como si una flecha de fuego le atravesara el corazón desde la espalda.


La noticia en el periódico decía: “En persecución de un delincuente que robara en una joyería la policía abatió a un ciudadano de nacionalidad boliviana que se desplazaba en motocicleta. En su mochila sólo se encontró un celular, un sándwich, una fruta, una bebida gaseosa y en un bolsillo de su campera trescientos pesos. Curiosamente al remover el cuerpo del sujeto se encontró una cotorra muerta con un impacto de bala en el pecho”.


La clase de historia - María Isabel Conte


La mañana era fresca y agradable. Los tibios rayos de sol entraban por la ventana de la escuela, haciendo resplandecer a su paso al verde y esbelto pino, plantado en medio del patio, cuya figura se veía muy bonita sobre un límpido cielo celeste.
El maestro, ubicado en su escritorio frente a la clase, leía en voz alta un texto del libro de historia, interrumpiendo sólo de vez en cuando, para tomar un sorbo de café de la taza grande y decorada que acababa de traerle María, y para la consecuente limpieza de sus lentes, empañados por el vapor. Aquellos instantes eran aprovechados por los alumnos para distender su atención, ya fuese dejando escapar su mirada al exterior, o cuchicheando con el compañero de pupitre sobre algún asunto que venían postergando desde hacía varios párrafos, pues sabían bien que a la lectura modelo le seguiría una larga serie de preguntas que pondrían a prueba con cuánto interés habían estado escuchando:
“El impacto de la emigración transoceánica, que en América fue muy grande, en Argentina fue particularmente intenso por dos motivos: por la cantidad de inmigrantes recibidos y por la escasa población existente en el territorio. Para muchos, la Argentina resultaba un lugar atractivo. La política inmigratoria desarrollada por el Estado para atraer nuevos pobladores, les ofrecía a los recién llegados mejores condiciones laborales y salarios más altos que los que tenían en Europa. El grupo más numeroso de inmigrantes fue el de los italianos, seguido por el de los españoles. Una buena parte de los extranjeros que llegaban a la Argentina, venían con la intención de conseguir trabajo y, posteriormente, traer a sus familias..."
Fue en este punto de la exposición cuando la figura del maestro comenzó a desdibujarse frente a los ojos de José Luis. Otra imagen, borrosa al principio, ganó nitidez poco a poco en su mente hasta reemplazar por completo el contorno de aquel hombre, al que dejó de ver sobre el fondo negro del pizarrón. Quizás todo había empezado a suceder con el último sorbo de café, cuando José Luis se permitió elevar la mirada hacia lo alto del pino, y al ver esos gorriones que parecían conversar alegremente disfrutando del sol, recordó todo lo que sobre ellos le había enseñado el abuelo, y aquellas interesantes historias sobre cómo se las ingeniaba para alimentar a esas avecillas durante sus primeros años de vida allá en su lejana e inolvidable aldea española.
Aunque José Luis permanecía respetuosamente sentado en el aula, su imaginación había volado hasta una larga mesa tendida en un mediodía de domingo, y allí en la cabecera, el abuelo compartiendo anécdotas de su tierra, de la inmigración, y de su difícil adaptación al nuevo país, ya que, como decía la última parte que le escuchó leer al maestro, él había arribado con su familia a nuestro país, un tiempo después que su padre llegara en busca de trabajo.
En aquellas sobremesas familiares, las palabras de introducción "Cuando yo iba a la escuela..." se asemejaban a un imán con el que el abuelo atraía a todos los nietos a su alrededor, dispuestos a escuchar historias atrapantes, que ninguno de ellos quería perderse por nada del mundo, mientras sus padres conversaban acerca de temas cotidianos, si los campos y el clima hacían presagiar una buena cosecha, si la revista de costura traía un novedoso figurín para esta temporada, si algún canal de televisión ofrecía un buen programa de entretenimiento, o si alguien había aprendido a hacer un jarabe casero para la tos.
¡Qué agradable le resultaba a José Luis ser receptor de aquellos relatos, y descubrir ese brillo especial en los ojos del abuelo debajo de la vieja boina! Su favorito era el del primer día de clases acá en Argentina, al que ya había escuchado varias veces, pero justamente eso le daba una especie de complicidad con el anciano que sus hermanos y primos menores desconocían. Era como transportarse a un tiempo que no vivió y verlo, pequeño y desconcertado en su nueva escuela, cuando queriendo averiguar de dónde provenía, en lugar de preguntarle "¿de qué parte de España eres?", reemplazaron el verbo por lo que él conocía como una señal de socorro que enviaban los náufragos como última esperanza cuando un barco se hundía inminentemente: S.O.S. Él sabía incluso el origen de aquella sigla (Save Our Soul, "salvad nuestras almas"). Claro, es que el abuelo había cruzado el océano en barco, y procedía además de un país con una fuerte tradición marítima, por el hecho de ser una península. Así fue que le resultó muy extraña aquella  pregunta: "¿y de qué parte de España sos?" José Luis sonreía cada vez, y su expresión demostraba que le causaba gracia y le despertaba ternura al mismo tiempo. Luego el abuelo solía añadir cuán rara le había parecido aquella forma de hablar desconocida para él, con que su maestra y compañeros se dirigían unos a otros al decir "vení", "salí", "tené, "decí", (según supo con el tiempo, eso se denomina conjugación voseante imperativa), palabras que sustituían a sus correctamente pronunciados "ven", "sal", "ten", "di", cuya perfección, paradójicamente parecía causar risa en el resto del grupo.
¡Cuánto afecto sentía José Luis por su abuelo! ¡Cómo le gustaba verlo feliz en esas reuniones familiares en las que se esmeraba por cocinar paella, comida típica de España, para compartir con sus hijos y nietos! De pronto, vino a su memoria lo que había sido una graciosa ocurrencia de su parte en el último de esos encuentros, cuando dirigiéndose al abuelo, le había dicho: "Bueno, parece que hoy no almorzaré, porque la comida que has preparado es pa’ ella", mientras señalaba a su prima Josefina.
Seguramente fue ese grato recuerdo el que le dibujó en su rostro una sonrisa, de lo cual no estuvo consciente hasta que las duras palabras del profesor se encargaron de borrársela: "¡Parece que el señor está muy divertido hoy! ¡A ver si es capaz de resumir lo que he leído en los últimos párrafos, 'desafíos y aportes culturales de los inmigrantes'!"
¡Era tanto lo que tendría para decir al respecto José Luis!, pero comprendió que no era eso lo que aquel hombre le estaba pidiendo, claro, el nombre del abuelo no figuraba en ningún libro de historia. Mientras un calor progresivo encendía sus mejillas, se limitó a responder: "Disculpe señor, me distraje, no volverá a suceder".
El viejo pino ya no se alza en el patio de la escuela desde hace varios años, sus ramas se fueron secando, y debieron sacarlo para preservar la seguridad. Su lugar es ocupado ahora por un fresno que se ve precioso con su traje amarillo en las mañanas otoñales. Desde su aula, el profesor José Luis elevó su mirada hacia él, y allí estaban, como antaño, los gorriones. Vino a su mente un informe leído hace pocos días, que daba cuenta de la enorme disminución del número de ellos en España, en lo que va de este año dos mil diecisiete. ¡Cuánto habría entristecido esto al abuelo si estuviera vivo! Lanzó un suspiro silencioso, bebió luego un sorbo de la taza de café que aún sigue repartiendo María en el inicio de cada jornada, ahora con un paso algo más lento, ya próxima a jubilarse, pero con su inalterable y tímida sonrisa. Al apoyar nuevamente la taza sobre el escritorio, casi rozó con ella un pequeño florero con un hermoso clavel rojo asomando de él, obsequio de algún alumno a la profesora de la hora anterior, que apurada por llegar a tiempo a la próxima escuela, allí lo había dejado olvidado. Y otra vez el recuerdo del abuelo, ¡con cuánto orgullo lucía un clavel en el ojal del bolsillo superior del saco! Le encantaba contarle a cuanta persona pudiera que aquella era la flor nacional de España, "el clavel es tan español  -solía decir- como Bécquer y Pérez Galdós", escritores por los que manifestaba predilección, y de cuyas obras era capaz de recitar extensos fragmentos sin cometer ningún error.
José Luis miró a sus alumnos, que ya tenían abiertas las carpetas y sus miradas puestas en él. Colgó del pizarrón un planisferio, y se dirigió a ellos de esta manera: "Hoy vamos a hablar de la inmigración. Primero veremos cómo definiría cada uno esta palabra. Y si en alguna de sus familias hubo inmigrantes, nos dará mucho gusto escuchar todo lo que quieran compartir. Al final, yo también les contaré algunas cosas que aprendí de mi abuelo, por ejemplo, lo que era un pregonero en el lugar donde él nació. Pues bien, comencemos entonces, ¿a qué hace referencia la palabra inmigración?
Su corazón se llenó de satisfacción al ver tantos jovencitos con sus manos agitándose en alto, ansiosos por dar una respuesta.
Ésa era, sí, ésa, la clase de historia de la que le hubiera gustado participar cuando era alumno. Y hoy la vida le estaba dando una revancha.


Escapada hacia Argentina - Valentina Pavón


John Lee Castaño, alto y de ojos azules. Recibido exitosamente de analista en sistemas. No sólo tenía la esperanza de que su vida mejorara al encontrar la mujer que por siempre estuviera con él, sino que quería descubrir aquellas culturas de las que en su casa no se había hablado cuando era pequeño. A los 31 años, su residencia en Londres le daba un gran puesto de trabajo que a algunos les costaría demasiado llegar.
Pero no todo estaba saliendo como él lo planeaba.
Su soledad de tener a su familia lejos y no tener alguien cercano que lo acompañara, lo llevó a que su mente decayera en un vacío profundo. Los trabajos los hacía medianamente bien, los cuales iban cada vez peor y, además, los entregaba tarde. Ya no salía a correr como lo hacía todas las mañanas.
Hasta que un día le surgió un trabajo, muy importante. Le prometieron dinero como nunca se lo habían prometido.
Él trató, trató muchísimo. Pero el trabajo salió mal, aún peor que todos los anteriores. Lo que lo sumió en una depresión aún más profunda.
Lo que no sabía es que, con aquel trabajo -al salir mal- corría peligro su vida.
Lo observaron durante días, meses, pero no llegaron al año. Descubrieron cada uno de sus monótonos movimientos por su casa y la ciudad. Ni siquiera él sabía lo que hacía, pero aquellos individuos estaban dispuestos a cobrar la venganza que creían que les correspondía.
Él no se enteró hasta aquel lluvioso día de septiembre. Una carta llegó a su buzón, la carta de amenaza.

“Nos has fallado y no hay nada que puedas hacer.
No permitiremos que nos delates.
No trates de huir, te encontraremos.”

Eso es lo que decía la breve carta. No había ninguna otra explicación, nada. Sólo que estaban buscándolo y listos para atacar.
Trató de cambiar sus movimientos, pero no sabía cuáles eran. Había estado tan sumido en aquella depresión que ni siquiera sabía qué es lo que hacía además de unos pobres trabajos mediocres que apenas le daban para comer.
“No trates de huir, te encontraremos.”
Esa parte de la carta era la que más lo perseguía, ni siquiera se detuvo a pensar en quiénes podrían haber sido los que la habían escrito. Le había fallado a tanta gente que podría ser cualquiera, y, además, meterse él solo en problemas.
Estuvo con miedo durante días, encerrado en su casa con las ventanas, puertas, cortinas, todo, cerrado. Esperando ansioso el ataque de aquellos enemigos.
Pasó un mes y parecía volverse loco. Hasta que lo decidió: Se mudaría.
Pero no era una mudanza pequeña de ciudad a ciudad, era una mudanza grande hacia otro país, hacia otro continente. Se iba a Argentina. No le importaba el poco conocimiento del idioma español, que no tuviera a nadie en aquel lugar; no le importaba dejar sus pertenencias, nada. No le importaba nada más que su vida.
Una vez oyó a una persona para la cual había hecho uno de sus trabajos que Argentina era maravillosa; que él se había mudado a Londres porque su mujer era británica, pero que Argentina le encantaba.
Un día que para una persona viviendo normalmente era cualquier otro, para John era el día de definitivo escape.
Trató de hacer cada movimiento meticulosamente sin que nadie se enterara a dónde iba, dónde estaba y qué es lo que haría; porque, al fin y al cabo, ni él sabía qué era lo que realmente iría a hacer.
Aquel día soleado de octubre, 12 para ser exactos, partió hacia el aeropuerto, prácticamente escondido bajo las sombras, tratando de no dejar ninguna huella que lo delatara. Dejó todas sus pertenencias a excepción del dinero y algunas prendas de ropa bien disimuladas en un maletín.
Cuando sacó el pasaje, tenía un miedo terrible de que lo estuvieran siguiendo. Perseguido por sus propias sombras, se subió al avión casi temblando.
“¿Qué pasa si me encuentran? ¿Qué pasa si esa misma gente que envió la carta está subida en este mismo avión?” Esas preguntas, y más, le carcomían el cerebro como si de un pájaro carpintero se tratase.
El temor lo llevó a un cansancio intolerable que, aunque no quisiera, lo obligó a dormir todo el viaje.
Despertó gracias a la voz de la azafata quien llamaba a todos los pasajeros agradeciéndoles la elección de ese vuelo para llegar a su destino. Al menos es lo que él supuso ya que, cuando recobró los sentidos, ella estaba hablando en el idioma nativo del país al que acababa de llegar.
No sabía qué hacer ni a dónde ir. Tampoco sabía los problemas que conllevaría el vivir en otro país teniendo las pocas cosas que tenía.
Cuando arribó, tomó un colectivo hacia algún lugar del país. Al llegar a un destino, buscó por todas partes un sitio para quedarse, hasta que al final dio con un hotel de apenas dos estrellas donde se alojó. Había llegado a una ciudad pequeña, la verdad es que nunca supo el nombre exacto del lugar porque jamás le interesó.
Quería salir a recorrer las calles de aquel lugar, pero su, aún constante, miedo no se lo permitía. Cada persona que veía, cada persona que pasaba a su lado, para él era alguien de los que lo estaba buscando.
Hablaba con tan poca gente que en dos días apenas había aprendido a decir otras pocas palabras en español de las que ya sabía. Se manejaba con señas y el temblor era evidente en sus manos.
Un día, consultó a una mujer para saber dónde podía haber un lugar para comer sin que fuera al que habituaba ir en su corta estadía en la ciudad. La mujer vio el temblor en sus manos con suma preocupación; no era un hombre de la calle como para que temblara por la falta de alimento, estaba bien vestido y parecía abrigado, por lo que tampoco parecía hacerlo de frío. Le tomó las manos. John abrió los ojos como platos y quitó sus manos de las de la bella dama ante sus ojos.
Ahí fue cuando, Elena, la bella dama ante él, se dio cuenta de que el hombre tenía era miedo.
- ¿Puede usted hablar español? -Preguntó Elena cordialmente, tratando de aliviar la tensión.
-Un poco. – Respondió, su acento inglés evidente en la temblorosa voz. Ella, que sabía inglés, se comunicó con él mediante aquel idioma.
- ¿Qué le sucede señor? ¿En qué puedo ayudarlo? -Le preguntó con voz suave y en ese idioma universal.
El hombre comenzó a temblar aún más.
-Usted -Pronunció con apenas un hilo de voz. -, usted es una “de ellos”.
La mujer, confundida, le respondió que se calme y que le explique.
-Los que me persiguen. Oh, no. Me encontraron. -El hombre seguía hablando en inglés, desesperadamente. Elena trató de calmarlo con sus palabras ya que estaba bien claro que no podía tocarlo.
-Yo no lo persigo. Señor, cálmese y acompáñeme. Yo lo ayudaré.
Y así fue, John -tratando de calmar sus nervios- siguió a aquella mujer a una bella casa, la cual parecía pertenecer a la dama.
-Señor, ¿podría contarme lo sucedido?
John, desconfiado, negó con la cabeza mientras la mujer le hacía un té. Ella le cuestionó por qué no quería confiar en ella, a lo cual respondió que tenía miedo a que sea parte de uno de ellos.
-No soy parte de ellos. Al menos dígame cómo se llama.
John suspiró y no sólo le dijo su nombre, sino que le contó toda su historia. Desde el principio. Aterrada, la mujer le dijo que le daba un lugar en su hogar hasta que todo hubiese pasado, hasta que su miedo hubiese desaparecido.
Con el paso del tiempo, él comenzó a adaptarse al lugar, a su idioma, a Elena. Fue algo difícil debido al idioma y las culturas diferentes. Nada parecía ser lo mismo en aquel lugar.
El buscar trabajo fue lo más difícil para él. No podía atender al público debido a que su español era pobre; aunque lo fuera mejorando este no llegaba a tener el nivel que algunas personas esperaban. El realizar su trabajo como analista también era tarea difícil, nadie en la ciudad parecía necesitarlo.
Tuvo que vivir de Elena por mucho tiempo.
El día en que se encontró con ese buen hombre llamado Jorge, que tenía un campo grande, fue una de sus salvaciones. Lo contrataba como peón. Lo alivió el no tener que necesitar tanto el idioma, aunque el trabajo en el campo no era tarea fácil.
Acostumbrado a las comodidades de Londres, parecía costarle el doble trabajar en el lugar. Pero el amor que sentía por Elena pudo con él y supo hacer el sacrificio. La veía cansada y débil al tener que trabajar por ambos. El hecho de que él haya conseguido trabajo había ayudado a que Elena recobrara la luz que tenía cuando se conocieron.
Pasaron dos años hasta que su miedo volvió a aparecer.
Él seguía tranquilo en la casa de su ahora novia, cuando una carta llegó. El que llegara una carta le resultó muy extraño debido a que existían más los mails que las cartas.
En aquella carta se encontraba la misma forma en la que habían escrito la amenaza anteriormente: con letras sacadas de diarios y en inglés.
Preocupado, se la mostró a Elena. La carta muy claramente era otra amenaza.

“Dijimos que no podías escapar. Te encontramos.”

Ella, nerviosa, hizo todo lo que pudo para ocultarlo. Se sumieron juntos en la depresión y locura en la que John había entrado cuando recibió el primer mensaje.
Días pasaron y todos sus sentidos estaban alerta.
Llegaba el otoño, uno de los días en los que aparecieron policías en la casa de Elena y John. Asustada, ella lo manda a esconderse debajo de la cama. Pero ya era demasiado tarde para eso.
Los que lo perseguían lo habían denunciado.
Él estaba habitando por más de dos años una vivienda en la que no se lo había habilitado realmente por la justicia. Nunca anunció a autoridades que él iba a vivir allí, sino que -al viajar- sólo se hizo pasar por visitante.
Cuando salió de la casa, arrestado por los policías, lo último que vio de su libertad fue la mirada de pena de Elena. Sus últimas palabras dirigidas a ellas fueron su primer y último “te amo”.