miércoles, 4 de abril de 2018

Cerrar los ojos y... pisar la luna - Roberto Arietto


Uno, dos, tres pasos eran los que necesitaba para llegar hasta el ventanal, el enorme ventanal que abriéramos para admirar las alboradas explosivas del verano y las sosegadas del invierno. Una vez allí un clic bastaba para que las persianas ascendiendo dejaran asomar poco a poco el jardín, el tapialcito y de allí en más el espejo de agua dorado, ondulante y amenazador.
Acomodada en el diván Sila aguarda paciente mate en mano que yo, tras tomar asiento, diseñe la agenda correspondiente al día de hoy, y no es tarea fácil teniendo en cuenta la situación extrema que soportamos. Nunca imaginamos llegar a este trance habiendo palpado las mieles del éxito y descontando un futuro prometedor.
El agua había llegado para quedarse, para conquistar, para arrasar. Al principio sobrevenían las crecidas tres o cuatro veces al año y fueron asumibles mientras afectaron a las riberas y los bajos circundantes. Cuando la alerta convirtió los costes en desorbitados para las arcas locales, llegaron los proyectos tímidos vinculados a la suerte divina y el capital para emergencias o catástrofes.
—Sabés flaca, por las noches convoco al sueño recordando las historias de familia que contaba la abuela cuando éramos chicos. Pobre mujer apenas si atendíamos a sus relatos, pero quien lo diría, de alguna manera permanecieron en un segundo plano para aflorar ahora y quizás servir de acicate a este "no saber quehacer".
—Contame, el terapeuta fue uno de los primeros en escaparse, tomá su lugar y dame esperanzas.
—Bien, te cuento. Imaginate a la anciana amoldada en el sillón comenzando el relato con detalles de cierto contenido romántico. Más o menos así:
"El fin de abril del novecientos diez teñía los alrededores de la casona con un amarillo imponente. Las carreras por los senderos arrancaban al paso el penetrante amargor de las retamas y las florcitas, recogidas con esmero, acabarían en la diadema con que realzar los quince años transitados felizmente por Ana; rodeada de su familia y amigos. No se podía quejar, Manuel, su padre un eminente y prometedor empresario; su madre, concertista de piano solicitada y admirada; su hermano mayor, inmerso en la carrera de medicina; y su hermana, abocada a la pintura. Nada podía envidiar y de momento se disponía a disfrutar de la fiesta que por excepcional esta vez la celebrarían en el Casino de la capital.
Al acontecimiento había llegado desde las argentinas su padrino, vecino y amigo inseparable de su padre que, tras emigrar a finales del diecinueve había hecho fortuna al sur de Santa Fe. Desde el mismo momento de la llegada de Cosme todos estuvieron sometidos a las loas y alabanzas vertidas por él para con la tierra de promisión, invitando al personal a probar por sí mismos las mieles de la aventura y la prosperidad.  
Las intenciones de don Cosme estaban puestas en mostrar el nuevo mundo a Ana como regalo de cumpleaños, insistió día y noche ante la familia para que cedieran a la pretensión de alojarla un mes en la chacra de Santa Fe, mostrarle Buenos Aires, la asombrosa pampa y todas aquellas maravillas. Los padres de Anita cedieron a las peticiones de Cosme, creyeron que no debían privarla de un par de meses de vacaciones bien merecidas.
La decisión fue tomada una tarde en presencia de la beneficiada, don Cosme atosigando, los padres complaciendo y los hermanos envidiando.
Anita embarcó en Vigo a los quince días en compañía del matrimonio, atrás quedaban terruño y familia, por delante veinte días de travesía. Tras la llegada a la estancia también quedaban atrás los buenos modales, como primera medida: presentarle a las tres criaturas que de allí en adelante serían su sombra y responsabilidad, sobre la cama el uniforme y el decálogo de la buena niñera; el contacto con su familia únicamente por intermedio del matrimonio y el tiempo libre, si lo había, para lavar y planchar.
Unos largos años de esclavitud durante los que don Cosme, sustituyéndola, remitió cartas a España derrochando felicidad por doquier y agregando siempre un Peso dentro del sobre como muestra de abundancia y disfrute. Las cartas que llegaban de España para Ana siempre terminaban en la hoguera. La pobre, educada en la obediencia extrema, sentía tal vergüenza que fue incapaz de pedir auxilio o de huir tan siquiera. La tristeza y el abatimiento la sumergieron en una apatía vital que terminó afectándola físicamente, pero nunca hasta el punto de abdicar ante el cruel matrimonio".
»Mirá que ganas de vivir ante tanto avatar indeseable, pero ahí no quedaban las cosas, había otro más:
"Francisco abandonó los montes de León antes de que lo reclutaran para la guerra de África, la sangría de jóvenes que significaban las continuas levas para una muerte segura en el desierto lo llevó a buscar alternativas de supervivencia. Había optado por abandonar España con destino a la tan mentada Argentina. La huida silenciosa y precipitada lo encontró con lo puesto camino de la costa atravesando Galicia pero eso si con un objetivo claro, embarcar en el Frankfurt tras la escala en Villagarcía, al abordaje y en connivencia con el capitán sobornable.
Veintitrés días de travesía lo volcaron en Buenos Aires, las amistades hechas en el viaje lo ayudaron para superar los primeros momentos y ya más suelto en el proceder comenzó a moverse en busca de las oportunidades que se presentaban a miles. Brazos siempre hacían falta en el campo, y por esas cosas del destino fue a caer para la cosecha a las tierras de don Cosme el hacendado, en Santa Fe.
Rápidamente, hombre joven, le echó el ojo a la frágil Anita que apenas se despegaba de las criaturas y eludía cualquier trato con extraños, ya que no estaban permitidas las relaciones sin consentimiento dentro de sus tareas. Francisco no cesó en su empeño y buscaba cualquier ocasión para cruzar unas palabras, casi siempre sin encontrar respuesta, sin obtener ni una sonrisa apenas. Se enteró de la situación por la que pasaba la pobre Ana por boca de una cocinera que había trabajado el año anterior para Cosme. Al tanto del drama Francisco buscó el momento adecuado para entablar una conversación con ella, lo consiguió una primera vez y esto supuso encontrar de allí en más momentos que se fueron haciendo habituales y buscados con deseo.
No tuvo mucho que pensar acostumbrado a las decisiones límites, se plantó el tipo ante don Cosme con un ultimátum simple y acordado con Anita: «O la deja salir ya mismo de esta casa conmigo, o mañana sale una carta para casa de don Manuel en España contando la situación a la que tiene sometida a su hija». Creo que solo hizo falta una segunda visita y esta ya fue con un "38" de por medio, pero lo consiguió."
»Se casaron, no sé si felizmente ya que ella nunca quiso que nadie de la familia se enterara de lo pasado, lo sufrió toda la vida, ni quiso saber de la muerte de los padres ni el destino del resto de familia lejana. Eso si mano a mano con Francisco trabajaron por el país de acogida como nadie, criaron hijos, vieron nietos, bisnietos y prosperaron.
—¿Qué? —exclama Sila que ahora se peina hacia atrás los cabellos con los dedos de ambas manos y suspira profundamente como si faltara el aire—. ¿Y esos son parte del bagaje sanguíneo que corre por tus venas?
—Ves, no todo es dulce lo que corre a borbotones por mis venas azules. Pero tengo más para que te sirva de ejemplo.
— Ansío oír. —responde.
Entretanto fuera el cielo se torna naranja tras el ventanal y los reflejos en las ondulaciones del agua alternan entre el violeta y plata. Allí sentados no somos capaces de imaginarnos en otro sitio que no sea este, el de antes y el que creíamos para siempre. Nuestros padres hacen lo imposible por inyectarnos dosis de optimismo recordando el ansia de superación innata que habita en los descendientes de las mareas emigrantes que poblaron el país. No lo vemos claro, ni nos aflora ese espíritu imbatible y avasallador.
—Te cambio de país y situación, esta vez por parte de madre. —Le digo a Sila que incrédula hace lo posible por prestar atención—. El bisabuelo Enrico, sale del Piamonte con dieciocho añitos y cinco amigos, embarcan en Génova, tiene todo organizado en mente ya que medio poblado se encuentra asentado en Córdoba y lo esperan ansiosos. El viaje no es barato y le lleva casi todo el capital conseguir un sitio en tercera; la travesía para gente de interior es pésima, los mareos, los vómitos, la sal. En la escala de Marsella suben tres matones con siete chicas destinadas al trabajo carnal en el cono sur. Para que decir que tanta feromona rondando las bodegas hacinadas tenían que terminar con el blindaje de la Milieu, y nada más superar el estrecho los tres tipos desaparecen por la borda. Las chicas confraternizan y Eliette se rinde a los encantos de Enrico. Desembarcan en Montevideo por evitar tropiezos inesperados y apelando a los restos del capital en una semana consiguen arribar a San Francisco por caminos secundarios. Allí Enrico aporta sus conocimientos de tusador de primera aplicados a peluquería, para una comuna ítaloparlante receptiva; ella el encanto, el glamour y un francés empalagoso. Juntos abren el primer salón Coiffeur "El barbero de Sevilla", barbas, cabellos, muelas, masajes, tónicos, llevaron la prosperidad ansiada a la pareja y su prole, que en número de nueve alegraron sus días. ¿Sabés una cosa? En San Francisco solo se hablaba piamontés hasta la llegada de Eliette y su francés dulce; y en el resto del país el castellano era un idioma relativamente minoritario. No te parece increíble flaca.
—Y pensar que ahora necesito un profesor particular para los idiomas, y un terapeuta que me muestre el camino dulce de la emigración. No voy a ser capaz.
—Eso descartalo, y mientras llegan los viejos haré un último intento por impregnarte del espíritu aventurero. De pequeñitos solíamos asistir a casa de la abuela Bernarda para sus cumpleaños, fueron ciento diez añitos los que vivió, y tanta familia, tanta bebida y más comida, llevaban al éxtasis a la marabunta que alzando las copas brindaban al unísono con un sonoro: "¡Cerrar los ojos, y... pisar la luna!, ¡Cerrar los ojos, y... pisar la luna!" una y otra vez, nunca supe cómo encajaban tanto alcohol. A esa edad al brindis lo tomábamos como una frase amable y quizás con algún contenido folclórico, con el tiempo llegado el momento del relevo generacional fui instruido en el espíritu del mantra aquel.
—¿Me lo vas a revelar?
—Por supuesto. Había algo en lo que todos coincidían y era en que el acto en si de emigrar era el resultado de una situación "anómala", quizás sea esta la palabra que englobe mejor lo heterogéneo del hecho. Tras esa coincidencia buscaron definir la sensación del momento, para ello fueron eliminando puntos de referencia variables que les recordase lo dejado atrás; el sol lo primero, el mapa estelar diferente al suyo después, por fin la coincidencia llegó con la luna y ese halo romántico que la persigue; que mejor manera de agradecer a la suerte que en el momento justo: Cerrar los ojos, inspirar profundamente e imaginarse dando un primer paso en la luna. Así aseguraban llegar a sentir la sensación de ingravidez invadirlos, el bienestar, la felicidad y sobre todo la certeza en el paso dado. —Sila mantenía clavada la mirada en mí esperando algo más—. ¡Se acabó flaca! —sentencié, ya que pasados los treinta minutos y como todos los días, la bola incandescente sin llegar a completarse comenzó a ser engullida por la niebla espesa, que al mediodía se transforma en cielo encapotado, para cerrar en la media tarde el tan mentado ciclo del agua. Día tras día. 
— ¿Cuánto marca hoy? —pregunta abatida. Me levanto y voy hasta el ventanal desde donde diviso el bordón graduado.
—Cinco más... esto no da más, hay que ir preparándose.
Llevábamos un año retrasando la decisión, ahí todavía éramos unos doscientos supervivientes, primero cerraron las cerealeras ya que el agua estaba presente por doquier, más tarde los ganaderos y cuando el líquido elemento conquistó las rutas para no abandonarlas, les tocó el turno a las fábricas. El efecto dominó arrastró sin piedad a casi todos, en el primer momento fue como una estampida humana, fugaz, con lo puesto.
Los que decidimos quedarnos confiando en lo pasajero del desastre quizás temíamos a lo desconocido. Pertenecíamos a una generación que ignoraba la actitud con que enfrentarse a estas circunstancias, sabíamos que el país se había hecho grande gracias a que otros lo dejaban todo para labrar futuro, lo sabíamos, pero lo veíamos lejano, no dejaban de sonar en nuestros oídos como simple folclore extranjero o cuentos de la abuela para dormir los nietos.
—Ahí vienen tus viejos —dijo Sila señalando la lanchita que se acercaba a la puerta de reja—. Traerán los papeles.
Las aguas campaban a sus anchas por el territorio, la cordillera y algo del centro del país asomaban desafiantes, pero con las grandes ciudades desaparecidas y las pocas posibilidades de asentamiento en seco con futuro, las oleadas de gentes eran caóticas. El viejo invirtiendo todos los ahorros nos había conseguido sitio en un barco lombricero que zarpaba desde los amarres del desbordado Paraná con destino a Namibia; lo que era un desierto sufría cambios acelerados y no había tiempo que perder.
Imposible dejar atrás como si nada todos estos años y toda nuestra gente, probablemente se mantendrán siempre alerta los aromas inconfundibles, los sitios imborrables y las anécdotas que, surgiendo entremezcladas con vivencias diarias nos harán dudar sobre el presente. A pesar de todo confiamos en disfrutar del momento de cerrar los ojos y pisar la luna como nadie lo hizo nunca.  
—Flaca, vamos. —Sila saltó del sillón, levantó la vista al techo abrió los brazos como para abarcar lo más posible antes de la partida y comenzó a recorrer la casa besándolo todo, paredes, muebles, cuadros; de todo se despedía con un desgarro extremo—. ¡Venga, dejalo, ya está! —Agarré la valija y la mochila, los papeles los aseguré en el bolsillo interior del abrigo. Me costó hacerla subir al bote y más todavía lograr que dejara de chapotear como queriendo volverse. Por fin entre gemidos y un mar de lágrimas pudo mirar al frente y decirme:
—No te rías pelotudo, no ves que con tanto llanto no puedo cerrar ni los ojos, a ver si por culpa de esto aterrizo en una luna de Júpiter.
La abracé con fuerza en la proa del bote compartiendo lo incierto, atrás el viejo al motor esbozaba una sonrisa complaciente y la vieja permanecía sencillamente muda.    

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