Uno, dos, tres
pasos eran los que necesitaba para llegar hasta el ventanal, el enorme ventanal
que abriéramos para admirar las alboradas explosivas del verano y las sosegadas
del invierno. Una vez allí un clic bastaba para que las persianas ascendiendo
dejaran asomar poco a poco el jardín, el tapialcito y de allí en más el espejo de
agua dorado, ondulante y amenazador.
Acomodada en el
diván Sila aguarda paciente mate en mano que yo, tras tomar asiento, diseñe la
agenda correspondiente al día de hoy, y no es tarea fácil teniendo en cuenta la
situación extrema que soportamos. Nunca imaginamos llegar a este trance
habiendo palpado las mieles del éxito y descontando un futuro prometedor.
El agua había
llegado para quedarse, para conquistar, para arrasar. Al principio sobrevenían
las crecidas tres o cuatro veces al año y fueron asumibles mientras afectaron a
las riberas y los bajos circundantes. Cuando la alerta convirtió los costes en
desorbitados para las arcas locales, llegaron los proyectos tímidos vinculados
a la suerte divina y el capital para emergencias o catástrofes.
—Sabés flaca, por
las noches convoco al sueño recordando las historias de familia que contaba la
abuela cuando éramos chicos. Pobre mujer apenas si atendíamos a sus relatos, pero
quien lo diría, de alguna manera permanecieron en un segundo plano para aflorar
ahora y quizás servir de acicate a este "no saber quehacer".
—Contame, el
terapeuta fue uno de los primeros en escaparse, tomá su lugar y dame
esperanzas.
—Bien, te cuento. Imaginate
a la anciana amoldada en el sillón comenzando el relato con detalles de cierto
contenido romántico. Más o menos así:
"El fin de
abril del novecientos diez teñía los alrededores de la casona con un amarillo
imponente. Las carreras por los senderos arrancaban al paso el penetrante
amargor de las retamas y las florcitas, recogidas con esmero, acabarían en la
diadema con que realzar los quince años transitados felizmente por Ana; rodeada
de su familia y amigos. No se podía quejar, Manuel, su padre un eminente y prometedor
empresario; su madre, concertista de piano solicitada y admirada; su hermano
mayor, inmerso en la carrera de medicina; y su hermana, abocada a la pintura.
Nada podía envidiar y de momento se disponía a disfrutar de la fiesta que por
excepcional esta vez la celebrarían en el Casino de la capital.
Al acontecimiento
había llegado desde las argentinas su padrino, vecino y amigo inseparable de su
padre que, tras emigrar a finales del diecinueve había hecho fortuna al sur de
Santa Fe. Desde el mismo momento de la llegada de Cosme todos estuvieron
sometidos a las loas y alabanzas vertidas por él para con la tierra de
promisión, invitando al personal a probar por sí mismos las mieles de la aventura
y la prosperidad.
Las intenciones de
don Cosme estaban puestas en mostrar el nuevo mundo a Ana como regalo de
cumpleaños, insistió día y noche ante la familia para que cedieran a la
pretensión de alojarla un mes en la chacra de Santa Fe, mostrarle Buenos Aires,
la asombrosa pampa y todas aquellas maravillas. Los padres de Anita cedieron a
las peticiones de Cosme, creyeron que no debían privarla de un par de meses de
vacaciones bien merecidas.
La decisión fue
tomada una tarde en presencia de la beneficiada, don Cosme atosigando, los
padres complaciendo y los hermanos envidiando.
Anita embarcó en
Vigo a los quince días en compañía del matrimonio, atrás quedaban terruño y
familia, por delante veinte días de travesía. Tras la llegada a la estancia
también quedaban atrás los buenos modales, como primera medida: presentarle a
las tres criaturas que de allí en adelante serían su sombra y responsabilidad,
sobre la cama el uniforme y el decálogo de la buena niñera; el contacto con su
familia únicamente por intermedio del matrimonio y el tiempo libre, si lo
había, para lavar y planchar.
Unos largos años
de esclavitud durante los que don Cosme, sustituyéndola, remitió cartas a
España derrochando felicidad por doquier y agregando siempre un Peso dentro del
sobre como muestra de abundancia y disfrute. Las cartas que llegaban de España para
Ana siempre terminaban en la hoguera. La pobre, educada en la obediencia extrema,
sentía tal vergüenza que fue incapaz de pedir auxilio o de huir tan siquiera.
La tristeza y el abatimiento la sumergieron en una apatía vital que terminó
afectándola físicamente, pero nunca hasta el punto de abdicar ante el cruel
matrimonio".
»Mirá que ganas de
vivir ante tanto avatar indeseable, pero ahí no quedaban las cosas, había otro más:
"Francisco
abandonó los montes de León antes de que lo reclutaran para la guerra de
África, la sangría de jóvenes que significaban las continuas levas para una
muerte segura en el desierto lo llevó a buscar alternativas de supervivencia. Había
optado por abandonar España con destino a la tan mentada Argentina. La huida
silenciosa y precipitada lo encontró con lo puesto camino de la costa
atravesando Galicia pero eso si con un objetivo claro, embarcar en el Frankfurt
tras la escala en Villagarcía, al abordaje y en connivencia con el capitán
sobornable.
Veintitrés días de
travesía lo volcaron en Buenos Aires, las amistades hechas en el viaje lo
ayudaron para superar los primeros momentos y ya más suelto en el proceder
comenzó a moverse en busca de las oportunidades que se presentaban a miles.
Brazos siempre hacían falta en el campo, y por esas cosas del destino fue a
caer para la cosecha a las tierras de don Cosme el hacendado, en Santa Fe.
Rápidamente,
hombre joven, le echó el ojo a la frágil Anita que apenas se despegaba de las
criaturas y eludía cualquier trato con extraños, ya que no estaban permitidas
las relaciones sin consentimiento dentro de sus tareas. Francisco no cesó en su
empeño y buscaba cualquier ocasión para cruzar unas palabras, casi siempre sin
encontrar respuesta, sin obtener ni una sonrisa apenas. Se enteró de la
situación por la que pasaba la pobre Ana por boca de una cocinera que había
trabajado el año anterior para Cosme. Al tanto del drama Francisco buscó el
momento adecuado para entablar una conversación con ella, lo consiguió una
primera vez y esto supuso encontrar de allí en más momentos que se fueron
haciendo habituales y buscados con deseo.
No tuvo mucho que
pensar acostumbrado a las decisiones límites, se plantó el tipo ante don Cosme
con un ultimátum simple y acordado con Anita: «O la deja salir ya mismo de esta
casa conmigo, o mañana sale una carta para casa de don Manuel en España contando
la situación a la que tiene sometida a su hija». Creo que solo hizo falta una
segunda visita y esta ya fue con un "38" de por medio, pero lo
consiguió."
»Se casaron, no sé
si felizmente ya que ella nunca quiso que nadie de la familia se enterara de lo
pasado, lo sufrió toda la vida, ni quiso saber de la muerte de los padres ni el
destino del resto de familia lejana. Eso si mano a mano con Francisco
trabajaron por el país de acogida como nadie, criaron hijos, vieron nietos, bisnietos
y prosperaron.
—¿Qué? —exclama Sila
que ahora se peina hacia atrás los cabellos con los dedos de ambas manos y
suspira profundamente como si faltara el aire—. ¿Y esos son parte del bagaje
sanguíneo que corre por tus venas?
—Ves, no todo es
dulce lo que corre a borbotones por mis venas azules. Pero tengo más para que
te sirva de ejemplo.
— Ansío oír.
—responde.
Entretanto fuera
el cielo se torna naranja tras el ventanal y los reflejos en las ondulaciones
del agua alternan entre el violeta y plata. Allí sentados no somos capaces de
imaginarnos en otro sitio que no sea este, el de antes y el que creíamos para
siempre. Nuestros padres hacen lo imposible por inyectarnos dosis de optimismo recordando
el ansia de superación innata que habita en los descendientes de las mareas
emigrantes que poblaron el país. No lo vemos claro, ni nos aflora ese espíritu
imbatible y avasallador.
—Te cambio de país
y situación, esta vez por parte de madre. —Le digo a Sila que incrédula hace lo
posible por prestar atención—. El bisabuelo Enrico, sale del Piamonte con
dieciocho añitos y cinco amigos, embarcan en Génova, tiene todo organizado en
mente ya que medio poblado se encuentra asentado en Córdoba y lo esperan
ansiosos. El viaje no es barato y le lleva casi todo el capital conseguir un
sitio en tercera; la travesía para gente de interior es pésima, los mareos, los
vómitos, la sal. En la escala de Marsella suben tres matones con siete chicas
destinadas al trabajo carnal en el cono sur. Para que decir que tanta feromona
rondando las bodegas hacinadas tenían que terminar con el blindaje de la Milieu , y nada más superar
el estrecho los tres tipos desaparecen por la borda. Las chicas confraternizan
y Eliette se rinde a los encantos de Enrico. Desembarcan en Montevideo por
evitar tropiezos inesperados y apelando a los restos del capital en una semana
consiguen arribar a San Francisco por caminos secundarios. Allí Enrico aporta
sus conocimientos de tusador de primera aplicados a peluquería, para una comuna
ítaloparlante receptiva; ella el encanto, el glamour y un francés empalagoso.
Juntos abren el primer salón Coiffeur "El barbero de Sevilla", barbas,
cabellos, muelas, masajes, tónicos, llevaron la prosperidad ansiada a la pareja
y su prole, que en número de nueve alegraron sus días. ¿Sabés una cosa? En San
Francisco solo se hablaba piamontés hasta la llegada de Eliette y su francés
dulce; y en el resto del país el castellano era un idioma relativamente
minoritario. No te parece increíble flaca.
—Y pensar que
ahora necesito un profesor particular para los idiomas, y un terapeuta que me
muestre el camino dulce de la emigración. No voy a ser capaz.
—Eso descartalo, y
mientras llegan los viejos haré un último intento por impregnarte del espíritu
aventurero. De pequeñitos solíamos asistir a casa de la abuela Bernarda para
sus cumpleaños, fueron ciento diez añitos los que vivió, y tanta familia, tanta
bebida y más comida, llevaban al éxtasis a la marabunta que alzando las copas brindaban
al unísono con un sonoro: "¡Cerrar los ojos, y... pisar la luna!, ¡Cerrar
los ojos, y... pisar la luna!" una y otra vez, nunca supe cómo encajaban
tanto alcohol. A esa edad al brindis lo tomábamos como una frase amable y
quizás con algún contenido folclórico, con el tiempo llegado el momento del
relevo generacional fui instruido en el espíritu del mantra aquel.
—¿Me lo vas a
revelar?
—Por supuesto.
Había algo en lo que todos coincidían y era en que el acto en si de emigrar era
el resultado de una situación "anómala", quizás sea esta la palabra
que englobe mejor lo heterogéneo del hecho. Tras esa coincidencia buscaron definir
la sensación del momento, para ello fueron eliminando puntos de referencia variables
que les recordase lo dejado atrás; el sol lo primero, el mapa estelar diferente
al suyo después, por fin la coincidencia llegó con la luna y ese halo romántico
que la persigue; que mejor manera de agradecer a la suerte que en el momento
justo: Cerrar los ojos, inspirar profundamente e imaginarse dando un primer
paso en la luna. Así aseguraban llegar a sentir la sensación de ingravidez
invadirlos, el bienestar, la felicidad y sobre todo la certeza en el paso dado.
—Sila mantenía clavada la mirada en mí esperando algo más—. ¡Se acabó flaca!
—sentencié, ya que pasados los treinta minutos y como todos los días, la bola
incandescente sin llegar a completarse comenzó a ser engullida por la niebla
espesa, que al mediodía se transforma en cielo encapotado, para cerrar en la
media tarde el tan mentado ciclo del agua. Día tras día.
— ¿Cuánto marca
hoy? —pregunta abatida. Me levanto y voy hasta el ventanal desde donde diviso
el bordón graduado.
—Cinco más... esto
no da más, hay que ir preparándose.
Llevábamos un año
retrasando la decisión, ahí todavía éramos unos doscientos supervivientes,
primero cerraron las cerealeras ya que el agua estaba presente por doquier, más
tarde los ganaderos y cuando el líquido elemento conquistó las rutas para no
abandonarlas, les tocó el turno a las fábricas. El efecto dominó arrastró sin
piedad a casi todos, en el primer momento fue como una estampida humana, fugaz,
con lo puesto.
Los que decidimos
quedarnos confiando en lo pasajero del desastre quizás temíamos a lo
desconocido. Pertenecíamos a una generación que ignoraba la actitud con que
enfrentarse a estas circunstancias, sabíamos que el país se había hecho grande
gracias a que otros lo dejaban todo para labrar futuro, lo sabíamos, pero lo
veíamos lejano, no dejaban de sonar en nuestros oídos como simple folclore extranjero
o cuentos de la abuela para dormir los nietos.
—Ahí vienen tus
viejos —dijo Sila señalando la lanchita que se acercaba a la puerta de reja—.
Traerán los papeles.
Las aguas campaban
a sus anchas por el territorio, la cordillera y algo del centro del país
asomaban desafiantes, pero con las grandes ciudades desaparecidas y las pocas
posibilidades de asentamiento en seco con futuro, las oleadas de gentes eran
caóticas. El viejo invirtiendo todos los ahorros nos había conseguido sitio en
un barco lombricero que zarpaba desde los amarres del desbordado Paraná con
destino a Namibia; lo que era un desierto sufría cambios acelerados y no había
tiempo que perder.
Imposible dejar
atrás como si nada todos estos años y toda nuestra gente, probablemente se
mantendrán siempre alerta los aromas inconfundibles, los sitios imborrables y
las anécdotas que, surgiendo entremezcladas con vivencias diarias nos harán
dudar sobre el presente. A pesar de todo confiamos en disfrutar del momento de
cerrar los ojos y pisar la luna como nadie lo hizo nunca.
—Flaca, vamos.
—Sila saltó del sillón, levantó la vista al techo abrió los brazos como para
abarcar lo más posible antes de la partida y comenzó a recorrer la casa
besándolo todo, paredes, muebles, cuadros; de todo se despedía con un desgarro
extremo—. ¡Venga, dejalo, ya está! —Agarré la valija y la mochila, los papeles
los aseguré en el bolsillo interior del abrigo. Me costó hacerla subir al bote
y más todavía lograr que dejara de chapotear como queriendo volverse. Por fin
entre gemidos y un mar de lágrimas pudo mirar al frente y decirme:
—No te rías
pelotudo, no ves que con tanto llanto no puedo cerrar ni los ojos, a ver si por
culpa de esto aterrizo en una luna de Júpiter.
La abracé con
fuerza en la proa del bote compartiendo lo incierto, atrás el viejo al motor esbozaba
una sonrisa complaciente y la vieja permanecía sencillamente muda.
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