Los ojos
brillosos cargados de miedo y esperanza traslucían tranquilidad. Puro
antagonismo. Un par de lágrimas mojaron los adoquines del puerto cuando se
agachó para tomar la vieja valija de cuero gastada y desvencijada, forzando el
cierre con una piola para que no se vieran las pocas pertenencias que
encerraba.
A la Región
de Marcas, Provincia de Fermo, pertenecía la píccola cittá de
Montottone, llegaba de la Italia Central huyendo de la miseria y los
desencuentros producidos por una guerra que no le pertenecía, ni a él ni a su
familia. Formaba parte de apenas el uno por ciento de montottonesi de los miles
de italianos desperdigados por el mundo, que habían partido en busca de una
vida apenas digna. Emigraba, simplemente para comer.
El gobierno
argentino necesitaba mano de obra barata para construir y poblar la desolada
Patagonia y eso era –pese a los cortes del alma y la agobiante tristeza– el
lugar soñado, la panacea que calmaría todos los dolores. Era la luminosidad de
la esperanza que desvanecía la negritud del dolor nauseabundo.
Sin
preguntas, a los empujones y el nerviosismo extranjero transformado en
temor rancio, avanzó junto a sus compatriotas hacia el Hotel de Inmigrantes,
residencia obligada hasta el encuentro de un trabajo que permitiera echarle
combustible a la utopía.
-¿Hacia dónde vas? –le gritó
de apuros el empleado, vaya a saber por qué el azar había chocado con su
cuerpo, y viendo como el río humano amenazaba con ahogarlo de gritos
inentendibles y la ansiedad de los desahuciados, respondió:
-¿Come?” -Su
casi nulo castellano no le permitía entender la pregunta, y nuevamente la
interrogación del viejo empleado, pero esta vez en el italiano básico que el
momento histórico le había enseñado de prepotencia, “¿dove stai andando?”.
Entonces el joven Nicola respondió:
-“¡Sto
cercando a Pacífico, fratello mio!” -contestó con un dejo de alegría
sintiéndose importante por la pregunta dirigida.
-“¿Y
dove vive tuo fratello?” -repreguntó el viejo ferroviario-
-“A Roca, ¡vive a Roca!”. -Y la
sensación de esperanza le golpeó la glotis y se transformó en dos lágrimas que
no alcanzaron a salir de los dos pedazos de cielo límpido que parecían sus ojos.
“Questo è il mio giorno de fortuna”, masculló por lo bajo, lo habían
elegido entre cientos. “Me llamo José,
tengo unos amigos que hacen el trayecto Buenos Aires a General Roca, ven
conmigo, te voy a ayudar a encontrar a tu hermano”. Lo tomó del brazo y
a los empellones fue abriéndose camino entre los cientos y cientos de italianos,
rumbo al Hotel de Inmigrantes.
La inmensa
mole de cemento de cuatro pisos albergaba alrededor de 3.000 inmigrantes.El hotel
los ayudaba a encontrar trabajo, trasladándolos a los lugares donde se
precisaba mano de obra y también les enseñaban a usar maquinaria para campos
grandes. Muchos eran campesinos, pero no habían salido de las herramientas de
mano de los pequeños cultivos italianos.
Dentro
del complejo funcionaba un sector donde los inmigrantes dejaban su equipaje, un
Hospital, el Correo y una sucursal del Banco Nación y, fundamentalmente, la
Oficina de Trabajo.-
Allí
pernoctó Nicola. Fue la primer noche que dormía en otra tierra, desconocida,
hostil y esperanzadora...
Todo le
costaba, hasta soñar, que era lo único económico y nada doloroso que tenía por
delante...
Al día
siguiente el amigo ferroviario le facilitó los trámites, pero debió esperar dos
días hasta que el tren regresara y volviera a partir hacia el sur.
El Hotel
se esmeraba para que los inmigrantes tuvieran acceso a la cultura argentina.
Allí también funcionaba una biblioteca con una interesante cantidad de material
didáctico a disposición del inmigrante, que tenía diversas publicaciones, mapas
y libros orientados a informar al extranjero acerca de las costumbres, del
trabajo y de la riqueza de su nueva tierra. También se ofrecían cursos básicos
del idioma, charlas sobre legislación argentina, y clases para el
aprendizaje de la utilización de maquinarias agrícolas y domésticas.
Y llegó el
día.
Partió a
Río Negro con una primera escala en Bahía Blanca, donde arribó luego de más de trece
horas de traqueteo. Luego el trasbordo a Choel Choel, pequeños parajes y, por
último, General Roca. Un fuerte abrazo al amigo ferroviario fue el gesto de
agradecimiento.
La nada.
Eso era para Nicola su nuevo espacio de vida, donde seguramente encontraría a
su hermano Pacífico. La nada. Y el miedo se volvió a apoderar de él. Las pocas
monedas que tenía en su poder, alcanzaban y sobraban para unos días de pensión
y un plato de comida caliente- Allí plantó sus temores y su inconsistencia
humana.
La ansiedad
solo le dejó conciliar un par de horas de sueño.
Ya
temprano, al día siguiente, bebió una taza de café apenas endulzada y salió a
la puerta de la pensión. Caminó en distintas direcciones preguntando por su
hermano Pacífico y dando - a duras penas por el idioma- algunas
señales fisonómicas de él. Nada. Nadie había visto alguien de nombre Pacífico
ni parecido a él. Y por primera vez se preguntó si no habría sido mejor
quedarse en Fermo y volver cuando su hermano se hubiera estabilizado
económicamente. Era el miedo que entraba y salía de él sin permiso alguno y
solo su fortaleza le permitía avanzar. Con la ilusión hecha añicos de encontrar
a su hermano, hambre y desesperanza, salió a buscar trabajo. Rápidamente lo
logró en una zona netamente frutícola. Venía de trabajar en el minifundio de la
familia y más allá de la azada y otras herramientas de mano, la tecnología era
un sitio desconocido para Nicola.
Pasaron los
días, los meses, el año desde su arribo y nada sabía de Pacífico. Se había
afianzado en la raccolta delle melle (cosecha de la manzana) y los
escasos momentos en que el trabajo y el cansancio le permitían pensar, llamaba
en su interior a Pacífico. Se había convencido del error. No era el lugar indicado.
¿Dónde estaba, por qué este desencuentro? Había sido Pacífico el encargado de
dar el puntapié para esquivar la miseria, el sería el segundo y aún quedaba
Domingo en el pequeño pueblo de Montottone esperando la carta que le anunciara
un horizonte próspero, y luego de tantos meses aún no había podido encontrarlo.
Y le brotaron las lágrimas, ya no era miedo… era impotencia.
La
necesidad lo había llevado al cocoliche, mezcla de castellano y el dialecto
marchigiano de su entrañable provincia, hecho que le había facilitado el manejo
diario con otros inmigrantes italianos y algunos españoles, en idéntica
situación a la de él, con los que había entablado una consistente amistad, por
el solo hecho de necesitar aferrarse a algo o alguien. “La solitude uccide”,
pensaba. Si, la soledad lo mataba poco a poco y sus fuerzas se iban acabando,
pero Pacífico no podría haberlo abandonado. Lo había llamado y en algún lugar
lo esperaba.
Los
domingos, los juntaba la plaza frente a la estación de tren donde se
desgranaban las anécdotas más insólitas y tristes de la vieja Europa. Era una
manera de mantener la familia cerca, con la palabra y el pensamiento.
Los días se
hicieron meses y algo dentro de Nicola le decía que Pacífico lo llamaba “¡Nicola!!,
vieni qui, ti aspetto!”.
Cierto día
de descanso, caminando por las inmediaciones de la estación ferroviaria,
escuchó que alguien lo llamaba ¡Nicola, Nicola!, a primera vista no
distinguió a algún conocido entre la gente que iba y venía disfrutando el día
de sol. Siguió caminando y nuevamente: ¡Nicola, aquí! Giró la cabeza y lo
vio mezclado entre los parroquianos, José, el amigo ferroviario que le había
facilitado su arribo a General Roca. Se abalanzó hacia el con la necesidad
propia del contacto con un conocido que clamaba a gritos su situación. Se
amalgamaron en un abrazo y tras separarse Nicola preguntó:
-¿Come
stai?,
-Bien Nicola, bien, a Dios gracias, ¿has encontrado a tu hermano?
-No, non e
qui -le manifestó con un dejo de tristeza.
Se sentaron
en un banco de la plaza y a lo largo de una hora Nicola le comentó que había
sido de su vida desde su arribo a General Roca, la búsqueda incansable de su
hermano y su trabajo en el campo con la fruta.
-Tengo gran cantidad de
compañeros de trabajo que hacen tareas en distintos ramales ferroviarios, te
prometo que voy a ayudarte a encontrar a tu hermano Pacífico preguntando por la
llegada de él, ¿cómo es tu apellido?
-¿Come? –dijo
Nicola
-Il tuo
cognome –agregó José con su básico italiano.-
-Cardigni –respondió
Nicola
-En un mes vuelvo, espero tener buenas
noticias.
Así quedó
sellado el compromiso. Nuevamente un cálido abrazo y José se perdió entre el
trajinar de la gente. En pocos minutos partía el tren que lo regresaba a Buenos
Aires.-
Como era de
esperar, la ansiedad hizo interminable los días. Era mes de cosecha y eso –junto
al cansancio de la jornada laboral– entretuvo a Nicola y obnubiló su
pensamiento diario, que iba de la lejana Italia hasta su hermano Pacífico.
Casi
treinta días pasaron hasta que José el ferroviario regresó a General Roca. El
duro trabajo con la fruta hizo que tardara un par de días en encontrar a su
amigo. Como siempre, lo encontró sentado en un banco de la plaza mirando el
cielo, tal vez maldiciendo para sus adentros el error, o buscando –por qué no-
en su amor irrenunciable por el Catolicismo, la respuesta del Altísimo por la
nefasta experiencia que se encontraba viviendo, no por el trabajo –desde
pequeño lo hacía– sino por el desencuentro con Pacífico.
-¡Nicola,
amico! -gritó José para que la voz sobresaliera por entre el murmullo de la
gente y los niños que correteaban en la plaza.
A Nicola le
costó unos segundos volver a la realidad de la plaza bulliciosa. Lo vio y en un
solo movimiento se paró y salió disparado al encuentro de su amigo.
-¿Come
stai? ¿Ci sono buone notizie?
-¡Sí! –dijo José, mostrando una enorme sonrisa que dejaba
ver los dientes manchados por el tabaco-. Encontré una persona con tu apellido en un pequeño pueblo del norte de
la Provincia de Buenos Aires.
-¿Come? – dijo
Nicola. Había que hablarle pausado para que entendiera el castellano en toda su
plenitud.
Entonces
José apeló a su italiano básico.
-Ho
trovato una persona con il tuo cognome in una citta de Buenos Aires.
-¿Come?,
¿mio fratello?
-Debe ser, Cardigni es un apellido poco común –comentó
José, ya sin percatarse si Nicola había comprendido.
-¡Mio
fratello, mio fratello! -casi gritaba Nicola-. ¿Dov´e? –preguntó
-En
Rojas -agregó José.
-¿Roca? -inquirió
Nicola con asombro
-No, Roca, no, Rojas, la “j” es una letra que no
existe en el idioma de ustedes-. Y al pronunciarla mal, ese ha sido tu error -remató
José-. Rojas, llegaste de Italia,
estabas a doscientos kilómetros de tu hermano y te fuiste a dos mil kilómetros.
Toda la
furia por la equivocación, la impotencia de la espera, se tradujo en un llanto.
Lloró como llora un niño por la reprimenda de la madre. José lo abrazó y por
espacio de dos o tres minutos se fundieron en un abrazo. El amor y la
desesperanza. La bondad y la añoranza, la ilusión y la rutina de la comodidad,
todo eso, representaron por un momento –como un cuadro surrealista– Nicola y
José. Dos seres distintos, de distintos mundos y distintos proyectos de vida,
pero con un común denominador: la solidaridad, el amor por el prójimo.
Nicola
avisó de su partida en la finca donde desempeñaba tareas –con una semana de
anticipación– y un lunes dejó General Roca junto a José, rumbo a la Capital del
país.
La
máquina a vapor demoró algo más de veinte horas en llegar a destino. Una vez en
la Capital, José lo condujo a Nicola para que sacara un boleto en la compañía
General de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires, que unía las ciudades
de Buenos Aires y Rosario, pasando por Mercedes, Salto y Pergamino.
Bajó en
Salto y de allí una volanta lo depositó en Rojas. Solo restaba encontrar a
Pacífico, algo tolerable si se tomaba en cuenta lo vivido.
Lo habían
dejado a cinco cuadras de la plaza principal, la que se encontraba rodeada de
la Parroquia y el edificio municipal. Apenas bajó, preguntó por su hermano y
tuvo la fortuna que el primer parroquiano que inquirió lo conocía. Le
indicaron con cierta precisión donde vivía y hacia allí se dirigió, casi
arrastrando la valija con sus escasas pertenencias. Solo lo separaban algunas
cuadras del único propósito por el que había dejado su píccola cittá.
Golpeó una
puerta equivocada. Le señalaron la casa de enfrente y allí terminó su desánimo.
Usó el llamador y Pacífico abrió la puerta. Las imágenes se agolparon. Más de
un año sin verse. Su partida de Génova, sus padres, el arribo a la Argentina y
el desencuentro, el terrible desencuentro por su traslado a General Roca. Claro
que lloraron abrazados, y un par de vecinos que coincidieron con el momento,
con esa situación límite, se alarmaron pensando en un mal mayor. Al acercarse
Pacífico, con los ojos atiborrados de lágrimas, balbuceó: “¡mio fratello!”, y
también ellos, por el amor y el compañerismo que los unía, soltaron alguna
lágrima, ante tremenda imagen fraternal.
Posteriormente
no todo fue felicidad, transitaron sacrificios y alguno que otro desencuentro tolerable.
Pero esa fue otra historia, bella, terrible, cargada de amarguras y un rico
anecdotario tragicómico, como la mayoría de los historias de inmigrantes.