Vivíamos en una pequeña chacra en la casa que
construyó mi padre reemplazando con ladrillos, también moldeados con su diario
trabajo, las viejas paredes del rancho
primitivo. Había en esa casa detrás del cuarto de lavar una zanja bordeada por
plantas de cala. El jabón que usaba mi madre para el lavado de la ropa lo hacía
mi abuelo con cebo por eso el agua jabonosa de esa zanja proveía nutrientes a
las calas que crecían lozanas dando un toque exuberante de verdor a aquel
rincón del jardín. Al llegar la primavera comenzaban a aparecer los primeros
pimpollos para satisfacción de mi madre
cuyo cálculo no fallaba y a fines de octubre había abundantes flores, las
llamábamos las flores de los muertos porque en grandes ramos iban a tributar el
recuerdo en las tumbas de nuestros antepasados el Día de los Difuntos.
El cementerio estaba en la ciudad distante
unos 40 kilómetros de nuestro pueblo por lo tanto quienes ese día no lograban
viajar en el único vehículo de transporte público existente debían conseguir
otro medio. Mi familia junto a algunos vecinos o amigos tenía por costumbre
alquilar un camión pequeño en cuya caja se colocaban banquetas para los mayores
y los niños nos sentábamos en el piso.
En la ciudad frente al cementerio se montaban
puestos de ventas de bebidas, comidas, flores y recordatorios, allí la gente se
auto convocaba y era como un día festivo aunque evocara la muerte. Recuerdo que
desde niña siempre estrenaba vestido y a veces también zapatos. Todas las
tumbas, nichos y bóvedas se limpiaban con esmero en los días previos.
Así año tras año se repetía este ritual que
en mi infancia significaba toda una aventura y luego en el preludio de mi
adolescencia motivo de coqueteo y encuentros. Luego el paso del tiempo,
implacable transformador, fue dejando todo aquello en el pasado.
La última vez que participé de este día tenía
yo unos doce años, estaba terminando mis estudios primarios y lo recuerdo muy
especialmente por lo que pasó.
Amanecía cuando mis padres nos sacaron de la
cama y empezaron los preparativos. Las calas en un gran ramo estaban en un
balde con agua desde la noche. Mi padre vestido con su eterno traje gris y sus
zapatos lustrados; mi madre con su mejor vestido, zapatos de tacón y un poco de color en sus labios trenzaba mi
pelo mientras mis hermanas terminaban sin ayuda su arreglo. Ese año se sumó a
la familia el tío Juan que llegó el día anterior agitando su pañuelo blanco
desde el tren que venía de Santa Fe y pasaba atrás de nuestra chacra.
Era una espléndida mañana de noviembre con
una brisa cálida que soplaba del norte y algunos nubarrones oscuros sobre el
horizonte al sur. A la hora convenida pasó el camión a recogernos, luego fueron
subiendo el resto de los pasajeros. Transitando por camino de tierra llegamos a
la ciudad a media mañana, el sol pegaba fuerte y las nubes oscuras en el sur
presagiaban tormenta. Entre el gentío que ya poblaba las callejuelas del
cementerio nos dirigimos a la tumba donde reposaban aquellos parientes que,
para mí, sólo eran nombres y rostros cuyos retratos enmarcados colgaban en las
paredes de nuestra casa. Luego de colocado el tributo de las calas, del saludo
ceremonioso y un tiempo dedicado a los recuerdos mi padre y el tío Juan caminaron
hacia la salida mientras mi madre y mis hermanas con algunas flores que reservaron iban hasta la tumba de un
conocido. Con mi amiga Elena habíamos convenido encontrarnos así que pedí
permiso para ir con ella
-Vayan pero cuando escuchen las campanadas de
las 12 las espero en la entrada –dijo madre
-¿Dónde estarán ustedes? –pregunté
-Al lado del puesto de flores –respondió
Con Elena habíamos hecho cita con unos chicos
que nos gustaban y cuando los encontramos ella y Simón de alejaron por una
callecita que se internaba entre las tumbas más olvidadas. Mateo y yo nos
refugiamos tras una vieja bóveda abandonada. Me contó que a su padre, que
trabajaba en el ferrocarril, lo habían
trasladado a otra localidad por lo tanto toda la familia se iría a vivir allí,
no se qué más me dijo sólo recuerdo que nos miramos en silencio y me besó.
Allí, en ese ambiente lúgubre cual una premonición de su destino nació mi
primer amor con aquel, también, mi primer beso. Las campanadas del medio día rompieron
el hechizo, le dije que debía irme pues mi madre me esperaba apretó mi mano y
me dejó una medallita.
El cielo se había cubierto de nubes oscuras y
lejos se oían algunos truenos. En la puerta estaban mis hermanas, pregunté por
mi madre, me dijeron que había ido en busca de mi padre y que debido a la tormenta debíamos apresurarnos a regresar.
Luego de recorrer varios puestos para dar con
mi padre y el tío mi madre con el ceño fruncido y fijando los ojos sobre una botella de vino,
ya vacía sobre la mesa, los encontró recordando
sonrientes y jocosos tiempos pasados de su juventud. Les avisó que debíamos regresar. Ellos apuraron
el último trago pero, al intentar ponerse de pie ambos no estaban muy estables
y mi padre trastabilló tumbando la mesa y algunas sillas. El tío Juan lo ayudó
a levantarse y medio zigzagueantes
caminaron hacia el estacionamiento donde todos los pasajeros ya
estábamos sobre el camión.
Con las primeras gotas de lluvia y un cielo
cargado de nubes oscuras emprendimos el regreso cubiertos con una vieja lona
que hacía de techo. Mi padre sentado en el piso sobre una de las esquinas casi
de inmediato se sumió en un sueño profundo con ronquidos intermitentes, sobre
la otra esquina el tío no estaba tan tranquilo, poco habituado a beber alcohol
con el movimiento ondulante del vehículo fue presa de los mareos que le
produjeron un vómito indomable y ácido que salpicó a casi todo el pasaje. Mi
madre pedía disculpas y con una toalla que siempre llevaba en su bolso trataba
de limpiar sacándola luego para que la lluvia, que ya caía intensamente, la
lavara y empapara para volver a limpiar. Todos estábamos en silencio.
Ya dije que el camino era de tierra, bastante
firme al principio pero no tanto cuando faltaba poco para llegar al pueblo. El
conductor parecía un piloto de turismo carretera tratando de mantener el viejo
Bedford que coleteaba en el barro pero finalmente comenzó a patinar y hundirse
por la parte delantera en un suelo blando y resbaladizo donde las ruedas
traseras, sin encontrar asidero, fueron a parar a la cuneta.
-¡No va más! – gritó don Alberto traspirado
luego del esfuerzo realizado para dominarlo, mientras se arremangaba los
pantalones – tenemos que seguir a pie.
Tuvimos que despertar a mi padre que no
entendía nada de lo que pasaba, por suerte mi tío que también había dormido un
poco se sentía mejor. Nos quitamos el
calzado, los zapatos de mis padres y el tío los pusimos en el balde de las
calas, mis hermanas y yo los llevamos en la mano. Nadie hablaba más que lo
necesario así que, cual silenciosa caravana de gitanos, cuando la lluvia amainó
nos pusimos en marcha para llegar a casa, embarrados, mojados y en silencio
luego de una larga caminata.
Nadie habló mucho aquella noche. Nos quitamos
el barro, comimos algo y nos fuimos a dormir. Al día siguiente el tío Juan
partió en el tren del mediodía. Vimos su pañuelo blanco a la distancia que nos
decía adiós. Fue la última vez que lo vi. Tampoco volví a ver a Mateo.
Hoy es
2 de noviembre y en un rincón del jardín las calas han florecido. Mi madre
murió hace unos meses, a ella le gustaba escribir. Entre sus cosas encontré
este relato, no sé si fue real. También había una pequeña medalla con la figura
de una estrella.
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