viernes, 23 de noviembre de 2018

Matarse un gato - Fermín Vilela

Lo importante era divertirnos. Y cuando vuelvo a eso entiendo por qué la crueldad es cosa nata y toma un ritmo que rara vez se olvida, un ritmo del que todos somos cómplices. Me acuerdo de las risas, de los perfiles transpirados. Del silencio de siesta por detrás nuestro. También de aquellos tapiales abandonados yendo para el lado del cementerio, porque era ahí donde había que ir a buscarlos. El método era sencillo: mandabas el pie entre los matorrales hasta sentir algo moverse, después pateabas con fuerza. Si querías hacerlo bien había que estar atento, ir despacio y no atolondrarse.
El más grande de nosotros tres se llamaba Federico, pero a él le gustaba que le digan Manzano. El loco Manzano. Era quien se encargaba, cada tarde, de pensar cómo íbamos a jugar con los sapos. Por lo general hervía agua en una olla grande como para lograr meter cinco o seis dentro. Se llenaban de ampollas y pataleaban hacia adelante, desesperados. Si por alguna razón ése día no andábamos muy inspirados elegíamos el método más rápido: el uso de la pala. Con un solo golpe podías cortar cualquier sapo por la mitad. O sacarle la cabeza. O las patas. Amadeo, el tercero sordomudo, era quien más lo disfrutaba. Aplaudía y reía entre frases apenas comprensibles, más parecidas a berreos que a otra cosa. Nos llevó tiempo acostumbrarnos a la risa de Amadeo. Era una risa diferente. Manzano había aprendido a transformarlo en una especie de fiel esbirro, y hacé esto, hace lo otro solía gritarle mientras me guiñaba un ojo cómplice, inyectado en rabia.
El jueves aquél Amadeo nos invitó a tomar la leche a su casa. Con Manzano sabíamos que allá uno la pasaba bien. Su pieza era distinta a todas las otras piezas, llena de juguetes y videojuegos. Amadeo era un chico con suerte. Incluso llegué a pensar en si hubiese preferido tener esa vida a cambio de mi capacidad para escuchar.
Me gustaba mucho estar ahí. Era una casa cómoda, con buena gente viviendo en ella.
–¿Y? ¿Cómo andan los pibes?
El padre de Amadeo empezó a taladrarnos con preguntas. Nosotros hacíamos lo mismo dijo mientras nos sacudía la tierra del pelo con una sonrisa que todavía tengo pegada en medio de la frente. Con su madre, en cambio, las cosas tomaron otra forma. Mi viejo me había contado, una vez, que la mamá de Amadeo era una persona especial y peligrosa. Pero el jueves aquél no se portó de esa forma. Ni bien nos vio sentados en la mesa de su propia cocina se puso a contar unos chistes que me resultaron de lo más simpáticos. Mucho no duró; Amadeo miró fijo a su padre, diciéndole algo por ese sistema de señas que ni Manzano ni yo habíamos aprendido a usar. Terminaron llevándosela sin dejarla siquiera despedirse, y por mi parte no tenía idea de que esa sería la última vez que la llegaría a ver.
Manzano me confesaría, horas después, cuánto detestaba esa casa. Según él iba para atragantarse de vainillas y tomar chocolatada Toddy. Los dedos, lastimados, se le ponían bien marrones gracias al cacao en polvo. Siempre hacía alarde del estado de sus dedos. Pero cuando te animabas a preguntarle por las lastimaduras no decía mucho. Teníamos entendido que los sábados trabajaba en la herrería de su tío, y cada tanto nos contaba, orgulloso, que era forjando como se lastimaba. Que era así como podía tragarse su propio dolor.

La indicación de mi viejo fue simple: cuidá a tu abuela. Aunque, a decir verdad, era ella, era Martina la que terminaba siempre cuidándome a mí. Me acuerdo de sus manos. Porque así fue parte del jueves aquél: con sus hermosas manos cebando mate dulce.
–En cuanto vea que se mandan alguna les pego una patada en el traste y se va cada uno a su casa.
La abuela Martina lograba engañarnos, aunque jamás se engañaba a sí misma. Después de todos esos retos se le escapaba siempre una sonrisa bien contenida. Manzano estaba encantado con ella, y era raro verlo así, tan tranquilo, haciendo una pregunta tras otra. Amadeo también la apreciaba. A los dos se le abrían grandes los ojos cuando veían a la vieja compartir el matecito de chapa que, atravesado por el sol, humeaba por encima de nuestras cabezas.
El jueves aquél agarramos nuestras mochilas y, antes de seguir camino, Martina pidió que esperemos. Fue hacia el fondo de la casa para volver con una de sus viejas lata de galletitas. Nos hizo abrir las manos. Repartió nueve caramelos y un beso en la cabeza para cada uno.
 –Jueguen bien, me escucharon. Nada de andar haciendo locuras. Vayan.
Era mediodía. Había que estar atentos al sol para no terminar insolados. Mientras caminábamos propuse mojar las remeras y ponérnoslas sobre las cabezas como grandes turbantes. Paramos en una canilla, al lado de un garaje. El agua me caía en la nuca mientras pensaba en todo lo que teníamos para aprender de los viejos.
Al momento de cerrar la canilla, Manzano se agachó para quedar exactamente a mi altura.
–Che, vos, escuchame. Para juntarte con nosotros tenés que hacer algo.
Amadeo, que tan bien leía los labios, entendió todo. Se puso medio ansioso y empezó a mover las manos. Después intentó articular algunas palabras.
–No, Ama, olvídate. Vos sos mufa. Yo le digo al pescado este, que no se anima a hacer nada –dijo, adelantando la cara hasta enfrentarla a la mía –Matar un gato. Matar un gato o varios. Cuánto a que no te animás.
–Vos decime qué tengo que hacer.
–¿Estás seguro, pescado?
–Decime lo que tengo que hacer.
Manzano se paró. En ese momento me di cuenta lo petiso que era. Amadeo, al lado suyo, parecía una especie de hermano mayor.
–Así me gusta, che. Nos vemos en dos horas en el baldío de los tapiales.
No llegué ni a decir sí que pegaron media vuelta. Vi alejarse sus dos cuerpos hasta lograr desaparecer en la otra esquina. Y ahí quedé, envuelto en mi mameluco empapado, cocinado ante el sol del mediodía.

Con el horario intenté ser lo más exacto posible. Dos horas después estábamos en el baldío que el tío de Manzano había comprado años atrás. Al momento de llegar, me saludaron con un leve movimiento de cabeza. Amadeo, muy serio, sostenía una caja grande de galletitas Bagley. La apoyó en el suelo. Y antes de dejarme ver lo que había en su interior, se puso a gemir. De repente Manzano apretó los dientes contra su labio inferior y le metió una bofetada.
–¿Qué mirás, loco? Porque sea sordo no lo voy a tratar bien. Tiene que hacerse hombre. En la escuela nadie le da pelota, yo soy el único, conmigo se va a hacer bien hombre.
Empecé a escuchar pequeños maullidos, y cuando Manzano metió la mano en aquella caja no pude ni siquiera reaccionar. Cerré los ojos después de escuchar el golpe seco, metálico, después los festejos, como si se tratase de cualquier gol en un partido amistoso. Sentí ganas de vomitar. Al intentar sacar otro se les escapó de las manos. Pero Manzano volvió a agarrarlo; estaba como loco. Clavó su mirada y gritó para que me anime, sosteniendo al gato por el cogote. Entonces no pensé más. Agarré la pala con firmeza, llevando el mango hacia arriba, en dirección el cielo.
Pasaron días, semanas, hasta que no volví a verlos. A ninguno de los dos.

En el mes de julio quisieron mandar a mi abuela Martina a un geriátrico. No pasó ni una semana que tuvieron que internarla, de urgencia, en un hospital. Por lo visto había intentado escaparse en una noche de mucha lluvia. La encontraron totalmente empapada, cerca de su casa y de una pulmonía. Según los médicos, había empezado a mejorar. Papá suspendió sus idas y venidas a Buenos Aires para quedarse ahí, junto a ella. Logré visitarla sólo una vez. Estaba acostada. Al verme entrar, me saludó con la misma calidez de siempre. Era raro verla así. Las canas habían empezado a tomar posesión de su pelo. Ella acostumbraba ir, cada quince días, a la peluquería de su amiga Nilda para teñirse el pelo. Años después, papá me contaría que le habían reservado turno en lo de Nilda para cuando saliese del hospital. Pero en esos días tuvo una fuerte recaída, y antes de que nada más pase, mi abuela Martina falleció.
 Al día siguiente papá no me dejó ir al velatorio. Le parecía algo morboso e innecesario. Ni bien empecé a insistirle me ordenó que vaya a jugar con mis amigos. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. Me puse una campera, un gorro y salí. El baldío de Manzano quedaba a medio pueblo de distancia.
El frío nocturno se mezclaba con los primeros rayos de sol mañanero, y todavía notaba un vapor saliéndome de la boca. Pasaron las cuadras hasta encontrarme, poco a poco, con los baldíos de siempre. Se notaba que hacía tiempo nadie andaba por ahí. Los matorrales habían crecido de manera descomunal.
Por dentro me aterraba la idea de encontrarme con Manzano o con los berreos enfermizos de Amadeo. Pero no pasó nada. Me clavé en medio de la calle, sin ningún alma alrededor. Y antes de pegar media vuelta creí escuchar algo inquietante, algo parecido a un llamado, a nuestros juegos secretos y miserables.

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