viernes, 23 de noviembre de 2018

Reencuentro - Elida Cantarella


Un brazo oscuro, desarticulado, libre de vellosidades y con cicatrices, tomó mi mano y me llevó por un pasillo ancho, inundado de sol. No podía apartar mis ojos del patio. Las ranuras de las baldosa se pintaban con rayuelas.  Mercedes buscaba otra tiza para finalizar las casillas. Me descubrió y me señaló los frisos. De las grietas asomaban, con su cara redonda, las figuras de una lejana tapadita.
El damasco y el ciruelo lamían con sus ramas la soga que se esforzaba por adherirse al tronco. La miré y comencé a danzar. ¡Uno, dos y tres! Salté al compás de las voces de  Angelita y de Mirta que coreaban:

“Soy la reina de los mares
si usted lo quiere saber,
tiro mi pañuelo al agua
y lo vuelvo a recoger”.

Y salté, salté al lado de Graciela, amiga y compañera de juegos y travesuras. Vivíamos una enfrente de la otra. En mi casa teníamos un almacén, y en la de ella,  panadería. El pan se elaboraba en un espacio amplio llamado  cuadra, al fondo estaba la marlera, albergaba montañas de marlos que alimentaban a los hornos. Era uno de los lugares de nuestros juegos, construíamos túneles y pasadizos que terminaban con torres de castillos medievales.
María Pastora deshojaba coronitas de novia, los pétalos se adherían a mis cabellos. El zumbido de las abejas nos perseguía hasta la escalinata del mástil. Cada grado formaba fila, de menor a mayor, con guardapolvos tableados, de lazo y moño, los de las niñas, y rectos, los de los varones. Las miradas se detenían  en la enseña nacional. El brazo enérgico de Gilberto  la elevaba tan alto que quería acariciar las nubes. El silencio cubrió la tarde, sólo se oyeron voces que entonaron la oración a la bandera.
Las filas se rompieron al ingreso de las aulas. Los pupitres de madera  mostraban, en el centro de la tabla, el hueco donde se alzaban, orgullosos, los tinteros, y las huellas azules. José Luis disparaba flechas de papel. En esa batalla, chocaban contra los avioncitos que permanecían adheridos al techo, y que el paso de los años  había barnizado de ocre. Oscar repasaba las tablas de multiplicar,  en un rincón, y después que las memorizaba rehacía las cuentas de dividir.
Cuando encontré  a mi guía, Tito señalaba con él,  unos islotes australes. Miré el techo y recordé que era el salón donde, una mañana de mucho frío, la caída de una estufa a querosene había provocado un pequeño incendio. (El correteo inquieto de Manolo fue a dar contra ella, y el combustible derramado en el piso propagó las llamas). Una campera de Martita y el guardapolvo de Mónica terminaron quemados, cuando en medio de la desesperación pretendieron apagar el fuego. Los gritos de auxilio se hicieron  escuchar por las ventanas. La puerta se había hinchado por el calor y no se podía abrir.
Pero ese día era especial,  la clase fue distinta. La escuela cumplía años y era motivo de reencuentros. De recordar a los amigos que ya no estaban, Jorge, Bochi, Manolo,  se habían subido a un barrilete con alas.
Desde la cocina nos invadía el aroma a chocolate.  Noemí me recordó otro olor, el de la cascarilla de cacao que nos sacaba el frío, en  inviernos de escarcha y  sabañones.
En el salón de actos, el órgano desprendía los acordes del himno nacional: “O juremos con gloria morir, o juremos con gloria morir”. Se avivaron  las Imágenes de la última fiesta de fin de curso, cuando los caminos se separaban, pero había que engarzar en el recuerdo los eslabones de la amistad, nacidos en esa escuela.
El brazo oscuro y rígido del guía me señalaba  que era la hora de la despedida. La escuela había quedado vacía, todos se habían ido. Él debía volver a su lugar, a descansar y a despejarse de las emociones.
Mis ojos buscaron la última imagen. La grabé en mis retinas, en mi interior. La  postal con los amigos que quebrábamos el andar del tiempo.
El puntero, cómplice de mi recorrido, me hizo un guiño y estiró la silueta, a un costado del pizarrón.

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