Un
brazo oscuro, desarticulado, libre de vellosidades y con cicatrices, tomó mi
mano y me llevó por un pasillo ancho, inundado de sol. No podía apartar mis
ojos del patio. Las ranuras de las baldosa se pintaban con rayuelas. Mercedes buscaba otra tiza para finalizar las
casillas. Me descubrió y me señaló los frisos. De las grietas asomaban, con su
cara redonda, las figuras de una lejana tapadita.
El
damasco y el ciruelo lamían con sus ramas la soga que se esforzaba por
adherirse al tronco. La miré y comencé a danzar. ¡Uno, dos y tres! Salté al
compás de las voces de Angelita y de
Mirta que coreaban:
“Soy
la reina de los mares
si
usted lo quiere saber,
tiro
mi pañuelo al agua
y
lo vuelvo a recoger”.
Y
salté, salté al lado de Graciela, amiga y compañera de juegos y travesuras.
Vivíamos una enfrente de la otra. En mi casa teníamos un almacén, y en la de
ella, panadería. El pan se elaboraba en
un espacio amplio llamado cuadra, al fondo
estaba la marlera, albergaba montañas de marlos que alimentaban a los hornos.
Era uno de los lugares de nuestros juegos, construíamos túneles y pasadizos que
terminaban con torres de castillos medievales.
María
Pastora deshojaba coronitas de novia, los pétalos se adherían a mis cabellos.
El zumbido de las abejas nos perseguía hasta la escalinata del mástil. Cada
grado formaba fila, de menor a mayor, con guardapolvos tableados, de lazo y
moño, los de las niñas, y rectos, los de los varones. Las miradas se
detenían en la enseña nacional. El brazo
enérgico de Gilberto la elevaba tan alto
que quería acariciar las nubes. El silencio cubrió la tarde, sólo se oyeron
voces que entonaron la oración a la bandera.
Las
filas se rompieron al ingreso de las aulas. Los pupitres de madera mostraban, en el centro de la tabla, el hueco
donde se alzaban, orgullosos, los tinteros, y las huellas azules. José Luis
disparaba flechas de papel. En esa batalla, chocaban contra los avioncitos que
permanecían adheridos al techo, y que el paso de los años había barnizado de ocre. Oscar repasaba las
tablas de multiplicar, en un rincón, y
después que las memorizaba rehacía las cuentas de dividir.
Cuando
encontré a mi guía, Tito señalaba con
él, unos islotes australes. Miré el
techo y recordé que era el salón donde, una mañana de mucho frío, la caída de
una estufa a querosene había provocado un pequeño incendio. (El correteo
inquieto de Manolo fue a dar contra ella, y el combustible derramado en el piso
propagó las llamas). Una campera de Martita y el guardapolvo de Mónica
terminaron quemados, cuando en medio de la desesperación pretendieron apagar el
fuego. Los gritos de auxilio se hicieron
escuchar por las ventanas. La puerta se había hinchado por el calor y no
se podía abrir.
Pero
ese día era especial, la clase fue
distinta. La escuela cumplía años y era motivo de reencuentros. De recordar a
los amigos que ya no estaban, Jorge, Bochi, Manolo, se habían subido a un barrilete con alas.
Desde
la cocina nos invadía el aroma a chocolate.
Noemí me recordó otro olor, el de la cascarilla de cacao que nos sacaba
el frío, en inviernos de escarcha y sabañones.
En
el salón de actos, el órgano desprendía los acordes del himno nacional: “O
juremos con gloria morir, o juremos con gloria morir”. Se avivaron las Imágenes de la última fiesta de fin de
curso, cuando los caminos se separaban, pero había que engarzar en el recuerdo
los eslabones de la amistad, nacidos en esa escuela.
El
brazo oscuro y rígido del guía me señalaba
que era la hora de la despedida. La escuela había quedado vacía, todos
se habían ido. Él debía volver a su lugar, a descansar y a despejarse de las
emociones.
Mis
ojos buscaron la última imagen. La grabé en mis retinas, en mi interior.
La postal con los amigos que quebrábamos
el andar del tiempo.
El
puntero, cómplice de mi recorrido, me hizo un guiño y estiró la silueta, a un
costado del pizarrón.
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