viernes, 23 de noviembre de 2018

Los ferroviarios - Claudio Colombini


Luis llego en el colectivo de las tres de la tarde, dejó su bolso en una habitación del hotel frente a la plaza y caminó las seis cuadras hasta el hospital, la secretaria que atendía la recepción le dijo que Miguel Lucero se encontraba en la habitación veintiséis del segundo piso.
Habían pasado veinte años, sin saberse, sin hablarse, nombrándose el uno al otro, por momentos parecía que el olvido era un duende que había venido a despojarlos de lo vivido.
Vaya uno a saber porque pasaron tanto tiempo sin verse, tal vez porque un día se abrazaron y fue un abrazo que trascendió los límites del tiempo de los hombres y fue más allá, fue a ese lugar del que nunca se vuelve cuando la vida te pone un hermano entre las manos.
Los dos habían sido ferroviarios de Villa Amelia, un pueblo rural nacido y criado a orillas del tren y un poco a orillas del mundo. Con sus cuarenta casas, sus ciento setenta habitantes apenas separados por algunos ligustros, gallinas en las calles, mil perros que no ladran, una cancha de futbol con arcos de madera, territorio de niños y a veces con ovejas; una escuela chiquita, un destacamento inútil y todos los colores en la ropa tendida.
Luis había llegado un verano del cuarenta y seis como jefe de estación, venía del norte, con todo su norte a cuestas. Miguel era de la zona, nacido en el paraje Agua Blanca, llegado unos meses después como ayudante.
A los dos les creció la vida entre rieles y valijas y mientras todos iban y venían ellos estaban ahí, con el andén barrido, poniendo la mano en el hombro en cada despedida, haciendo un ritual sagrado de lo cotidiano, hundiéndose en lo simple y muriéndose un poco en cada tren que partía.
Nunca supieron de rangos, era lo mismo bajar la hacienda en los corrales que ordenar las cargas en los galpones, era lo mismo atender la boletería que bajar la barrera en el cruce cuando el tren no se detenía en la estación; juntos preparaban los catres y las jarras con agua cuando andaban los crotos arriba de los trenes con la ley bajo el brazo.
Cada uno tenía su casa, su familia, su pan, su vaso de vino, su viento de agosto, sus gatos, su florero con junquillos.
Cada uno tenía su overol azul, sus zapatos negros lustrados, su gorra ferroviaria, su radio a pilas; los dos tenían una virgen de Lujan en la sala de espera con la vela prendida y sabían muy bien que darlo todo era la única forma limpia y blanca de ganarse la vida.
“Así son las cosas”, decían, y se secaban la frente y se ponían de frente y a veces se volvían más amigos que nunca cuando la brasa obrera quemaba en la parrilla un pedazo de carne.
Con alma de domingo andaban la semana, de tanto en tanto en la radio jugaba Independiente y un pedazo de pan y un poquito de cielo les daba el empujón para seguir andando, como cuando llenaban las panzas de las máquinas con el agua del tanque para que todos vayan, para que todos vuelvan, para que todo siga.
Habían pasado veinte años y Luis apretaba fuerte la mano de Miguel con la misma fuerza y el mismo amor como cuando fue a despedirlo al camino de tierra que unía Villa Amelia con Las Mercedes; con el cierre del ramal debían irse del lugar, grises del cansancio como el humo de las maquinas, abandonar ese mundo que habían fundado juntos, ese mundo en manga de camisas, ese mate caliente y mañanero y la escarcha de julio y ese verano amigo que llenaba de flores y de liebres las orillas de la vía.
Habían pasado veinte años y no podía soltarle la mano por aquella noche de temporal, cuando Miguel arrancó la zorra y se fue en medio de la tormenta, iluminado de a ratos, hasta el pueblo de Los Sauces a buscar al Dr. Méndez porque la esposa de Luis andaba queriendo darle un hijo a ese lugar.
Los trenes se fueron, las estaciones se quedaron en silencio y Luis sigue ahí, apretando fuerte la mano de Miguel y se vuelven a encontrar en aquella sala del telégrafo un veintiséis de julio de mil novecientos cincuenta y dos, el día que llego el telegrama que informaba al pueblo el fallecimiento de Eva Duarte de Perón, cerraron la puerta y se quedaron solos y volvieron a llorar igual que los horneros que pierden a su hembra.
En cada apretón se sueñan yendo al único almacén del pueblo, ante el mágico llamado de las bochas golpeando en la tabla del fondo, a ganarse el poroto en un naipe de amigos, afuera en los palenques duerme un sulky cansado, adentro el salario paga otra vuelta y se festeja un ratito la vida.
La tarde se iba muriendo de a poco y los recuerdos se hacían cada vez más presentes, brotaban por todos los rincones llenando de ruidos, de rostros y de aromas la habitación; hasta que un silencio profundo se instaló entre ambos, el mismo silencio como cuando miraban el horizonte interminable que tenía Villa Amelia, el mismo que habían mirado juntos durante treinta años.
No permitió que el estado melancólico que le generaba esa situación se asociara a la tristeza, todo lo contrario, se sentía feliz y agradecido; todo estaba ahí, en lo vivido, y siempre estaría en ese lugar… vayas a donde vayas, nunca te olvides que no hay que pisar las flores, Miguel,  le dijo en voz baja al oído.
Se notaba a través de la cortina que estaba anocheciendo, Luis le pasó su mano suavemente por sobre la sábana que le cubría las piernas, luego se puso de pie, miró el rítmico y eterno goteo del suero, le dio un beso en la frente y se fue por los pasillos del hospital apurando el paso, no le cabían las lágrimas en el cuerpo, pero igual sonreía.
Salió a la calle, a veces ajena al mundo de los hombres, se miró el rostro en su pañuelo y empezó a caminar hasta el hotel... a las diez juega Independiente,  tal vez lo mire, pensó. 
Cuando la enfermera del turno noche entró a la habitación, encontró sobre la mesa de luz al lado de la cama, una foto de dos hombres en una estación de trenes envueltos en el vapor de una locomotora, uno de ellos sostenía una bandera verde y una linterna se asomaba por el bolsillo del saco.

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