Leí en el diario la noticia de
su muerte. Un recuadro pequeño. Insignificantes
palabras anunciaban el accidente. Una mala maniobra, y, un amigo de la
adolescencia terminaba en el fondo de un
barranco, aplastado por el auto. Era un
enamorado de las provincias del noroeste argentino. No eran casuales sus
recorridos y entrevistas a los lugareños.
En mis frecuentes visitas al
pueblo de nuestra infancia, pasaba primero por su casa, luego visitaba a mis
familiares. Sin que yo se lo pidiera, Manuel anunciaba mi llegada y organizaba
un picadito de fútbol con los muchachos del club. Terminábamos la jornada matizando
unas partidas de truco con el vermut que
servía el cantinero.
Hablé por teléfono con su hijo
mayor. No fueron muchos más los datos
que me dio acerca del accidente, que los que ya había leído. Me pidió que no viajara,
no habría velatorio. El cuerpo estaba irreconocible.
Lo recordaría con esa sonrisa y
la alegría que lo desbordaba. Con la picardía compartida cuando en las tardes
de verano pedaleábamos hasta las quintas, escondíamos las bicicletas y
llenábamos las bolsas con duraznos. En el apuro por arrancar la mayor cantidad,
no nos fijábamos si estaban maduros. En el trayecto, al volver a casa, comíamos
los más grandes y morados, llegábamos chorreando lo que se desprendía de la
pulpa carnosa. Los pintones iban derecho a la olla, después se los envasaba
para convertirse en el postre de los domingos. El viejo apartaba los más chicos
y los embotellaba con caña, para el invierno, decía, pero juro que lo vi
relamerse en pleno mes de enero. Nunca olvidaré la tarde que tuvimos que dejar
las bolsas con las futas recién cortadas. Manuel no vio el panal de avispas que
colgaba de una de las ramas. Era tanto el apuro por sacar distancia del
enjambre que nos perseguía, que casi dejamos las bicicletas.
Los días que le siguieron a la
terrible noticia, trataba de rodearme de aquellos amigos o compañeros, que como yo, habían perseguido
distintos horizontes en la gran ciudad. Manuel no venía nunca hasta nosotros, consideraba que el
medio en que vivíamos era una trampa de cemento.
Los meses fueron transcurriendo
sin tener resultados acerca del accidente. Quedó caratulado como negligencia
del conductor. Conocía bien a Manuel y sabía de su prudencia. Algo aguijoneaba mi corazón, pura intuición,
no sé, y, terco como soy, decidí
investigar por mi cuenta.
Llegue a ese
poblado de chicos descalzos y perros flacos decidido a saber la verdad. Según
la fuente oficial, la caída al barranco
se había producido en una zona de curvas y contra curvas. Sin embargo, el
camino era recto en las márgenes del pueblo.
Ante la negativa o escasa predisposición de autoridades y de
habitantes me apoltroné en un recado, justo
al lado del aljibe. Esperé el momento en que el morador de la vivienda llegara
hasta el brocal del pozo a recoger agua fresca. Del interior del rancho, alguien
descorrió la cortina de arpillera y se acercó. Caminaba con lentitud entre las cabras y los chivos que se
amontonaban buscando la sombra de un
algarrobo. La anciana llevaba la cabeza cubierta, a esa hora el sol lo
achicharraba todo.
Llegó a mi lado, y, entre
palabras absurdas, lanzó una carcajada. Traté de mantener la calma. Tiró el
balde hasta lo más profundo, mientras la roldana que hacía circular la cadena
tarareaba su canción de óxido. Me ofreció de beber y me dirigió una mirada inquietante,
sus ojos destilaban un raro brillo. Le extendí el recorte del diario y le pedí
que buscara en su memoria alguna imagen de ese día, en que mi amigo había perdido la vida,
enfrente de su casa. Con el papel entre las manos vociferaba incoherencias. Se
encaminó al interior del rancho.
-¡Ave María Purísima! - dijo la
anciana, y agregó: ¡Otro más! Y bueno, se hará tu voluntad, San Tristán de los
Barrancos.
Dentro de la vivienda se levantaba
un altar muy rudimentario, rodeado de velas y figuras paganas. La mujer hizo unas
cruces sobre una efigie. Tironeó del lienzo y la dejó al descubierto. Al pie de
ella había una leyenda escrita en relieve. Intenté leerla, pero un grito, me paralizó.
-¡Si lees una sola palabra, el
barranco hará tronar su escarmiento!
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