viernes, 23 de noviembre de 2018

El secreto - Elida Cantarella


Leí en el diario la noticia de su muerte. Un recuadro pequeño.  Insignificantes palabras anunciaban el accidente. Una mala maniobra, y, un amigo de la adolescencia  terminaba en el fondo de un  barranco, aplastado por el auto. Era un enamorado de las provincias del noroeste argentino. No eran casuales sus recorridos y entrevistas a los lugareños.
En mis frecuentes visitas al pueblo de nuestra infancia, pasaba primero por su casa, luego visitaba a mis familiares. Sin que yo se lo pidiera, Manuel anunciaba mi llegada y organizaba un picadito de fútbol con los muchachos del club. Terminábamos la jornada matizando unas partidas de truco  con el vermut que servía el cantinero.
Hablé por teléfono con su hijo mayor. No fueron muchos más  los datos que me dio acerca del accidente, que los que ya había leído. Me pidió que no viajara, no habría velatorio. El cuerpo estaba irreconocible.
Lo recordaría con esa sonrisa y la alegría que lo desbordaba. Con la picardía compartida cuando en las tardes de verano pedaleábamos hasta las quintas, escondíamos las bicicletas y llenábamos las bolsas con duraznos. En el apuro por arrancar la mayor cantidad, no nos fijábamos si estaban maduros. En el trayecto, al volver a casa, comíamos los más grandes y morados, llegábamos chorreando lo que se desprendía de la pulpa carnosa. Los pintones iban derecho a la olla, después se los envasaba para convertirse en el postre de los domingos. El viejo apartaba los más chicos y los embotellaba con caña, para el invierno, decía, pero juro que lo vi relamerse en pleno mes de enero. Nunca olvidaré la tarde que tuvimos que dejar las bolsas con las futas recién cortadas. Manuel no vio el panal de avispas que colgaba de una de las ramas. Era tanto el apuro por sacar distancia del enjambre que nos perseguía, que casi dejamos las bicicletas.
Los días que le siguieron a la terrible noticia, trataba de rodearme de aquellos amigos  o compañeros, que como yo, habían perseguido distintos horizontes en la gran ciudad.  Manuel no venía  nunca hasta nosotros, consideraba que el medio en que vivíamos era una trampa de cemento.

Los meses fueron transcurriendo sin tener resultados acerca del accidente. Quedó caratulado como negligencia del conductor. Conocía bien a Manuel y sabía de su prudencia.  Algo aguijoneaba mi corazón, pura intuición, no sé, y,  terco como soy, decidí investigar por mi cuenta.
Llegue  a ese poblado de chicos descalzos y perros flacos decidido a saber la verdad. Según la fuente oficial,  la caída al barranco se había producido en una zona de curvas y contra curvas. Sin embargo, el camino era recto en las márgenes del pueblo.
Ante la negativa o  escasa predisposición de autoridades y de habitantes me apoltroné en un recado,  justo al lado del aljibe. Esperé el momento en que el morador de la vivienda llegara hasta el brocal del pozo a recoger agua fresca. Del interior del rancho, alguien descorrió la cortina de arpillera y se acercó. Caminaba con lentitud  entre las cabras y los chivos que se amontonaban buscando la  sombra de un algarrobo. La anciana llevaba la cabeza cubierta, a esa hora el sol lo achicharraba todo.
Llegó a mi lado, y, entre palabras absurdas, lanzó una carcajada. Traté de mantener la calma. Tiró el balde hasta lo más profundo, mientras la roldana que hacía circular la cadena tarareaba su canción de óxido. Me ofreció de beber y me dirigió una mirada inquietante, sus ojos destilaban un raro brillo. Le extendí el recorte del diario y le pedí que buscara en su memoria alguna imagen de ese día,  en que mi amigo había perdido la vida, enfrente de su casa. Con el papel entre las manos vociferaba incoherencias. Se encaminó al interior del rancho.
-¡Ave María Purísima! - dijo la anciana, y agregó: ¡Otro más! Y bueno, se hará tu voluntad, San Tristán de los Barrancos.
Dentro de la vivienda se levantaba un altar muy rudimentario, rodeado de velas y figuras paganas. La mujer hizo unas cruces sobre una efigie. Tironeó del lienzo y la dejó al descubierto. Al pie de ella había una leyenda escrita en relieve. Intenté  leerla, pero un grito, me paralizó.
-¡Si lees una sola palabra, el barranco hará tronar su escarmiento!

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