A él, el alarido del despertador le trae
alivio. Ella se da vuelta en la cama y dándole la espalda, murmura:
—Ángel, otra vez tuviste pesadillas.
Empapado, respira profundamente. Como
tantas otras noches, el sueño repetido: la batalla sin final, la persecución
infinita.
Se levanta mecánicamente, pone a hacer
el café, y mientras se ducha siente caer cada gota sobre su cuerpo. Siente cómo
el vapor del agua caliente le llena los pulmones, siente el olor difuso del
jabón. Y todo eso lo ayuda a calmarse, a no pensar que es perseguido, a olvidar
su falta que no tiene perdón de Dios.
Luego se afeita con minuciosidad. Estudia
con atención el reflejo de su cara tratando de ver algo que no aparece en el
espejo.
Ella sigue durmiendo, tranquila,
estirada en la cama y apenas tapada. Él se viste y la mira: el pecho sube y
baja rítmicamente.
En la cocina toma su café sin azúcar,
para sentir el gusto amargo.
Vuelve al cuarto. Le hubiera gustado
poder explicarle a ella quién es él y por qué está ahí. Le gustaría hablarle de
sus pesadillas, de sus miedos, de cómo anoche soñó que finalmente lo atrapaban.
Pero ella duerme.
Enfundado en su disfraz de oficinista,
se va.
En el subte, tan lleno como siempre, se concentra
en las caras de los demás. Trata de imaginar sus historias. Acaso aquel de
anteojos y rulitos también esté huyendo. ¿Y aquel de gorra y pantalones azules
gastados no será el mensajero de Dios: Gabriel, hecho hombre?
Finalmente descubre a su perseguidor en
el fondo del vagón.
Qué ironía: aquel que todo lo ve, que
todo lo sabe, aquel que está en todos lados necesita enviar a un ciego con
muletas para recuperar a las ovejas perdidas, las que han abandonado el rebaño.
Al bajar en su estación, mira de costado
para ver si lo siguen. Y en las escaleras se queda estudiando un mapa, y deja
pasar a todos.
Un rato después, entra en la oficina,
saluda de lejos a algunos compañeros, apenas un gesto con las manos. Igual,
nadie parece notarlo. Como todos los días, le pide el café con leche al
ordenanza, que lo mira sorprendido, como desorientado.
Ya en su escritorio, enciende su
computadora disponiéndose a revisar los mails y las noticias del día. De reojo,
ve al ordenanza que lo ha venido siguiendo para ver dónde se sentaba.
Gallego idiota, piensa. ¿No se acuerda
cuál es mi escritorio? ¿Acaso no me reconoce?
Pero no le dice nada, se limita a un “Gracias,
Manuel. No, sin azúcar, ya sabés que siempre lo tomo sin azúcar”.
Revisa los mails, lo mismo de siempre: oportunidades
únicas de aprender coaching holístico, baratísimos viajes al Congo y magníficas
oportunidades de comprar cafeteras parlantes.
En las noticias tampoco encuentra nada
de lo que busca.
Siente su final cerca, y no tiene
escape.
Su pecado fue tener miedo, abandonar la
batalla y esconderse.
Su Dios no perdona ni la flaqueza ni la
duda. Y él dudó, él aún duda, y por eso será castigado.
Su trabajo, sus informes y proyecciones,
sus análisis de punto crítico no tienen hoy la menor importancia para él.
Por suerte ya es hora de ir a almorzar.
Van en grupo al bar de siempre.
Ya todos sentados, quieren rápido la
comida. Los demás ríen, gritan chistes sobre el partido de anoche, o quizás
sobre el próximo partido, opinan de la nueva secretaria del jefe. Le gritan a
José:
—¡Otra vez se te quemó la carne!
—No vamos a venir más.
Él —apartado, aunque están sentados
todos juntos— disfruta intensamente cada bocado, la lechuga crujiente y el
tomate jugoso mezclado con la carne un tanto seca pero llena de sabor.
Como nunca, se deja tentar por un flan
con dulce de leche. Al fin y al cabo, hoy es un día especial. Los demás siguen
gritando, piden café, regatean el precio, exigen un descuento.
Al final salen todos a la vereda. Él
guarda en el bolsillo los billetes que le sobraron, y piensa que se los hubiera
dejado a José, pero no quiso llamar la atención con mucha propina.
Y piensa también en ella, en cómo se
arreglará cuando él no esté. Piensa en el cuerpo desnudo de ella estirado en la
cama apenas cubierto por la sábana, y siente sobre él ese cuerpo voluptuoso
lleno de curvas que lo complementan. ¿Ella lo extrañará?
Los demás ya empiezan a caminar rumbo a
la oficina. Algunos fuman y otros mascan sus chicles refrescantes. Él aspira el
humo que echan los otros y también enciende un cigarrillo. Y disfruta del sol
que le da en la espalda. Los rayos lo llenan de energía, parecen atravesarlo
mientras camina unos metros más atrás de los otros.
Es entonces cuando lo descubre.
Su ánimo plácido y relajado se le
transfigura irremediablemente. Además, se da cuenta de que a lo largo del día
nadie lo ha nombrado. Él fue de un lado a otro, pero nadie lo llamó por su
nombre. Y ahora, no sólo no tiene nombre: tampoco tiene sombra.
Camina más rápido para pegarse al grupo,
así nadie lo nota. Mientras, casi con desesperación, se espía de reojo en el
reflejo de las vidrieras.
Cuando pasan por delante de una
confitería, por un instante su reflejo se confunde con la imagen del mismo
ciego tullido del subte que lo mira desde el fondo del local.
Agitado, él da vuelta la cara. Camina más
rápido empujando a los demás que lo miran sorprendidos pero no le dicen nada.
Sabe que no tiene escape. Pronto perderá
todo rasgo humano, sólo será espíritu otra vez. Y deberá volver a la batalla
celestial: ángeles, buenos y malos enfrentados por siempre. ¿Y él? Él no quiere
ser superior a Dios, como los otros; tampoco pretende ser más sabio ni más
poderoso. Sólo le parece inútil esta guerra entre hermanos, y por eso será
castigado.
Ya en el hall del edificio de oficinas,
el guarda de seguridad le hace un ademán como si no lo reconociera y lo fuera a
parar. Pero él se cuela con los otros en el ascensor antes de que lo detenga.
Mientras el ascensor sube, él se busca
en el espejo entre el reflejo de las cabezas de los demás. Inútil: ya ni el
espejo lo ve.
A medida que pasan los pisos, todos van
bajando. Finalmente queda solo en la cabina. Sube hasta el último piso, y luego
otro tramo por las escaleras hasta la terraza.
No le queda mucho tiempo, y ya tiene la
decisión tomada. Sólo debe llevarla a cabo antes de perder lo que le queda de
humanidad.
En el borde, sentado, se saca los
zapatos, como si se fuera a acostar una vez más. Prende un cigarrillo, mira la
calle. Allá abajo, los autos y los peatones parecen hormigas corriendo de un
lado a otro.
Y en la vereda de enfrente, lo ve moviéndose torpe con sus muletas
brillantes. El ciego levanta la cabeza y lo mira.
Él se pone de pie y, aún con el
cigarrillo entre los labios, sin desplegar sus alas, rechazando la inmortalidad,
da un paso.
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