lunes, 23 de diciembre de 2019

Caer, no volar - Alejandro Zubiaur


A él, el alarido del despertador le trae alivio. Ella se da vuelta en la cama y dándole la espalda, murmura:
—Ángel, otra vez tuviste pesadillas.
Empapado, respira profundamente. Como tantas otras noches, el sueño repetido: la batalla sin final, la persecución infinita.
Se levanta mecánicamente, pone a hacer el café, y mientras se ducha siente caer cada gota sobre su cuerpo. Siente cómo el vapor del agua caliente le llena los pulmones, siente el olor difuso del jabón. Y todo eso lo ayuda a calmarse, a no pensar que es perseguido, a olvidar su falta que no tiene perdón de Dios.
Luego se afeita con minuciosidad. Estudia con atención el reflejo de su cara tratando de ver algo que no aparece en el espejo.
Ella sigue durmiendo, tranquila, estirada en la cama y apenas tapada. Él se viste y la mira: el pecho sube y baja rítmicamente.
En la cocina toma su café sin azúcar, para sentir el gusto amargo.
Vuelve al cuarto. Le hubiera gustado poder explicarle a ella quién es él y por qué está ahí. Le gustaría hablarle de sus pesadillas, de sus miedos, de cómo anoche soñó que finalmente lo atrapaban. Pero ella duerme.
Enfundado en su disfraz de oficinista, se va. 
En el subte, tan lleno como siempre, se concentra en las caras de los demás. Trata de imaginar sus historias. Acaso aquel de anteojos y rulitos también esté huyendo. ¿Y aquel de gorra y pantalones azules gastados no será el mensajero de Dios: Gabriel, hecho hombre?
Finalmente descubre a su perseguidor en el fondo del vagón.
Qué ironía: aquel que todo lo ve, que todo lo sabe, aquel que está en todos lados necesita enviar a un ciego con muletas para recuperar a las ovejas perdidas, las que han abandonado el rebaño.
Al bajar en su estación, mira de costado para ver si lo siguen. Y en las escaleras se queda estudiando un mapa, y deja pasar a todos.
Un rato después, entra en la oficina, saluda de lejos a algunos compañeros, apenas un gesto con las manos. Igual, nadie parece notarlo. Como todos los días, le pide el café con leche al ordenanza, que lo mira sorprendido, como desorientado.
Ya en su escritorio, enciende su computadora disponiéndose a revisar los mails y las noticias del día. De reojo, ve al ordenanza que lo ha venido siguiendo para ver dónde se sentaba.
Gallego idiota, piensa. ¿No se acuerda cuál es mi escritorio? ¿Acaso no me reconoce?
Pero no le dice nada, se limita a un “Gracias, Manuel. No, sin azúcar, ya sabés que siempre lo tomo sin azúcar”.
Revisa los mails, lo mismo de siempre: oportunidades únicas de aprender coaching holístico, baratísimos viajes al Congo y magníficas oportunidades de comprar cafeteras parlantes.
En las noticias tampoco encuentra nada de lo que busca.
Siente su final cerca, y no tiene escape.
Su pecado fue tener miedo, abandonar la batalla y esconderse.
Su Dios no perdona ni la flaqueza ni la duda. Y él dudó, él aún duda, y por eso será castigado.
Su trabajo, sus informes y proyecciones, sus análisis de punto crítico no tienen hoy la menor importancia para él.

Por suerte ya es hora de ir a almorzar. Van en grupo al bar de siempre.
Ya todos sentados, quieren rápido la comida. Los demás ríen, gritan chistes sobre el partido de anoche, o quizás sobre el próximo partido, opinan de la nueva secretaria del jefe. Le gritan a José:
—¡Otra vez se te quemó la carne!
—No vamos a venir más.
Él —apartado, aunque están sentados todos juntos— disfruta intensamente cada bocado, la lechuga crujiente y el tomate jugoso mezclado con la carne un tanto seca pero llena de sabor.
Como nunca, se deja tentar por un flan con dulce de leche. Al fin y al cabo, hoy es un día especial. Los demás siguen gritando, piden café, regatean el precio, exigen un descuento.
Al final salen todos a la vereda. Él guarda en el bolsillo los billetes que le sobraron, y piensa que se los hubiera dejado a José, pero no quiso llamar la atención con mucha propina.
Y piensa también en ella, en cómo se arreglará cuando él no esté. Piensa en el cuerpo desnudo de ella estirado en la cama apenas cubierto por la sábana, y siente sobre él ese cuerpo voluptuoso lleno de curvas que lo complementan. ¿Ella lo extrañará?
Los demás ya empiezan a caminar rumbo a la oficina. Algunos fuman y otros mascan sus chicles refrescantes. Él aspira el humo que echan los otros y también enciende un cigarrillo. Y disfruta del sol que le da en la espalda. Los rayos lo llenan de energía, parecen atravesarlo mientras camina unos metros más atrás de los otros.
Es entonces cuando lo descubre.
Su ánimo plácido y relajado se le transfigura irremediablemente. Además, se da cuenta de que a lo largo del día nadie lo ha nombrado. Él fue de un lado a otro, pero nadie lo llamó por su nombre. Y ahora, no sólo no tiene nombre: tampoco tiene sombra.
Camina más rápido para pegarse al grupo, así nadie lo nota. Mientras, casi con desesperación, se espía de reojo en el reflejo de las vidrieras.
Cuando pasan por delante de una confitería, por un instante su reflejo se confunde con la imagen del mismo ciego tullido del subte que lo mira desde el fondo del local.
Agitado, él da vuelta la cara. Camina más rápido empujando a los demás que lo miran sorprendidos pero no le dicen nada.
Sabe que no tiene escape. Pronto perderá todo rasgo humano, sólo será espíritu otra vez. Y deberá volver a la batalla celestial: ángeles, buenos y malos enfrentados por siempre. ¿Y él? Él no quiere ser superior a Dios, como los otros; tampoco pretende ser más sabio ni más poderoso. Sólo le parece inútil esta guerra entre hermanos, y por eso será castigado.

Ya en el hall del edificio de oficinas, el guarda de seguridad le hace un ademán como si no lo reconociera y lo fuera a parar. Pero él se cuela con los otros en el ascensor antes de que lo detenga.
Mientras el ascensor sube, él se busca en el espejo entre el reflejo de las cabezas de los demás. Inútil: ya ni el espejo lo ve.
A medida que pasan los pisos, todos van bajando. Finalmente queda solo en la cabina. Sube hasta el último piso, y luego otro tramo por las escaleras hasta la terraza.
No le queda mucho tiempo, y ya tiene la decisión tomada. Sólo debe llevarla a cabo antes de perder lo que le queda de humanidad.
En el borde, sentado, se saca los zapatos, como si se fuera a acostar una vez más. Prende un cigarrillo, mira la calle. Allá abajo, los autos y los peatones parecen hormigas corriendo de un lado a otro.
Y en la vereda de enfrente, lo ve moviéndose torpe con sus muletas brillantes. El ciego levanta la cabeza y lo mira.
Él se pone de pie y, aún con el cigarrillo entre los labios, sin desplegar sus alas, rechazando la inmortalidad, da un paso.


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