Descendió
las escaleras de la estación Lacroze. Hora pico. Cuando parecía que todo el
mundo se había dado cita allí para bajar de un tranco los escalones.
El vaho de
calor que ascendía duplicaba el de la calle. Ella sintió su malhumor como una
bufanda apretándole la garganta, otro maldito día de lo mismo.
El andén
repleto no le impidió hacer su caminata habitual hasta el puesto de diarios y
allí distraerse unos segundos. El vagón llegó y abrió sus fauces: "Adentro
desgraciados, a sufrir".
Apretada
como una sardina, se atajó del movimiento de la marcha, se tomó fuerte del
pasamanos. Sabía por experiencia que en la próxima estación todo empeoraría. Los
pasajeros del tren San Martín subirían en la estación Dorrego, elevando la
apuesta.
El subte se
detuvo. Las puertas se abrieron y montones de cuerpos empujaron para hacerse un
lugar, como cabecitas de alfileres nerviosos.
Se vio arrastrada, perdió pie y
se agarró más fuerte, una sudorosa pasajera quedó a su izquierda, estampada a
ella. El movimiento otra vez y ese ruido particular del subte no pudieron con
lo que percibió a su derecha. Pegado a su costado, tan cerca que no podía girar la
cabeza para mirarlo, estaba un hombre, lo supo bastante más alto que ella, casi
estaba presintiéndolo. Tenía un perfume increíblemente fresco para ese momento
de sopor. Ella sentía cómo las aletas de su nariz se dilataban para apropiarse
mejor de ese aroma.
No había
ninguna actitud amenazante en la forma en la que estaba parado él. Alcanzó a
ver el cartel de la estación Malabia cuando se dio cuenta claramente de que su
cadera estaba como amoldándose a la pierna de él. Involuntariamente el
traqueteo del subte los iba acomodando. Su cadera en la pierna de él, su brazo contra el
suyo y ese aroma insoportablemente bello, de pinos y de verde, de otro lugar
que no era el maldito vagón.
Cerró los
ojos para dejar que eso fuese más intenso y descubrió que una corriente de
energía los atravesaba, así, uno al lado del otro. Aplastados por el gentío,
algo como un aura cálida venía de él y la envolvía; no la envolvía, pensó, la
invadía.
El tiempo
se hizo lento. Ella estuvo atenta a cada pequeño atisbo de acercamiento que no
fuera ese ritmo que el propio subterráneo imponía.
Y entonces
se permitió volar, justo en la estación Medrano se dejó ir.
Atrás
quedaron: la miseria de viajar como animales, el día interminable en la
oficina, la mirada bovina de su jefe, el café quemado y el sueldo laucha que no
llega jamás a fin de mes, todo se fue por el túnel del subte mientras ella con
los ojos cerrados huía en su mente con su vecino de viaje. Entonces él la sacó
de allí y ella se dispuso a seguirlo a cualquier parte:
a un baldío, a una piecita de
pensión, a un hotel de lujo, a una tienda en el medio del desierto, donde
fuera.
Y ese
compañero de viaje la aturdió a besos, le quitó el vestido discreto de la
oficinista correctísima y la transformó en hembra, le arrancó la soledad a
manotazos y la recorrió entera, y cuando hizo falta trabajó en ella como un
obrero enajenado y tierno hasta perderla y perderse en el placer.
Se sintió
suspirar y se asustó. Era pánico de que lo que estaba sintiendo en todo el
cuerpo se notara hasta dejarla como estaba por dentro, desnuda.
Hacía tanto
tiempo que no se sentía así, tan frágil y tan erotizada.
Estación
Pueyrredón. Y su perfume y la excitación y algo más. La certeza de que él
estaba sintiendo lo mismo, porque la energía ahora ella la percibía redonda,
intensa, recorriéndolos.
Qué
importaba si por un día llegaba tarde, si él la invitaba un café. O pasar el
día a descuento si ese momento se convertía en una larga celebración de
cuerpos.
Se adelantó
a bajar, pasó por detrás de él e intencionalmente dejó que sus pechos tocaran
la espalda del hombre, no presionó pero no quitó su cuerpo.
Completamente
segura de él siguiéndola, miró a la gente bajar en Callao y esperó la próxima,
la de ella: Uruguay.
No podía
darse vuelta para verlo, solo quería llegar a destino para pararse junto a él
en el andén y conocer su cara.
Las puertas
se abrieron. Ella bajó, se irguió y se dio vuelta entre el tumulto.
Él no
estaba.
Miró por la
ventanilla hacia adentro y lo vio en el mismo lugar.
Su sonrisa
se congeló, él en cambio la miró fijo, le sonrió con una boca perfectamente
seductora y luego le guiñó un ojo.
Se sintió
morir. Como si estuviera adormecida vio el subte alejarse, y la luz se perdió
en las vías. Subió la escalera mecánica como si ella fuera parte de esa
estructura de metal.
Salió al
sol de la mañana, caminó las dos cuadras hasta la oficina, subió las escalinatas
y buscó en la cartera las llaves para entrar.
Entonces se
dio cuenta de que le faltaba la billetera.
“Hijo de
puta”, musitó, con los dientes entrecerrados.
Y ahí mismo, en medio de la
mañana y de su decepción, se echó a reír, se echó a reír y dijo para sí: “Yo
también te robé”.
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