lunes, 23 de diciembre de 2019

Subte B - Miriam Cabral


Descendió las escaleras de la estación Lacroze. Hora pico. Cuando parecía que todo el mundo se había dado cita allí para bajar de un tranco los escalones.
El vaho de calor que ascendía duplicaba el de la calle. Ella sintió su malhumor como una bufanda apretándole la garganta, otro maldito día  de lo mismo.
El andén repleto no le impidió hacer su caminata habitual hasta el puesto de diarios y allí distraerse unos segundos. El vagón llegó y abrió sus fauces: "Adentro desgraciados, a sufrir".
Apretada como una sardina, se atajó del movimiento de la marcha, se tomó fuerte del pasamanos. Sabía por experiencia que en la próxima estación todo empeoraría. Los pasajeros del tren San Martín subirían en la estación Dorrego, elevando la apuesta.
El subte se detuvo. Las puertas se abrieron y montones de cuerpos empujaron para hacerse un lugar, como cabecitas de alfileres nerviosos. Se vio arrastrada, perdió pie y se agarró más fuerte, una sudorosa pasajera quedó a su izquierda, estampada a ella. El movimiento otra vez y ese ruido particular del subte no pudieron con lo que percibió a su derecha. Pegado a su costado, tan cerca que no podía girar la cabeza para mirarlo, estaba un hombre, lo supo bastante más alto que ella, casi estaba presintiéndolo. Tenía un perfume increíblemente fresco para ese momento de sopor. Ella sentía cómo las aletas de su nariz se dilataban para apropiarse mejor de ese aroma.
No había ninguna actitud amenazante en la forma en la que estaba parado él. Alcanzó a ver el cartel de la estación Malabia cuando se dio cuenta claramente de que su cadera estaba como amoldándose a la pierna de él. Involuntariamente el traqueteo del subte los iba acomodando. Su cadera en la pierna de él, su brazo contra el suyo y ese aroma insoportablemente bello, de pinos y de verde, de otro lugar que no era el maldito vagón.
Cerró los ojos para dejar que eso fuese más intenso y descubrió que una corriente de energía los atravesaba, así, uno al lado del otro. Aplastados por el gentío, algo como un aura cálida venía de él y la envolvía; no la envolvía, pensó, la invadía.
El tiempo se hizo lento. Ella estuvo atenta a cada pequeño atisbo de acercamiento que no fuera ese ritmo que el propio subterráneo imponía.
Y entonces se permitió volar, justo en la estación Medrano se dejó ir.
Atrás quedaron: la miseria de viajar como animales, el día interminable en la oficina, la mirada bovina de su jefe, el café quemado y el sueldo laucha que no llega jamás a fin de mes, todo se fue por el túnel del subte mientras ella con los ojos cerrados huía en su mente con su vecino de viaje. Entonces él la sacó de allí y ella se dispuso a seguirlo a cualquier parte: a un baldío, a una piecita de pensión, a un hotel de lujo, a una tienda en el medio del desierto, donde fuera.
Y ese compañero de viaje la aturdió a besos, le quitó el vestido discreto de la oficinista correctísima y la transformó en hembra, le arrancó la soledad a manotazos y la recorrió entera, y cuando hizo falta trabajó en ella como un obrero enajenado y tierno hasta perderla y perderse en el placer.
Se sintió suspirar y se asustó. Era pánico de que lo que estaba sintiendo en todo el cuerpo se notara hasta dejarla como estaba por dentro, desnuda.
Hacía tanto tiempo que no se sentía así, tan frágil y tan erotizada.
Estación Pueyrredón. Y su perfume y la excitación y algo más. La certeza de que él estaba sintiendo lo mismo, porque la energía ahora ella la percibía redonda, intensa, recorriéndolos.
Qué importaba si por un día llegaba tarde, si él la invitaba un café. O pasar el día a descuento si ese momento se convertía en una larga celebración de cuerpos.
Se adelantó a bajar, pasó por detrás de él e intencionalmente dejó que sus pechos tocaran la espalda del hombre, no presionó pero no quitó su cuerpo.
Completamente segura de él siguiéndola, miró a la gente bajar en Callao y esperó la próxima, la de ella: Uruguay.
No podía darse vuelta para verlo, solo quería llegar a destino para pararse junto a él en el andén y conocer su cara.
Las puertas se abrieron. Ella bajó, se irguió y se dio vuelta entre el tumulto.
Él no estaba.
Miró por la ventanilla hacia adentro y lo vio en el mismo lugar.
Su sonrisa se congeló, él en cambio la miró fijo, le sonrió con una boca perfectamente seductora y luego le guiñó un ojo.
Se sintió morir. Como si estuviera adormecida vio el subte alejarse, y la luz se perdió en las vías. Subió la escalera mecánica como si ella fuera parte de esa estructura de metal.
Salió al sol de la mañana, caminó las dos cuadras hasta la oficina, subió las escalinatas y buscó en la cartera las llaves para entrar.
Entonces se dio cuenta de que le faltaba la billetera.
“Hijo de puta”, musitó, con los dientes entrecerrados.
Y ahí mismo, en medio de la mañana y de su decepción, se echó a reír, se echó a reír y dijo para sí: “Yo también te robé”.

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