Encima de la
podredumbre de los chiqueros se arracimaban jirones de bruma cuando Benjamín
llegó sorteando cascotes y piedras. Pisó el barro infectado de moscas. Un
escalofrío le recorrió el cuerpo. El hambre le estrujaba las tripas, mate
cocido y pan duro constituían últimamente su mejor menú. Se paró un momento arriba de la tranquera que daba a los
corrales y miró, a lo lejos, el caserío. Paredes descascaradas con negruzcos
techos de paja. Todas iguales en medio de un paisaje desolador y mugroso. Sólo
una casa, donde la cal y las tejas la diferenciaban de las otras, dándole el
porte de vivienda digna. Era la casa de
la loca, y estaba armada. Los pobladores le temían, la única en muchas leguas a la redonda que coleccionaba armas de fuego
de diversos calibres. Hacía muchos años que estaba sola. Era la única heredera
de la pequeña fortuna que había amasado su abuelo en la empresa consignataria
de cerdos.
El pequeño
poblado no ofrecía ninguna seguridad. De acuerdo con la situación geográfica, cercano
a la confluencia de rutas, quedaba a merced de ocasionales delincuentes y
forajidos. En varias oportunidades fue objeto de asaltos, era entonces cuando
recordaba los consejos del abuelo: “La platita se defiende con uñas y dientes”.
A las armas de sus antepasados fue sumando otras más modernas. Con mucha
paciencia y perseverancia se familiarizó en su uso. Pasaba días enteros
desparramando pólvora hacia los cuatro puntos cardinales.
En ese
atardecer, la mujer encendió luces, colgó guirnaldas, y, la música a todo
volumen desbancó a los explosivos.
Benjamín miró
una y otra vez. Decidido, tomó la caña tacuara. Largas horas le había llevado
afilarla, era una lanza con punta de flecha. Los animales se amontonaron.
Certero como un rayo bajó su brazo y descargó la chuza en el lomo de uno de ellos. El puerco gruñó su final en medio de un charco rojo.
Con rapidez intentó arrastrar a su presa. El padrillo se abalanzó y revolcó entre el lodazal al pobre
infeliz, quien se esforzaba por
incorporarse. Cuando lo logró, la bestia
arremetió y con las pezuñas abrió surcos en sus piernas. La sangre que manaba
exacerbaba al animal. Lo vio venir hacía él una vez más, y cuando pensó que la
suerte estaba echada, una ráfaga de perdigones espantó al cerdo. Tomó la caña
tacuara, y, ayudándose con ella, logró saltar una montaña de fardos de pasto
seco y salir al exterior. Con escasas fuerzas y el cuerpo envuelto con
escamas de lodo y sangre enfiló para el
lado de las luces.
La puerta
permanecía entreabierta. Desde el interior, una mujer alzó la voz y lo invitó a pasar.
-¡Adelante,
pase! Estoy esperando a mis invitados. Usted debe ser uno de los comensales. Se
adelantó unos minutos, ¡pero pase, pase!
Una larga
mesa se extendía en el comedor. El mantel almidonado, con faldones y puntillas
caía hasta casi tocar el piso. Todo estaba dispuesto para una gran comilona.
La mujer iba
y venía trayendo bandejas con canapés, bocaditos y otras delicias. Lo último en
distribuir fue una selección de vinos de “Bodegas Chafallare”. Descorchó una
botella para convidar a Benjamín, que se había apoyado en una columna. Le
extendió la copa y miró el cuerpo
maltrecho del joven. Dudó unos minutos y le ordenó ingresar al baño. Lo
acompañó, y le dijo: en un costado de la bañera encontrará sales minerales,
jabones y toallas. En pocos minutos le alcanzaré un traje, camisa y corbata
para que luzca impecable ante los demás invitados.
La puerta del
sótano se cerró pesadamente dejando caer el pestillo que la trababa. En medio
del aire húmedo e irrespirable las lamparitas titilaron ensombreciendo el reducto.
El muchacho tanteó en vano los rincones en busca de una llave de luz. Descorrió
la cortina del ventanuco y una débil claridad se filtró iluminando extraños bultos.
Se acercó lo más que pudo. Parecían cuerpos. Abrió y cerró varias veces los
ojos. Los palpó y retiró la mano espantado, no tenían piel, no tenían masa
corporal. Eran esqueletos que se descolgaban como marionetas. Tembloroso, hurgó
en los bolsillos buscando fósforos. Encendió las cerillas hasta casi agotar la
caja.
Se paralizó
frente a las osamentas, ya no importaban los ruidos en las tripas y el dolor de
las heridas. La prisión era un agujero genocida.
Comenzó a
golpear la puerta hasta que un globo violáceo le cubrió las manos. Las
pupilas se dilataron y un temblor lo sacudió cuando un esqueleto se
desmembró arriba de sus pies. Giró, le
dio un puntapié a la cabeza, que salió rompiendo los vidrios del tragaluz. En
el agónico silencio escuchó el giro de una llave. La puerta se destrabó y
Benjamín respiró aliviado. Quiso salir, pero la loca lo detuvo mientras
ordenaba a sus invitados.
-¡Adelante
señores, la cena está lista!
El ruido de las pezuñas de los cerdos fue dejando huellas
en el piso que rechinaba.
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