lunes, 23 de diciembre de 2019

La cena está lista - Élida Cantarella


Encima de la podredumbre de los chiqueros se arracimaban jirones de bruma cuando Benjamín llegó sorteando cascotes y piedras. Pisó el barro infectado de moscas. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. El hambre le estrujaba las tripas, mate cocido y pan duro constituían últimamente su mejor menú. Se  paró un momento  arriba de la tranquera que daba a los corrales y miró, a lo lejos, el caserío. Paredes descascaradas con negruzcos techos de paja. Todas iguales en medio de un paisaje desolador y mugroso. Sólo una casa, donde la cal y las tejas la diferenciaban de las otras, dándole el porte de vivienda digna. Era  la casa de la loca, y estaba armada. Los pobladores le temían,  la única en muchas leguas  a la redonda que coleccionaba armas de fuego de diversos calibres. Hacía muchos años que estaba sola. Era la única heredera de la pequeña fortuna que había amasado su abuelo en la empresa consignataria de cerdos.
El pequeño poblado no ofrecía ninguna seguridad. De acuerdo con la situación geográfica, cercano a la confluencia de rutas, quedaba a merced de ocasionales delincuentes y forajidos. En varias oportunidades fue objeto de asaltos, era entonces cuando recordaba los consejos del abuelo: “La platita se defiende con uñas y dientes”. A las armas de sus antepasados fue sumando otras más modernas. Con mucha paciencia y perseverancia se familiarizó en su uso. Pasaba días enteros desparramando pólvora hacia los cuatro puntos cardinales.
En ese atardecer, la mujer encendió luces, colgó guirnaldas, y, la música a todo volumen desbancó  a los explosivos.
Benjamín miró una y otra vez. Decidido, tomó la caña tacuara. Largas horas le había llevado afilarla, era una lanza con punta de flecha. Los animales se amontonaron. Certero como un rayo bajó su brazo y descargó la chuza en el  lomo de uno de ellos. El puerco  gruñó su final en medio de un charco rojo. Con rapidez intentó arrastrar a su presa. El padrillo se abalanzó  y revolcó entre el lodazal al pobre infeliz,  quien se esforzaba por incorporarse. Cuando  lo logró, la bestia arremetió y con las pezuñas abrió surcos en sus piernas. La sangre que manaba exacerbaba al animal. Lo vio venir hacía él una vez más, y cuando pensó que la suerte estaba echada, una ráfaga de perdigones espantó al cerdo. Tomó la caña tacuara, y, ayudándose con ella, logró saltar una montaña de fardos de pasto seco y salir al exterior. Con escasas fuerzas y el cuerpo envuelto con escamas  de lodo y sangre enfiló para el lado de las luces.
La puerta permanecía entreabierta. Desde el interior, una mujer alzó la voz y  lo invitó a pasar.
-¡Adelante, pase! Estoy esperando a mis invitados. Usted debe ser uno de los comensales. Se adelantó unos minutos, ¡pero pase, pase!
Una larga mesa se extendía en el comedor. El mantel almidonado, con faldones y puntillas caía hasta casi tocar el piso. Todo estaba dispuesto para una gran comilona.
La mujer iba y venía trayendo bandejas con canapés, bocaditos y otras delicias. Lo último en distribuir fue una selección de vinos de “Bodegas Chafallare”. Descorchó una botella para convidar a Benjamín, que se había apoyado en una columna. Le extendió la copa y  miró el cuerpo maltrecho del joven. Dudó unos minutos y le ordenó ingresar al baño. Lo acompañó, y le dijo: en un costado de la bañera encontrará sales minerales, jabones y toallas. En pocos minutos le alcanzaré un traje, camisa y corbata para que luzca impecable ante los demás invitados.
La puerta del sótano se cerró pesadamente dejando caer el pestillo que la trababa. En medio del aire húmedo e irrespirable las lamparitas titilaron ensombreciendo el reducto. El muchacho tanteó en vano los rincones en busca de una llave de luz. Descorrió la cortina del ventanuco y una débil claridad se filtró iluminando extraños bultos. Se acercó lo más que pudo. Parecían cuerpos. Abrió y cerró varias veces los ojos. Los palpó y retiró la mano espantado, no tenían piel, no tenían masa corporal. Eran esqueletos que se descolgaban como marionetas. Tembloroso, hurgó en los bolsillos buscando fósforos. Encendió las cerillas hasta casi agotar la caja.
Se paralizó frente a las osamentas, ya no importaban los ruidos en las tripas y el dolor de las heridas. La prisión era un agujero genocida.
 Comenzó a  golpear la puerta hasta que un globo violáceo le cubrió las manos. Las pupilas se dilataron y un temblor lo sacudió cuando un esqueleto se desmembró  arriba de sus pies. Giró, le dio un puntapié a la cabeza, que salió rompiendo los vidrios del tragaluz. En el agónico silencio escuchó el giro de una llave. La puerta se destrabó y Benjamín respiró aliviado. Quiso salir, pero la loca lo detuvo mientras ordenaba a sus invitados.
-¡Adelante señores, la cena está lista!
El ruido de  las pezuñas de los cerdos fue dejando huellas en el piso que rechinaba.


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