miércoles, 12 de enero de 2022

Mocasín 44 - Oscar Zapata

           

        Al Flaco lo conocí en la quinta, en el embudo de las inferiores, ahí donde nos emparejamos todos y se empiezan a definir un montón de cosas no solo del fútbol sino también de la vida. Pibe, de la vida, así nos decía Coco, nuestro gran DT de la quinta división de fútbol de aquel legendario Club Atlético La Esperanza.

            Recuerdo que para esa pretemporada éramos un montón, nadie quería quedar afuera, pero a medida que se iba acercando la apertura de aquel campeonato ya Coco tenía en mente el equipo titular y también los suplentes. El Flaco no faltó a ninguna práctica, se disputaba la 9 con el Tanque, un santiagueño que había venido con su familia para la temporada de la deschalada y se quedó a vivir en mi pueblo.

            Para cuando arrancó el campeonato el Tanque fue el titular y el Flaco, suplente, entre los que también estaban el Oreja, arquero suplente, y el Chan, un zurdito que jugaba en cualquiera de los puestos de atrás. El Tanque era un tipo habilidoso, tenía técnica y además ya había pegado el estirón. El Flaco tenía lo suyo, no era muy habilidoso pero ponía bien el cuerpo y tenía una zancada impresionante; de movida, cuando arrancaba, en los primeros 3 o 4 metros, te sacaba 2, después a correrlo... Más allá de esto, había una cosa que tenían en común, los dos calzaban lo mismo, fue por eso que Milanesa, nuestro utilero, se había puesto en campaña para rescatar un par de botines 44 y al tiempo los había conseguido.

            En la mitad del torneo estábamos tercero a tres puntos del primero que era El Yacaré, con el cual nos enfrentábamos ese próximo fin de semana.

            El Yacaré tenía un equipazo y era el club emblemático de mi pueblo, así que en esos días no hubo mucha práctica, lo que sí hubo fue mucha charla. Coco nos habló de muchas cosas, pero que poco tenían que ver con el fútbol y sí mucho con la vida, como el compromiso, la responsabilidad, el respeto, la humildad, la fe y la esperanza que es lo último que se pierde. Por supuesto que el partido había que jugarlo, decía, y que eran 90 minutos donde todo podía pasar, lo único que no podía pasar era que nosotros termináramos de rodilla. “Hay que dejar todo”, repetía Coco, “no solo por nosotros sino por el club y su gente”.

            El viernes fue la última práctica antes del partido y fue un monólogo de lo que había pasado días anteriores, un poco de físico, un poco de fútbol y otra vez mucha charla. Todos escuchábamos muy atentamente aquellas palabras de Coco que no paraba de repetir: el compromiso, el respeto entre nosotros, compañerismo, actitud, y pase lo que pase la frente en alto. El sábado llegó. Estábamos citados para las 13:30, el partido era 14:30, así que 13:31 ya estaba todo el equipo titular en el vestuario. Milanesa, mientras nos entregaba la ropa, nos preguntó si necesitábamos algo. Nadie contestó nada, estábamos cada cual en lo suyo, con la cabeza puesta en el partido. En eso entró Coco con la gente de la Liga para firmar las planillas, y ahí nos dimos cuenta que justo ese sábado ninguno de nuestros compañeros suplentes había llegado.       

            Salimos a la cancha acompañados por Milanesa y mientras entrábamos en calor Coco pegó un grito que se escuchó hasta en el cielo: “Flaco, querido, llegaste, sabía que no me podías fallar”. Miré para la entrada de la cancha y lo vi al Flaco. Cómo olvidarme, de camisa manga corta, jean y mocasines 44. Entró con la bicicleta de tiro, porque el Flaco los sábados le hacía la cobranza al padre, que era apicultor, repartía en la semana y después el Flaco se dedicaba a cobrar. “¡Metele Flaco!”, dijo Milanesa, “andá para el vestuario así te ayudo a cambiar”. Cuando los demás se dieron cuenta, empezaron a aplaudir aquel noble gesto del Flaco que sí o sí quería estar, como siempre, aunque sea de suplente. El partido arrancó, los primeros veinte minutos no podíamos pasar la mitad de la cancha, al santiagueño lo marcaban de a dos y ya faltando diez minutos para que termine el primer tiempo, en un descuido, llegó el primer gol de ellos. Nos fuimos al vestuario 1 a 0 abajo. Después de un rato Coco nos habló: “Hay que seguir así”, nos dijo, “no estamos tan lejos”. Y dándonos unas palmaditas sobre nuestras espaldas, Milanesa repetía: “la esperanza es lo último que se pierde”.

            Al final, cuando ya salíamos del vestuario, se escuchó el grito del Flaco: ¡Vamos muchachos todavía! Entramos a jugar el segundo tiempo con más cansancio que motivación. La cosa era aguantar, sin darnos cuenta nos estábamos arrodillando. Para mal de peores, faltando veinte minutos, la única que tuvo el Tanque la pierde cuando es cruzado de mala fe por los centrales del equipo rival y ya no se pudo levantar, el tobillo se le iba hinchando segundo a segundo. Con Milanesa en el campo empezaron a hacerle señas a Coco para que hiciera el cambio, ya que el Tanque no volvería, al menos por ese partido. El Flaco empezó a entrar en calentamiento, con unos piques cortos y unos movimientos laterales, mientras Coco le daba las últimas indicaciones. Creo verlo al Flaco entrar a la cancha con la cabeza levantada, el pecho erguido, y la mirada desafiante, como diciendo “¡acá estoy yo!”.

            Se reanudó el partido y el Flaco los empezó a correr a todos y cada vez que tocábamos una el Flaco la pedía. En una pelota dividida, mitad de cancha, me acuerdo clarito, a mí que estaba de marcador de punta, me quedó servida. Solo y sin marca me dio el tiempo justo para poder pararla y ponérsela al Flaco a la carrera entre aquellos dos centrales malevos. Medio como que lo quisieron cuerpear e intentaron agarrarlo de la remera pero el Flaco era tan ligero que en esos primeros metros fue imposible pararlo, y allá corrió de cara al arco, el arquero salió al borde del área grande para poder achicarle, pero el zapatazo del Flaco ya había partido, un derechazo cruzado junto al palo y el arquero, que dudó en tirarse porque algo más que la pelota había partido en aquel sablazo. Era el mocasín del Flaco. Nadie se había percatado de que el Flaco había entrado a jugar de mocasines; por eso, cuando en el fondo de la cancha una pirámide humana lo tapó al Flaco en aquel gran festejo, Milanesa entró con los botines del Tanque para cambiárselos.

            Así fue como el árbitro del partido vino a dispersar aquel festejo y a reclamarle al Flaco que se atara los botines, mientras Milanesa buscaba disimuladamente atrás del arco el otro mocasín. El partido termino 1 a 1 y ese año salimos campeones. El festejo fue interminable, el Flaco salió en andas de la cancha al vestuario y a partir de ese encuentro, él se ganó un lugar entre los once. “¡Dale campeón, dale campeón! Y un minuto de silencio…”, era uno de los tantos cánticos que se escuchaban dentro de aquel vestuario, mientras en las brumas de las duchas y el revoleo de toallas, una luz casi como un destello entró por aquella vieja claraboya, iluminando por un instante el par de maltrechos mocasines número 44. Coco no paraba de llorar, de la emoción por supuesto, Milanesa festejaba a los saltos con todos nosotros, y en eso llegó la gente del club que venía a felicitarnos y de paso a decirnos que a la noche estábamos todos invitados a la pizzería de Chocho, habría pizza y Coca para todo el mundo a partir de las 21:00. Coco pasó a buscar al Tanque en el auto y se bajó en la pizzería con muletas, Milanesa llegó con una caja, andaba buscando al Flaco, decía que se había olvidado los mocasines allá en el club, pero el Flaco apareció con otro par, impecable. Fue ahí que le pregunté:

            -Flaco, ¿compraste zapatos nuevos?

            -No, no, son los mismos de siempre -me dijo.

            Después, ya dentro de la pizzería, todo era grito, cantos y alegría, algunas anécdotas sobre el partido… Mientras Chocho servía las mesas, la caja que había traído Milanesa quedó sobre una silla y pasó desapercibida para todos, menos para mí, que sabía su contenido y sentí, en ese preciso instante, que algo más que un destello de luz había entrado aquella tarde por la vieja claraboya del club… “¡LA ESPERANZA!”.

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