Al Flaco lo conocí en
la quinta, en el embudo de las inferiores, ahí donde nos emparejamos todos y se
empiezan a definir un montón de cosas no solo del fútbol sino también de la
vida. Pibe, de la vida, así nos decía
Coco, nuestro gran DT de la quinta división de fútbol de aquel legendario Club
Atlético La Esperanza.
Recuerdo que para esa pretemporada
éramos un montón, nadie quería quedar afuera, pero a medida que se iba acercando
la apertura de aquel campeonato ya Coco tenía en mente el equipo titular y
también los suplentes. El Flaco no faltó a ninguna práctica, se disputaba la 9
con el Tanque, un santiagueño que había venido con su familia para la temporada
de la deschalada y se quedó a vivir en mi pueblo.
Para cuando arrancó el campeonato el
Tanque fue el titular y el Flaco, suplente, entre los que también estaban el
Oreja, arquero suplente, y el Chan, un zurdito que jugaba en cualquiera de los
puestos de atrás. El Tanque era un tipo habilidoso, tenía técnica y además ya
había pegado el estirón. El Flaco tenía lo suyo, no era muy habilidoso pero
ponía bien el cuerpo y tenía una zancada impresionante; de movida, cuando
arrancaba, en los primeros 3 o 4 metros, te sacaba 2, después a correrlo... Más
allá de esto, había una cosa que tenían en común, los dos calzaban lo mismo,
fue por eso que Milanesa, nuestro utilero, se había puesto en campaña para
rescatar un par de botines 44 y al tiempo los había conseguido.
En la mitad del torneo estábamos
tercero a tres puntos del primero que era El Yacaré, con el cual nos
enfrentábamos ese próximo fin de semana.
El Yacaré tenía un equipazo y era el
club emblemático de mi pueblo, así que en esos días no hubo mucha práctica, lo
que sí hubo fue mucha charla. Coco nos habló de muchas cosas, pero que poco tenían
que ver con el fútbol y sí mucho con la vida, como el compromiso, la
responsabilidad, el respeto, la humildad, la fe y la esperanza que es lo último
que se pierde. Por supuesto que el partido había que jugarlo, decía, y que eran
90 minutos donde todo podía pasar, lo único que no podía pasar era que nosotros
termináramos de rodilla. “Hay que dejar todo”, repetía Coco, “no solo por
nosotros sino por el club y su gente”.
El viernes fue la última práctica
antes del partido y fue un monólogo de lo que había pasado días anteriores, un
poco de físico, un poco de fútbol y otra vez mucha charla. Todos escuchábamos
muy atentamente aquellas palabras de Coco que no paraba de repetir: el
compromiso, el respeto entre nosotros, compañerismo, actitud, y pase lo que
pase la frente en alto. El sábado llegó. Estábamos citados para las 13:30, el
partido era 14:30, así que 13:31 ya estaba todo el equipo titular en el
vestuario. Milanesa, mientras nos entregaba la ropa, nos preguntó si necesitábamos
algo. Nadie contestó nada, estábamos cada cual en lo suyo, con la cabeza puesta
en el partido. En eso entró Coco con la gente de la Liga para firmar las
planillas, y ahí nos dimos cuenta que justo ese sábado ninguno de nuestros
compañeros suplentes había llegado.
Salimos a la cancha acompañados por
Milanesa y mientras entrábamos en calor Coco pegó un grito que se escuchó hasta
en el cielo: “Flaco, querido, llegaste, sabía que no me podías fallar”. Miré
para la entrada de la cancha y lo vi al Flaco. Cómo olvidarme, de camisa manga
corta, jean y mocasines 44. Entró con la bicicleta de tiro, porque el Flaco los
sábados le hacía la cobranza al padre, que era apicultor, repartía en la semana
y después el Flaco se dedicaba a cobrar. “¡Metele Flaco!”, dijo Milanesa, “andá
para el vestuario así te ayudo a cambiar”. Cuando los demás se dieron cuenta,
empezaron a aplaudir aquel noble gesto del Flaco que sí o sí quería estar, como
siempre, aunque sea de suplente. El partido arrancó, los primeros veinte
minutos no podíamos pasar la mitad de la cancha, al santiagueño lo marcaban de
a dos y ya faltando diez minutos para que termine el primer tiempo, en un
descuido, llegó el primer gol de ellos. Nos fuimos al vestuario 1 a 0 abajo. Después
de un rato Coco nos habló: “Hay que seguir así”, nos dijo, “no estamos tan
lejos”. Y dándonos unas palmaditas sobre nuestras espaldas, Milanesa repetía: “la
esperanza es lo último que se pierde”.
Al final, cuando ya salíamos del vestuario,
se escuchó el grito del Flaco: ¡Vamos muchachos todavía! Entramos a jugar el
segundo tiempo con más cansancio que motivación. La cosa era aguantar, sin
darnos cuenta nos estábamos arrodillando. Para mal de peores, faltando veinte
minutos, la única que tuvo el Tanque la pierde cuando es cruzado de mala fe por
los centrales del equipo rival y ya no se pudo levantar, el tobillo se le iba
hinchando segundo a segundo. Con Milanesa en el campo empezaron a hacerle señas
a Coco para que hiciera el cambio, ya que el Tanque no volvería, al menos por
ese partido. El Flaco empezó a entrar en calentamiento, con unos piques cortos
y unos movimientos laterales, mientras Coco le daba las últimas indicaciones.
Creo verlo al Flaco entrar a la cancha con la cabeza levantada, el pecho
erguido, y la mirada desafiante, como diciendo “¡acá estoy yo!”.
Se reanudó el partido y el Flaco los
empezó a correr a todos y cada vez que tocábamos una el Flaco la pedía. En una
pelota dividida, mitad de cancha, me acuerdo clarito, a mí que estaba de
marcador de punta, me quedó servida. Solo y sin marca me dio el tiempo justo
para poder pararla y ponérsela al Flaco a la carrera entre aquellos dos
centrales malevos. Medio como que lo quisieron cuerpear e intentaron agarrarlo
de la remera pero el Flaco era tan ligero que en esos primeros metros fue imposible
pararlo, y allá corrió de cara al arco, el arquero salió al borde del área
grande para poder achicarle, pero el zapatazo del Flaco ya había partido, un
derechazo cruzado junto al palo y el arquero, que dudó en tirarse porque algo
más que la pelota había partido en aquel sablazo. Era el mocasín del Flaco. Nadie
se había percatado de que el Flaco había entrado a jugar de mocasines; por eso,
cuando en el fondo de la cancha una pirámide humana lo tapó al Flaco en aquel
gran festejo, Milanesa entró con los botines del Tanque para cambiárselos.
Así fue como el árbitro del partido
vino a dispersar aquel festejo y a reclamarle al Flaco que se atara los
botines, mientras Milanesa buscaba disimuladamente atrás del arco el otro
mocasín. El partido termino 1 a 1 y ese año salimos campeones. El festejo fue
interminable, el Flaco salió en andas de la cancha al vestuario y a partir de
ese encuentro, él se ganó un lugar entre los once. “¡Dale campeón, dale campeón!
Y un minuto de silencio…”, era uno de los tantos cánticos que se escuchaban
dentro de aquel vestuario, mientras en las brumas de las duchas y el revoleo de
toallas, una luz casi como un destello entró por aquella vieja claraboya,
iluminando por un instante el par de maltrechos mocasines número 44. Coco no
paraba de llorar, de la emoción por supuesto, Milanesa festejaba a los saltos
con todos nosotros, y en eso llegó la gente del club que venía a felicitarnos y
de paso a decirnos que a la noche estábamos todos invitados a la pizzería de
Chocho, habría pizza y Coca para todo el mundo a partir de las 21:00. Coco pasó
a buscar al Tanque en el auto y se bajó en la pizzería con muletas, Milanesa
llegó con una caja, andaba buscando al Flaco, decía que se había olvidado los
mocasines allá en el club, pero el Flaco apareció con otro par, impecable. Fue
ahí que le pregunté:
-Flaco, ¿compraste zapatos nuevos?
-No, no, son los mismos de siempre -me
dijo.
Después, ya dentro de la pizzería, todo
era grito, cantos y alegría, algunas anécdotas sobre el partido… Mientras
Chocho servía las mesas, la caja que había traído Milanesa quedó sobre una
silla y pasó desapercibida para todos, menos para mí, que sabía su contenido y
sentí, en ese preciso instante, que algo más que un destello de luz había
entrado aquella tarde por la vieja claraboya del club… “¡LA ESPERANZA!”.
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