Cuando
nació la niña hubo fiesta en el cielo con un big bang de estrellas. Una sopa
tibia de embriones fue su primer alimento y su reino simiente de vida. Pequeños
seres surgieron de las aguas que la niña, mágica y perfecta, fue poniendo a
cada uno en su lugar, estableció las leyes, repartió plumas, escamas, lana,
pelos uñas y dientes. Esparció las semillas de los bosques y amontonó la arena
en los desiertos. Dio libertad para adaptarse siempre dentro del orden
establecido, pero un día alguien rompió el cristal y superó el límite.
La
pequeña casa sobre la barranca del rio a la vera del monte era el refugio de
aquel hombre solitario que cada día desde muy temprano por el sendero
zigzagueante entre los arboles llegaba a su trabajo en la plantación de
frutales de don Julián.
Este
hombre amaba los animales, nunca mató alguno de ellos. Se alimentaba de
vegetales que él mismo cultivaba en una pequeña huerta junto a la casa, el
bosque le proveía de hongos, raíces, frutos y plantas que completaban su dieta.
Un manantial cercano que vertía su agua en el rio fue su abrevadero natural
como el de tantos animales que acudían allí a beber.
Un
atardecer de primavera al regresar de la plantación el hombre se bañó en el
rio, luego colgó la hamaca entre dos árboles y se acostó mientras en el
horizonte lejano la luna llena se elevaba majestuosa sobre el río y los grillos
iniciaban su concierto enamorado, entonces cerró los ojos y se rindió al
hechizo del momento.
Cual
fantasma de la noche vio el hombre a una niña triste que lloraba lágrimas de rocío,
sus cabellos se enredaban en las hierbas, su vestido iluminado por la luna
parecía de espuma y sus ojos brillantes por el llanto semejaban el color del
mar.
EL
hombre se acercó y enlazándola por la cintura la abrazó con ternura, ella apoyó
la cabeza en su hombro y habló en su oído “ya no quedan seres como tú “. Y se
amaron bajo la blanca luz de la luna, se amaron sobre un colchón de hierba
perfumada oyendo junto al fluir del río la serenata de los grillos, las ranas y
los sapos. Se amaron acariciados por la brisa fresca de la noche al amparo de
los árboles. Y, abrazados, emprendieron el vuelo sobre el mundo. Vieron
animales hambrientos desfallecer sin encontrar alimento, vieron ríos secos y
miles de peces muertos, vieron enormes manchas oscuras y aceitosas extenderse
sobre la superficie de los mares, vieron bosque y selvas destruidos, vieron enormes
chimeneas ennegrecer el cielo con pestilentes humaredas, vieron bombas destruir
ciudades y una humanidad entristecida.
El
hombre despertó cuando el primer rayo de luz y el trinar de las aves anunciaban
el nuevo día, miró hacia el bosque y creyó ver una etérea figura internarse en
la espesura.
La
máquina avanzó directa sobre aquel árbol centenario. El gigante cayó mientras
allá lejos los hielos dejaban de ser eternos y los mares lloraban sus
habitantes perdidos.
El
grito de la niña herida se elevó en el cielo, rebotó en las montañas y deshecho
en miles de ecos llegó a los confines, fue entonces que ejércitos invisibles
salieron a defender a su soberana y su reino.
Y
el enemigo sucumbió.
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