jueves, 15 de diciembre de 2022

La niebla - Ana María Mondino

 

Me gustan las mañanas con niebla. Me remiten al lejano tiempo de mi infancia allí en el campo, poblado de hadas y otras fantasías que alimentaban las lecturas de los cuentos y mi padre que siempre nos relataba historias donde las almas de los muertos que no querían alejarse volvían escondidas en la niebla a recorrer los lugares donde vivieron.

Recuerdo una de estas historias que él solía repetir y que con mis hermanos escuchábamos una y otra vez junto al calor de la cocina de leña en las largas noches de invierno. Esa historia a la que mi padre agregaba nuevos detalles cada vez contaba que, en aquellos campos, cuando él era todavía un niño, hubo un paisano que tenía un hermoso caballo blanco a quien se lo veía muy temprano en las mañanas andar trotando por los pajonales junto al río hasta perderse en el horizonte. Que una mañana de niebla muy cerrada el caballo rodó y este hombre murió ahogado al caer en el remanso del río y nadie pudo retener al animal que salió al galope y se perdió en la neblina, que desde entonces en las mañanas de intensa niebla se lo veía vagar por el estero hasta que una sombra lo montaba y desaparecían en la gris humedad del paisaje.

Luego me dijeron que la niebla era una nube que se posaba sobre la tierra, saber eso fue maravilloso que hizo de esas mañanas algo mágico. Era estar dentro de una de esas nubes que tantas veces, tirada sobre la gramilla, contemplaba para encontrar en sus cambiantes formas animales, flores, ogros y princesas.

 El tiempo pasó, las princesas y los ogros quedaron perdidos en un pasado que dejó sus huellas y vive en mis recuerdos.

 Ayer fui a caminar con mi perra por la orilla del río, al acercarnos a la zona una densa niebla nos fue envolviendo a pesar de que al salir de casa se veía despejado. Así, lentamente, quedamos inmersas en un paisaje misterioso y gris. El sol era una fría mancha blanquecina entre las ramas secas, la cina-cina y los árboles más pequeños se veían a penas como dibujados por un lápiz.

El río cual un geiser gigante soltaba su vapor hacia la altura; los pastos, las finas ramas aletargadas y alguna telaraña lucían engalanadas con líquidas perlas de niebla condensada. Mudas las aves postergaban su vuelo.

La vida era un silencio gris a nuestro alrededor y nosotras avanzábamos hacia un horizonte misterioso y oculto. Fue entonces que tuve la sensación de que alguien caminaba a mi lado. Me detuve y miré, mi perra marcaba fijamente un punto junto al río, allí la figura fugaz de un jinete y su caballo corrían buscando ese horizonte perdido.

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