Hay una memoria en el cuerpo de Elda
que logra despertarla cada día en el mismo momento, como si cayera siempre en el mismo lugar: justo en el instante
previo a que empiece a filtrarse la
claridad por las rendijas de la persiana.
En un sonambulismo ficcionado -hecho de inercia
y costumbre- se destapa
en silencio. Tampoco ve nada, no
quiere focalizar la vista, mucho menos despertarse del todo. Baja una pierna, después la otra y pone los pies en
las pantuflas sabiendo que en los primeros pasos el talón va a tocarle el piso, pero se va terminar acomodando. De
camino, arranca la hoja del calendario
del día pasado y sigue hasta la puerta de entrada. Da vuelta la llave que
siempre está puesta en el picaporte,
la gira completa dos veces y abre. Asoma la nariz usándola como un termómetro mientras agarra la bolsa de
basura que dejó preparada, a un costado, la noche anterior.
Cruza la calle sin mirar, como una
flecha al punto blanco, dirigida al tacho de basura de la vecina. En un revoleo mete la bolsa -repleta
y repelente- ahí dentro. Sonríe invicta y vuelve corriendo a su casa. Cierra la puerta y, esta vez, da solo
un giro de llave.
Sin desviarse, hace el mismo camino de
ida pero a la inversa. Vuelve a la cama y espera la llegada del día sin apuro. Es por eso que amanece y Elda ya
tiene los ojos abiertos.
Elda llena la pava con agua de la
canilla y la apoya en la hornalla. Busca el encendedor en el primer cajón y tantea toda la mesada por
si acaso estuviese camuflado con el mármol. Recién ahí se acuerda de que no tiene uno. De que está roto. Y que hace
días pasa por la misma situación.
Algo la mantiene inquieta, la dispersa. Algo como esa náusea que sube pero que
no llega a puerto, o mejor, algo
como esa paja mental que la disocia y la hace olvidarse de algo tan simple
como comprar un nuevo encendedor.
Una premonición.
Agarra un pedazo de servilleta y lo
dobla rápido en partes desiguales, hasta que queda más o menos formado un triángulo; se pregunta si en realidad no serán principios
de Alzheimer, si no estará enfermándose como su hermana
más grande. Pero descarta al segundo esa posibilidad.
Se para en la banqueta que ya está ubicada para la acción y mete el papel
dentro del termotanque. La servilleta
se prende fuego fugazmente, Elda salta lo más rápido que puede y corre hasta el horno tratando de no incendiarse ella
misma. Abre el gas y la aureola toma
color enseguida. Se quema todos los dedos y tira los restos de cenizas en la
pileta.
Espera hasta una fracción de
segundo antes de que hierva el agua, para sacar la pava y ponerla
en una bandeja donde también
carga todo su desayuno. La misma bandeja que transporta hasta el living y apoya sobre
sus piernas cuando se sienta a mirar por la ventana.
Para su suerte, la vida le había
regalado lo que a toda persona que le gusta indagar sobre las vidas ajenas quisiera tener: una casa
llena de ventanas.
Cada una de ellas tiene designada una
silla en la que Elda se sienta a chusmear como si fuera un deporte, para pasar de esa manera los días desde que se
jubiló. Rotando de silla en silla, de ventana
en ventana. Sabiendo los movimientos de toda la cuadra y conociendo a cada uno
de sus vecinos. Particularmente a
Emilia: la de enfrente. Con la que está obsesionada hace más de cuarenta años y a la que le regala cada
madrugada su bolsa de basura.
La manía de mirar a Emilia -simplemente
siendo- era, en principio, una especie de atracción. Un imposible. Acción que con el tiempo se volvió presente y
fija, como también, intensa y odiosa. Hasta el punto de no ser suficiente. Hecho que la impulsó a hacerle saber sus sentimientos, dejando en claro que lo que
parecía ser un enamoramiento adolescente era, en realidad, una guerra fría.
Con el pasar de los años, Elda fue
adaptando completamente su rutina a la de ella. No quiere perderse
nada. No puede perderse nada. La ve por la ventana hacer y
deshacer. Por las ventanas,
aleatoriamente, según las tareas, los horarios y las comidas.
Las estrategias de odio y vigilancia habían ido rotando, pero nunca había habido descanso. La mugre barrida esparcida en su vereda, el meo de los perros en las plantas -cuando todavía había perros-, las llamadas telefónicas a la hora de la siesta, los timbrazos a la hora de la siesta. Las deudas inventadas, los maridos inventados, las cosas inventadas y esparcidas en el supermercado.
Emilia, por su parte, no se queda atrás. Y por supuesto, tiene las suyas.
Antes de agarrar la bolsa de basura y salir, Elda escucha un ruido seco que viene de la calle. Un golpe sobre el asfalto, una caída, un accidente; es lo primero que piensa. Lo segundo, es que se trata de un animal muerto. Entreabre la puerta, porque la altura no le alcanza para ver por la mirilla, y se encuentra con Emilia tirada en el medio del asfalto.
Corre a verla y nota que todavía respira por más de estar inconsciente. Emilia -dura y pálida- no emite más que un mínimo soplido, un corto aliento, un hilito a punto de cortarse; el hilo que la mantiene con vida. Está casi segura de que es un ataque al corazón.
Mira de un lado al otro, todavía no anda nadie, todavía falta un poco para que se haga de día y a Elda le da tranquilidad no tener ningún testigo o, mejor dicho, ningún cómplice: porque al lado del cuerpo de Emilia hay tirada una bolsa de basura con un cartel pegado en el frente. “Felicidades hija de puta, hoy te gane”, anunciaba en una letra casi ininteligible de lapicera azul.
Elda arranca el mensaje que le pertenece y deja todo lo demás, tal cual a como lo había encontrado. Vuelve corriendo a su casa, cierra la puerta y da una vuelta de llave. No vuelve a hacer el camino de ida pero a la inversa, a esperar en la cama el día sin apuro. Sino que se sienta a disfrutar de su regalo, su primer regalo de cumpleaños. Ver morir a Emilia, verla, como siempre, a través de la ventana.
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