jueves, 15 de diciembre de 2022

El pibe del potrero – Facundo Lloret

 

Cada mañana Juan salía de su casa en bicicleta con destino a la panadería de su padre para hacer el reparto de pan. Ese sábado había amanecido con lloviznas. Mientras transitaba por las calles del pueblo saludando como de costumbre a los vecinos, su cabeza no podía dejar de pensar cuál sería la mejor decisión. De esencia futbolera y campechana,  Juan se encontraba en el problema de elegir entre ir a jugar el amistoso oficial del club o la final del barrio contra barrio en el potrero.

Las dos significaban mucho para él. En el club había encontrado un grupo de compañeros que confiaban en su capacidad y un viejo entrenador que le había dado la cinta de capitán del equipo.  En el barrio estaban sus amigos de toda la vida y dónde siempre se sentía feliz. Sin tácticas y estrategias, sin referís ni padres. Partidos dónde todos son titulares, no hay suplentes y sólo es reglamentado a través de “la pisadita” para elegir a los compañeros de equipo.

Juan era uno de esos pibes que jugaba y pensaba el fútbol de una manera asombrosa. En el barrio  le decían “El Marciano” porque parecía de otro planeta. Hábil gambeteador, con excelente pegada y gol. Tenía todas las condiciones para hacerle ganar a su equipo cualquier partido complicado y en lo personal, llegar al fútbol profesional.

Siempre disfrutaba en cada cancha, ya sea de césped, tierra o polvo de ladrillo haciendo “la elástica”.  Técnicamente la elástica es una jugada que consiste en amagar con avances hacia un lado con la cara externa del pie más hábil bien pegado a la pelota, y de repente pasarlo por encima de ella, alterando la dirección en sentido contrario, para luego enganchar hacia adentro, todo en una milésima de segundos. Para los pibes del potrero es un lindo engaño, lleno de magia.

El cielo permanecía gris  pero la lluvia aún no tenía intenciones de ser juez  y parte de la decisión. Juan especulaba con la idea de que si llovía el partido del club se suspendiera para cuidar el césped del campo.

Ese mediodía su madre,  a pedido del padre,  hincha fanático del club dónde jugaba su hijo, había amasado tallarines caseros. - “Sin salsa vieja, para que no le caigan pesado al Juancito que debe ir a jugar el partido”.

En la mesa se notaba la preocupación de Juan. Al término de la comida y mientras  ayudaba a su madre a levantar los platos, ésta se le acercó y acariciándole la cabeza le dijo: -“Tranquilo Juan…él de arriba sabe qué hacer  y seguro tiene preparado lo mejor para vos”.  Eso lo calmó durante unos minutos hasta que un golpe de manos que venía desde afuera, como llamando a la puerta, alteró el estado de Juan. Eran sus amigos. Querían saber si iban a poder contar con él para el clásico barrial. Solo cruzaron miradas, no hubo necesidad de decir nada. La puerta entre abierta de la casa dejaba ver el reluciente brillo de los botines que reposaban en el sillón del hall de entrada. Los había lustrado su padre a la madrugada mientras mateaba antes de salir al trabajo. Ese calzado no era necesario para el potrero.

Durante todo el partido amistoso se lo notaba disperso a Juan. Incluso en el entretiempo el entrenador tuvo la idea de reemplazarlo. Pero llegó una jugada magistral en el área rival. Juan tiró un caño salvaje, delirante, no dejándole al defensor otra opción que cometerle penal.

Mientras el árbitro le daba indicaciones al arquero, Juan brazos en jarra en la cintura, esperaba la orden para patear. Volvió la llovizna. Y con ello el pensamiento en sus amigos, en cómo les estaría yendo en el clásico barrial. A esa altura lo que caía era una lluvia torrencial. No se veía mucho, pero si se podía escuchar voces. Un primer grito exclamando: “Dale Marciano, ¡Mételo!”. Y detrás otro más: “¡Hacelo por vos!”. Concluyendo con uno que decía: “¡Y por los pibes del potrero!”.  Eran el “Panza” y los hermanos mellizos “Ratón” y “Comequeso” quiénes gritaban. Eran sus amigos, los mismos que habían ido a su casa al mediodía a buscarlo pero que ahora estaban allí haciendo el aguante detrás del alambrado.

Juan se emocionó al  reconocer esas voces. Y les hizo caso; camino la medialuna del área, llegó al punto penal y metió una rabona, esas de fantasía ensayadas en los potreros dónde la pelota se clava en el ángulo. Diluvio de agua y desborde de alegría. El árbitro hizo sonar el silbato convalidando el gol y dando por suspendido el partido por la lluvia.

Era cierto que él de arriba tenía preparado lo mejor para Juan “El Marciano”. Es que los partidos en los potreros no tienen horario y se juegan igual, llueva o no llueva.

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