Cada mañana Juan salía de su casa en bicicleta con destino a la
panadería de su padre para hacer el reparto de pan. Ese sábado había amanecido
con lloviznas. Mientras transitaba por las calles del pueblo saludando como de
costumbre a los vecinos, su cabeza no podía dejar de pensar cuál sería la mejor
decisión. De esencia futbolera y campechana,
Juan se encontraba en el problema de elegir entre ir a jugar el amistoso
oficial del club o la final del barrio contra barrio en el potrero.
Las dos significaban mucho para él. En el club había encontrado un
grupo de compañeros que confiaban en su capacidad y un viejo entrenador que le
había dado la cinta de capitán del equipo.
En el barrio estaban sus amigos de toda la vida y dónde siempre se
sentía feliz. Sin tácticas y estrategias, sin referís ni padres. Partidos dónde
todos son titulares, no hay suplentes y sólo es reglamentado a través de “la
pisadita” para elegir a los compañeros de equipo.
Juan era uno de esos pibes que jugaba y pensaba el fútbol de una
manera asombrosa. En el barrio le decían
“El Marciano” porque parecía de otro planeta. Hábil gambeteador, con excelente
pegada y gol. Tenía todas las condiciones para hacerle ganar a su equipo
cualquier partido complicado y en lo personal, llegar al fútbol profesional.
Siempre disfrutaba en cada cancha, ya sea de césped, tierra o polvo de
ladrillo haciendo “la elástica”.
Técnicamente la elástica es una jugada que consiste en amagar con
avances hacia un lado con la cara externa del pie más hábil bien pegado a la
pelota, y de repente pasarlo por encima de ella, alterando la dirección en
sentido contrario, para luego enganchar hacia adentro, todo en una milésima de
segundos. Para los pibes del potrero es un lindo engaño, lleno de magia.
El cielo permanecía gris pero
la lluvia aún no tenía intenciones de ser juez
y parte de la decisión. Juan especulaba con la idea de que si llovía el
partido del club se suspendiera para cuidar el césped del campo.
Ese mediodía su madre, a pedido
del padre, hincha fanático del club
dónde jugaba su hijo, había amasado tallarines caseros. - “Sin salsa vieja,
para que no le caigan pesado al Juancito que debe ir a jugar el partido”.
En la mesa se notaba la preocupación de Juan. Al término de la comida
y mientras ayudaba a su madre a levantar
los platos, ésta se le acercó y acariciándole la cabeza le dijo: -“Tranquilo
Juan…él de arriba sabe qué hacer y
seguro tiene preparado lo mejor para vos”.
Eso lo calmó durante unos minutos hasta que un golpe de manos que venía
desde afuera, como llamando a la puerta, alteró el estado de Juan. Eran sus
amigos. Querían saber si iban a poder contar con él para el clásico barrial.
Solo cruzaron miradas, no hubo necesidad de decir nada. La puerta entre abierta
de la casa dejaba ver el reluciente brillo de los botines que reposaban en el
sillón del hall de entrada. Los había lustrado su padre a la madrugada mientras
mateaba antes de salir al trabajo. Ese calzado no era necesario para el
potrero.
Durante todo el partido amistoso se lo notaba disperso a Juan. Incluso
en el entretiempo el entrenador tuvo la idea de reemplazarlo. Pero llegó una
jugada magistral en el área rival. Juan tiró un caño salvaje, delirante, no
dejándole al defensor otra opción que cometerle penal.
Mientras el árbitro le daba indicaciones al arquero, Juan brazos en
jarra en la cintura, esperaba la orden para patear. Volvió la llovizna. Y con
ello el pensamiento en sus amigos, en cómo les estaría yendo en el clásico
barrial. A esa altura lo que caía era una lluvia torrencial. No se veía mucho,
pero si se podía escuchar voces. Un primer grito exclamando: “Dale Marciano,
¡Mételo!”. Y detrás otro más: “¡Hacelo por vos!”. Concluyendo con uno que
decía: “¡Y por los pibes del potrero!”.
Eran el “Panza” y los hermanos mellizos “Ratón” y “Comequeso” quiénes
gritaban. Eran sus amigos, los mismos que habían ido a su casa al mediodía a
buscarlo pero que ahora estaban allí haciendo el aguante detrás del alambrado.
Juan se emocionó al reconocer
esas voces. Y les hizo caso; camino la medialuna del área, llegó al punto penal
y metió una rabona, esas de fantasía ensayadas en los potreros dónde la pelota
se clava en el ángulo. Diluvio de agua y desborde de alegría. El árbitro hizo
sonar el silbato convalidando el gol y dando por suspendido el partido por la
lluvia.
Era cierto que él de arriba tenía preparado lo mejor para Juan “El
Marciano”. Es que los partidos en los potreros no tienen horario y se juegan
igual, llueva o no llueva.
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