Dionisio no solo era apuesto, sino también un gran seductor. Alto, elegante, de hermosos
ojos verdes. El mechón de cabello fino y rubio que le caía sobre la frente lo
hacía aún más interesante. Atraía a las mujeres y él no era cobarde. No
obstante, tuvo un largo matrimonio con Elena. Los momentos de felicidad eran
alterados por los celos enfermizos de ella, y muy bien abonados por la conducta
lisonjera de él. Pero, en ocasiones complicadas, su labia la convencía de su inocente
proceder. Y así fue pasando la vida entre risas y penas; hasta que, un día, en
forma inesperada, Dionisio tuvo un grave accidente de tránsito. Si bien
lograron llevarlo al hospital su estado era irreversible. Con sus últimas
fuerzas, Dionisio tomó la mano de Elena. Parecía querer decirle algo. Ella tuvo
que acercar su oído para entender lo que le susurraba: -“Elena…no llores… voy a volver…”
Frase que guardó en su corazón.
Para Elena había sido un golpe duro y sorpresivo. Lloraba
el día entero. ¡Lo extrañaba demasiado!
Se pasaba las horas secando lágrimas que no dejaban de
fluir. Sentía dolor y remordimiento por haber sido tan celosa. -¡Pobre mi
Dionisio! repetía.
La familia y los amigos estaban preocupados por su salud.
Una noche, Elena tuvo un extraño sueño en el que aparecía
Dionisio. Éste, con su sonrisa cautivante, le decía que cumpliría la promesa y que
todos los días la visitaría pero, lamentablemente, reencarnado en una mosca.
Se despertó agitada, preocupada, aunque a la vez, la
ganaba la ilusión. Ella odiaba a las moscas y siempre tenía una palmeta a mano.
¡Pero volver a verlo! Era algo que la entusiasmaba aunque
hubiese mutado en ese insecto inmundo, como habitualmente le decía. Y a partir
de ese día, nunca más pronunció esa frase.
Una mañana, cuando estaba desayunando, apareció una
mosca. La primera intensión de Elena fue tomar la palmeta, pero cuando su corazón
comenzó a latir con fuerza, lo reconoció. ¡No podía ser otro que su Dionisio!
La mosca se posó sobre una miga de pan, restregó sus patitas y la miró con esos
ojos tan grandes, que ahora ya no eran verdes. ¡Claro, eran ojos de mosca! Enseguida
lo escuchó decir: -¡Cumplí Elenita! ¡Volví! ¡Y volveré todos los días a
visitarte!
Ella dejó de llorar, sus ojos comenzaron a deshincharse y
su rostro adquirió una expresión que hacía mucho no tenía. Ahora había algo
porqué vivir.
Cada día, abría la puerta y se sentaba a desayunar, a la
vez que ponía una cucharadita de azúcar sobre la mesa.
Llegaba Dionisio, comía su porción y conversaban un largo
rato. Le contaba sobre las moscas y la importancia que habían tenido en la antigüedad
donde fueron veneradas. ¡Incluso en la mitología se hablaba de ellas!
Elena lo escuchaba embelesada y crédula hasta que
Dionisio Mosca partía volando para regresar al próximo día. Ella, influenciada
por las palabras de Dionisio, comenzó a mirar a las moscas con simpatía. Recordó
haber leído sobre el Faraón Amosis, quien
condecoró a su madre Ahhotep con
un collar con tres enormes moscas de oro. Se imaginó con un collar igual pero con una sola: su
Dionisio dorado
En una de las visitas, “su amor” apareció con dos moscas.
Ella lo miró asombrada y él se apresuró a decir que eran amigas. De aquí en más
aparecía cada día con compañeras distintas. Hasta llegó a traer siete “amiguitas”.
Elena no pudo evitar reprocharle su actitud. Lo quería para ella sola y
conversar en privado. Además, le incomodaba la intimidad que tenían. Se tocaban
y comían muy cerca unas de otras. ¡Una promiscuidad! Como de costumbre,
Dionisio y su verborragia parecieron convencerla: las moscas viven poco tiempo
y esa era la causa de la diversidad de amigas. Además, él era una reencarnación
y esto lo convertía en un insecto diferente, su vida sería eterna y no
necesitaba “intimar” con “otras”.
Aquella semilla de los celos que había permanecido
escondida comenzó a germinar. Elena pasó una noche entera investigando sobre
las moscas. Él solo le había contado lo bueno. Nada había dicho sobre los dioses que habían combatido a este insecto
y los sacrificios que hicieron algunos pueblos para espantarlos, dadas las
pestes que podían ocasionar.
Elena cada vez más desconfiada comenzó a leer sobre la
vida sexual de las moscas. Para su espanto, encontró un artículo con probada
base científica, que decía: “Las moscas
machos disfrutan mucho del sexo durante
la eyaculación´´. Fue cuando sus ojos comenzaron a despedir chispas de
celos y rabia.
A la mañana siguiente, con la puntualidad de siempre,
apareció Dionisio, esta vez con cuatro amigas.
Elena, como de costumbre, lo estaba esperando…
Se saludaron con graciosa amabilidad. A ella le pareció
que él le guiñaba un ojo y le respondió con una sonrisa enigmática.
¡El estruendo fue tan fuerte como la furia con que cayó
la palmeta!
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