jueves, 15 de diciembre de 2022

El Rey y la Reina - Patricio Menéndez

 

Soberbios ejércitos hincaron las quillas de sus barcos en las arenas del reino de Abada. Desde la torre más alta del castillo el Rey torció la vista hacia la reina, la tomó de la mano y miraron azorados la playa. Quizás fuese la última vez que estuvieran de la mano. Ellos sabían que todo se terminaba. De las naves descendían hombres, armas y también el último cataclismo que hundiría para siempre el reino de Abada.

Los oráculos habían profetizado años atrás el final del reino, pero el pueblo incrédulo y desafiante ya no creía en los dioses. La razón gobernaba. Cinco de aquellos hechiceros fueron quemados por impuros en la plaza central en un acontecimiento que fue vivido como un gran espectáculo.

Avanzaba la infantería del reino al grito portentoso de “por Abada, por el Rey y por la Reina”. Cabalgaba la caballería en briosos corceles de fuego. En lo alto de la muralla y torres, los arqueros tensaban flechas, pero el que las guiaba ya no era Apolo.

En su sala, el Rey y la Reina se abrazaron y se besaron en un último intento de búsqueda del absoluto. Pero el final era indeclinable. Un reino casi perfecto, porque se habían dado cuenta de que la perfección no existía, porque creyeron en la eternidad y se desilusionaron, porque se creyeron fuertes y eran frágiles, porque pensaron que lo tendrían todo y no lo tendrían, porque pensaron que gobernaban todo y no lo gobernaban, porque pensaron que el enemigo no llegaría nunca y esta mañana había llegado, porque creían que lo entendían todo y no entendían nada, porque se creían ser incorruptibles y fueron corrompidos. Porque eran pobres hombres y eso solo decía todo.

El fuego lo abrasaba todo, los soldados caían uno a uno, las huestes enemigas al grito de “que caiga Abada su Rey y su Reina” destrozaban todo a su paso.

Solo quedaban cenizas.

El Rey y la Reina lo habían tenido todo, todo. Y ahora no tenían nada.

Según se cuenta se los pudo ver cuando un oscuro sol caía en el ocaso del día más triste que les tocaba vivir, caminar con túnicas ya deshilachadas y rotas, teñidos en sangre, un cetro caído, el hierro de la espada abollado, con la vista perdida, sus coronas ya oro fundido.

Había sido el reino de Abada. Pero hoy solo eran ruinas.

Habían sido reyes. Pero ahora eran mendigos.

Se miraron por última vez. Ellos y nadie más lo sabían todo.

Lo que nunca nadie pudo entender es por qué el Rey partió hacia un lado y la Reina partió hacia el otro.

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