Soberbios
ejércitos hincaron las quillas de sus barcos en las arenas del reino de Abada. Desde
la torre más alta del castillo el Rey torció la vista hacia la reina, la tomó
de la mano y miraron azorados la playa. Quizás fuese la última vez que estuvieran
de la mano. Ellos sabían que todo se terminaba. De las naves descendían
hombres, armas y también el último cataclismo que hundiría para siempre el
reino de Abada.
Los oráculos
habían profetizado años atrás el final del reino, pero el pueblo incrédulo y
desafiante ya no creía en los dioses. La razón gobernaba. Cinco de aquellos
hechiceros fueron quemados por impuros en la plaza central en un acontecimiento
que fue vivido como un gran espectáculo.
Avanzaba la
infantería del reino al grito portentoso de “por Abada, por el Rey y por la
Reina”. Cabalgaba la caballería en briosos corceles de fuego. En lo alto de la
muralla y torres, los arqueros tensaban flechas, pero el que las guiaba ya no
era Apolo.
En su sala, el
Rey y la Reina se abrazaron y se besaron en un último intento de búsqueda del
absoluto. Pero el final era indeclinable. Un reino casi perfecto, porque se
habían dado cuenta de que la perfección no existía, porque creyeron en la eternidad
y se desilusionaron, porque se creyeron fuertes y eran frágiles, porque
pensaron que lo tendrían todo y no lo tendrían, porque pensaron que gobernaban
todo y no lo gobernaban, porque pensaron que el enemigo no llegaría nunca y
esta mañana había llegado, porque creían que lo entendían todo y no entendían
nada, porque se creían ser incorruptibles y fueron corrompidos. Porque eran
pobres hombres y eso solo decía todo.
El fuego lo
abrasaba todo, los soldados caían uno a uno, las huestes enemigas al grito de
“que caiga Abada su Rey y su Reina” destrozaban todo a su paso.
Solo quedaban cenizas.
El Rey y la Reina
lo habían tenido todo, todo. Y ahora no tenían nada.
Según se cuenta
se los pudo ver cuando un oscuro sol caía en el ocaso del día más triste que
les tocaba vivir, caminar con túnicas ya deshilachadas y rotas, teñidos en
sangre, un cetro caído, el hierro de la espada abollado, con la vista perdida,
sus coronas ya oro fundido.
Había sido el
reino de Abada. Pero hoy solo eran ruinas.
Habían sido reyes.
Pero ahora eran mendigos.
Se miraron por
última vez. Ellos y nadie más lo sabían todo.
Lo que nunca
nadie pudo entender es por qué el Rey partió hacia un lado y la Reina partió hacia
el otro.
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