lunes, 26 de marzo de 2018

Amaneceres para armar - Federico Dobal


I

La muerte se arrastra como mordiendo caramelos de tosca, los herederos del silencio son sombras, el río humilde, se deshace en música tranquila, el hecho fue consumado, solo una suave y armoniosa corriente corta el respirar de una noche cerrada, oscura y hermosa.
Un rio es alegría, aventura y desafíos. Es la vida de juguete, sentirse vivo, nuevo o repleto de miedo azul. La pierna no escapa hasta último momento, ese remolino no me atrapa esta vez. Es nadar libre, correr rápido para no quemarse los pies con el asfalto de fuego, la suave sombra del puente nos salva el cuerpo. Ella estaba acostumbrada a esto, ella era esto. Era su espacio de vida. Y fue su espacio del adiós.
El pedazo de papel blanco escrito con lapicera de color azul, ya arrugado, abollado y mudo, caía desde lo alto del puente grande. La mano abría sus dedos como si le robaran un sueño, el último dedo en abrir derramó la primera lágrima, era el final. Un sueño partido. Luego el papel voló como un copo de nieve, la corriente lo llevó de un margen hacia el otro, la cascada grande y finalmente el manantial. Se despidió para siempre. El papel era historia, pero Mirta, en cuclillas, se retorcía de amor partido y de odio nuevo. El día abrazó la noche cuando ella, con su tristeza a cuestas, regresó lentamente hacia su hogar. No comió. Quiso leer un libro de fabulas y le dolió aún más el cuerpo. La sombra gris de sus fantasmas la tomaron por asalto hacia un sueño profundo y veloz.
Quizás no fueron sólo sus fantasmas.

II

La mujer, ya mayor, se frotaba las manos, los dedos arrugados se confundían con el repasador floreado y húmedo, con olor a frituras de abuela. Sus ojos se escapaban por la ventana y observaban como una tenue lluvia, egoísta, caía sobre la calle de tierra embarrada. Sus recuerdos siempre terminaban en el mismo. Aunque ya pasaron 25 años, ese papel escrito con lapicera azul seguía cayendo del puente grande.
La historia era simple. Una mujer joven, casi adolescente, enamorada de un amor que parecía perfecto, que era perfecto. Los veranos eran la orilla del río y la orilla del río era el verano. Mirta solía pasar los veranos en el balneario municipal. Todas las tardes había mate y a veces también asados o sándwiches de milanesas bajo el puente de la sombra.
Fue allí que Joaquín llegó a su vida. Él era estudiante de literatura en la Universidad Nacional de La Plata y amigo de un amigo de Mirta. Aquello nunca fue un amor de verano. Joaquín regresaba más y más seguido, incluso cuando los buzos y camperas eran la vestimenta de estación. Él le enseñó a distinguir la voz de Nito de la de Charly García en las canciones de Sui Generis, que el vino tinto se toma a temperatura ambiente y que la educación brinda independencia y libertad. Por su parte, Mirta le repetía una y otra vez la leyenda del manantial, le hizo conocer el molino quemado y le cocinaba scons de avena y pasas de uva.
Uno de los tantos domingos, que ella lo acompañaba a tomar el colectivo que va a La Plata, Joaquín la tomó dulcemente de la mano apartándola hacia el parque de la terminal, se sentaron en un banco y le entregó un papel blanco escrito en lapicera azul diciéndole:
-La cosa se puso fulera, lo sabes bien, no es joda. Te entrego este papel, por favor no lo leas aún. Es peligroso. Si en dos semanas no recibes noticias mías, no me llores. Leé este papel y recuerda que no habrá otra Alegorí.
La despedida fue la de siempre, Mirta no le puso atención a sus dichos, pensó que se trataba sólo de una de las tantas bromas a las que ya estaba acostumbrada. El último beso fue el de siempre...apasionado, en rojo y metol.
Volvió a su casa y durmió como duermen los duendes que no tienen razón.

III

La habitación. La habitación oscura. La habitación oscura y vacía. La habitación estaba oscura, vacía, húmeda, fría y con olor a fierro y sangre negra. De repente, ella abre un ojo, luego el otro, la respiración ausente, no reconoció el lugar, no era la suya de sábanas blancas con perfume fresco a lavanda. Menos aún entendió por qué sus piernas y manos estaban atadas a la cama de caño. Ella sabía que había unos tipos abajo y también escuchaba las carcajadas borrachas de los guardias. De repente, empezó a toser seco y en secuencia de dos, rogó por una respiración profunda y limpia, la encontró como buscando aire. Al final, pudo escupir la mucosa repleta de moco y sangre. Su panza estaba vacía, sin comida ni bebé. Apretó sus dientes con dolor, desesperación y rencor. Se desvaneció nuevamente, entre lágrimas. Esta vez no recordó aquel papel blanco escrito con lapicera azul cayendo del puente grande.

IV

El final, el principio del final. Las luces roncas la encandilaban a cada paso. Al menos era libre, libre de todo. Un pensamiento desfilaba frío, el río y el papel blanco, el papel blanco y el río. Caminaban las sirenas por el puente, acechándola como rostros desorbitados, raquíticos y sin rasgos. Recetas alcalinas, cuentos de hadas y de horror, espejos resecos con miedo a mostrar una imagen, imagen rota, la imagen de una mujer rota pero viva con recuerdos ciegos y amaneceres para armar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario