lunes, 26 de marzo de 2018

Una gran certeza - Virginia Semienchuk


Viví mis primeros diecisiete años en una ciudad de la provincia de Buenos Aires. Salto. Teníamos un Balneario Municipal y el santuario de "Pancho Sierra", un reconocido sanador de la mitología argentina del siglo XIX. Por él muchísima gente visitaba la  ciudad. Todos querían tocar la placa de su tumba y beber el agua que brotaba de un salto de agua en el balneario, creían que era su agua sanadora. Así que Salto no era un pueblo cualquiera, al menos tenía un río, pequeño, pero río al fin. Y una leyenda, que no era poco. Aunque yo descreyese de ella.
A la ciudad la habitaban treinta mil almas, una de ellas era la mía, otra la de Gastón. Cuando nos conocimos teníamos apenas trece años. Corría la década del  80 e  íbamos al secundario.
 A quien no haya vivido en un pueblo  le será  difícil imaginar la rutina que seguíamos los jóvenes del lugar.  Nos limitábamos a ir a clases por la mañana o por la tarde y a realizar algunas actividades extraescolares. Uno se paseaba libremente por las calles, los padres siempre estaban al tanto del paradero de sus hijos, ya que si estaban en la calle bastaba darse una vuelta por el centro, la costanera o el balneario para encontrarlos. El pueblo tenía sus limitaciones con las actividades culturales y educativas, no vamos a negarlo, pero crecíamos así, fortaleciendo los lazos sociales de una manera exagerada. Todos éramos conocidos de todos, sabíamos quién era quien, dónde vivía, quiénes eran sus padres, a que colegio iba, qué hacía o dejaba de hacer. Y sí, para bien o para mal la mirada del otro siempre estaba presente, es un clásico inevitable en cualquier pueblo que se considere como tal.
Gastón y yo nos hicimos amigos de a poco. Tenía mis prejuicios para con él. Su abuela, se comentaba, había practicado la umbanda, y en alguno de sus rituales había perdido la lengua. Su mamá era curandera; empachos, mal de ojo, culebrilla, el tarot, uniones amorosas y otras cosas por el estilo. Recuerdo la primera vez que fui a su casa. Una sucursal de santería, pensé. Cuando pasamos al living me impactó un cuadro. Era una pintura enorme de Pancho Sierra en un marco muy antiguo. No era la imagen habitual, se lo veía en otra situación. Don Pancho frente a la tranquera de su estancia. Con su barba blanca  y unos ojos celestes que me pusieron la piel de gallina. De no haber sido Pancho Sierra, con todo lo que eso implicaba para mi espíritu escéptico,  lo habría considerado una  obra de arte. Lógicamente no compartí mis pensamientos con Gastón, temía ofenderlo, él se refería a todo esto con humor, pero yo intuía que este “pensamiento mágico” estaba en su interior, además su mamá y su abuela con toda su superchería a cuestas eran su familia, y muy buenas personas.
Con Gastón íbamos al mismo curso y a ambos nos unían intereses compartidos, la literatura, la música, el amor por la naturaleza;  adorábamos nadar en el río, así que cuando llegaba el verano no había día en que no pasara a buscarme por mi casa apenas terminaba de almorzar. Caminábamos hasta un lugar alejado donde el río corría a sus anchas y nadábamos hasta el balneario. Esas tardes de calor, haciendo la plancha mirando el cielo celeste, deslizándonos como ranas por el agua amarronada; cada tanto alguna vaca rumiando en los márgenes, un pez saltarín que burbujeaba de repente a nuestro lado, el tiempo detenido, el futuro donde todo cabía, lejos, solo disfrutando del momento. Las charlas interminables tomando mate en la plaza, o las noches en el molino quemado (unas ruinas de un antiguo molino harinero) que nos servía como ventana a un cielo de  millones de estrellas que observábamos juntos, tirados en un mantel. Éramos adolescentes desparramando vida por nuestros poros, y si bien podría no haber sucedido, nos enamoramos perdidamente. Pasó a ser mi razón de existir. No había día que no compartiésemos, mi casa, la suya, la calle, la escuela. Decir Gastón era decir Sofía, y viceversa. Noelia, su mamá, me consideraba una hija. Mis prejuicios de los primeros tiempos con respecto a sus creencias se convirtieron en comprensión y simpatía, y así supe que su abuelita había sido una joven que tenía “visiones”, y allá por los años 40, cuando una chica del pueblo desapareció sin dejar rastro la habían ido a consultar. Inocentemente ella los condujo a la quinta del hijo del comisario, donde según Noelia se encontró el cuerpo, sin embargo todo se ocultó. Lo único que sucedió  fue que la pobre nona quedó muda después de una sangrienta amenaza que sufrió esa misma noche. Eran otros tiempos, y en algunos pueblos era fácil esconder la tierra bajo la alfombra. Noelia no tenía los “poderes” de su madre, pero ella sostenía que algunas personas solo necesitaban creer en algo para mejorar, si ella podía ayudarlos, lo hacía, y si no bastaba porque carecían de fe, los mandaba al médico. Así que me familiaricé con mil historias mágicas y poderosas para quien las creyese, y creí pensar que la ciencia hacía el mismo efecto en mí.
Un cuatro de diciembre muy caluroso Gastón y yo decidimos ir a nadar. Era el aniversario de la muerte de Don Pancho, así que caminamos más de lo habitual para nadar tranquilos. Nos tiramos de cabeza desde unos barrancos. Recuerdo haber sentido un tirón en  mis piernas, no podía moverlas. Grité su nombre, viendo que se alejaba. Un terror inmenso se apoderó de mí, movía mis brazos, me hundía, tragaba agua por litros, y Gastón braseando  sin detenerse, desapareciendo tras una curva. Miré al cielo en la desesperación, los márgenes con yuyos, la soledad del campo, solo escuchaba mis sonidos guturales que se ahogaban conmigo viendo inexplicablemente en las profundidades aquella mirada del cuadro de Pancho Sierra, mientras una dulce rendición me inmovilizaba para siempre.
Desperté en una cama de hospital. Era de día, estaba lloviendo, me sentí aliviada de no haber muerto. Creí, porque al final de cuentas vivimos creyendo, armamos nuestra realidad y le damos vida minuto a minuto lo que nos confirma que nuestra creación es la correcta; creí que lo peor había pasado. Pero no, aquella tarde, en aquel río  yo no me había ahogado pero sí había visto por última vez a aquel hermoso chico al que tanto amé. Para mi suerte, un peón del campo en el que estábamos me salvó. Lo que no lograron  fue que yo despertase. Estuve tres días  sin que se sepa si habría tenido algún tipo de daño cerebral. Casi diez minutos bajo el agua, un milagro. Gastón se sintió culpable. En un acto de fe partió esa misma noche a la estancia “ El porvenir”, donde el verdadero aljibe de Pancho Sierra aun existía, un pozo de agua que habían tapado tres veces, y las tres veces su agua había vuelto a brotar. Cuarenta km en moto, noche, alta velocidad, y de regreso, casi llegando a Salto la muerte, así nomás, instantánea, contra un camión, ni siquiera dolorosa dijeron, ese dolor estaba reservado para nosotros, los que lo amábamos, para Noelia, que supo qué hacer con esa botella de agua que había en la mochila de su hijito. Era mucho más que  agua, me dijo entre lágrimas cuando nos vimos, era amor del más puro, era fe, era el deseo más fuerte de su corazón de dieciséis años. Y yo lo recibí,  de su madre, en esos tres días de coma en los que nada recuerdo. Y me desperté en perfecto estado, esa tarde de lluvia. Estaba indignada, dolida, quería gritarle en la cara que había sido la culpable  de que su hijo cometiese semejante estupidez, inculcándole falsas ideas, viviendo en la ignorancia. No tenía sentido, ya era tarde.
 Terminé el secundario. Fue un año difícil, quise morir muchas veces en una edad en la que la vida solo puede darnos deseos de vivir. Partí  a Buenos Aires a estudiar biología y mi familia se mudó conmigo. A Salto no volví. Quise olvidar cualquier posibilidad de milagros, por creer en ellos mi amor se había estrellado en una ruta. Y me dediqué de lleno a lo científico, a lo refutable, a lo que podemos experimentar y comprobar. Sin embargo también la ciencia me ha decepcionado, si el universo es el resultado de un choque aleatorio de partículas, ¿por qué esperar un orden en la naturaleza?
            Han pasado treinta años. Hace un par de semanas me decidí y regresé a Salto, recorrí cada lugar que sentí mío durante mi paso por allí. Fui al cementerio, no para visitar a Gastón, él ha estado conmigo todos los días de mi vida, sino para ver la tumba de Pancho Sierra. Aquella mirada estremecedora minutos antes de perder el conocimiento me persiguió por tantos años... Toqué su placa deseando que algo pase, pero nada sucedió, como era de esperarse. Ya estaba por atardecer, cuando me dirigí sin pensarlo hacia el río. Caminé por sus orillas, escuchando el sonido de su cauce, sereno,  tranquilo, el cielo se convertía mientras tanto en un pañuelo celeste y rosa, y aún se vislumbraban sombras sobre el agua; me quité los zapatos y mojé mis pies. De repente esa quietud, junto a la soledad del paraje me remontaron a aquel lejano sentimiento de un tiempo en pausa, sintiéndome parte del paisaje, simplemente existiendo en comunión con el todo. El amor y la dicha me invadieron, y hasta lloré emocionada, agradecida de estar viva. Alguna especie de catarsis, pensé.
  Regresé a mi casa esa misma noche, confieso que algo en mí ha cambiado desde entonces. Tengo una gran certeza, no hay certezas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario