Viví mis primeros diecisiete
años en una ciudad de la provincia de Buenos Aires. Salto. Teníamos un
Balneario Municipal y el santuario de "Pancho Sierra", un reconocido
sanador de la mitología argentina del siglo XIX. Por él muchísima gente
visitaba la ciudad. Todos querían tocar
la placa de su tumba y beber el agua que brotaba de un salto de agua en el
balneario, creían que era su agua sanadora. Así que Salto no era un pueblo
cualquiera, al menos tenía un río, pequeño, pero río al fin. Y una leyenda, que
no era poco. Aunque yo descreyese de ella.
A la ciudad la habitaban
treinta mil almas, una de ellas era la mía, otra la de Gastón. Cuando nos
conocimos teníamos apenas trece años. Corría la década del 80 e
íbamos al secundario.
A quien no haya vivido en un pueblo le será
difícil imaginar la rutina que seguíamos los jóvenes del lugar. Nos limitábamos a ir a clases por la mañana o
por la tarde y a realizar algunas actividades extraescolares. Uno se paseaba
libremente por las calles, los padres siempre estaban al tanto del paradero de
sus hijos, ya que si estaban en la calle bastaba darse una vuelta por el
centro, la costanera o el balneario para encontrarlos. El pueblo tenía sus
limitaciones con las actividades culturales y educativas, no vamos a negarlo, pero
crecíamos así, fortaleciendo los lazos sociales de una manera exagerada. Todos
éramos conocidos de todos, sabíamos quién era quien, dónde vivía, quiénes eran
sus padres, a que colegio iba, qué hacía o dejaba de hacer. Y sí, para bien o
para mal la mirada del otro siempre estaba presente, es un clásico inevitable
en cualquier pueblo que se considere como tal.
Gastón y yo nos hicimos
amigos de a poco. Tenía mis prejuicios para con él. Su abuela, se comentaba,
había practicado la umbanda, y en alguno de sus rituales había perdido la
lengua. Su mamá era curandera; empachos, mal de ojo, culebrilla, el tarot,
uniones amorosas y otras cosas por el estilo. Recuerdo la primera vez que fui a
su casa. Una sucursal de santería, pensé. Cuando pasamos al living me impactó
un cuadro. Era una pintura enorme de Pancho Sierra en un marco muy antiguo. No
era la imagen habitual, se lo veía en otra situación. Don Pancho frente a la
tranquera de su estancia. Con su barba blanca
y unos ojos celestes que me pusieron la piel de gallina. De no haber
sido Pancho Sierra, con todo lo que eso implicaba para mi espíritu
escéptico, lo habría considerado
una obra de arte. Lógicamente no
compartí mis pensamientos con Gastón, temía ofenderlo, él se refería a todo
esto con humor, pero yo intuía que este “pensamiento mágico” estaba en su
interior, además su mamá y su abuela con toda su superchería a cuestas eran su
familia, y muy buenas personas.
Con Gastón íbamos al mismo
curso y a ambos nos unían intereses compartidos, la literatura, la música, el
amor por la naturaleza; adorábamos nadar
en el río, así que cuando llegaba el verano no había día en que no pasara a
buscarme por mi casa apenas terminaba de almorzar. Caminábamos hasta un lugar
alejado donde el río corría a sus anchas y nadábamos hasta el balneario. Esas
tardes de calor, haciendo la plancha mirando el cielo celeste, deslizándonos
como ranas por el agua amarronada; cada tanto alguna vaca rumiando en los
márgenes, un pez saltarín que burbujeaba de repente a nuestro lado, el tiempo
detenido, el futuro donde todo cabía, lejos, solo disfrutando del momento. Las
charlas interminables tomando mate en la plaza, o las noches en el molino
quemado (unas ruinas de un antiguo molino harinero) que nos servía como ventana
a un cielo de millones de estrellas que
observábamos juntos, tirados en un mantel. Éramos adolescentes desparramando
vida por nuestros poros, y si bien podría no haber sucedido, nos enamoramos
perdidamente. Pasó a ser mi razón de existir. No había día que no
compartiésemos, mi casa, la suya, la calle, la escuela. Decir Gastón era decir
Sofía, y viceversa. Noelia, su mamá, me consideraba una hija. Mis prejuicios de
los primeros tiempos con respecto a sus creencias se convirtieron en
comprensión y simpatía, y así supe que su abuelita había sido una joven que
tenía “visiones”, y allá por los años 40, cuando una chica del pueblo
desapareció sin dejar rastro la habían ido a consultar. Inocentemente ella los
condujo a la quinta del hijo del comisario, donde según Noelia se encontró el
cuerpo, sin embargo todo se ocultó. Lo único que sucedió fue que la pobre nona quedó muda después de
una sangrienta amenaza que sufrió esa misma noche. Eran otros tiempos, y en
algunos pueblos era fácil esconder la tierra bajo la alfombra. Noelia no tenía
los “poderes” de su madre, pero ella sostenía que algunas personas solo
necesitaban creer en algo para mejorar, si ella podía ayudarlos, lo hacía, y si
no bastaba porque carecían de fe, los mandaba al médico. Así que me familiaricé
con mil historias mágicas y poderosas para quien las creyese, y creí pensar que
la ciencia hacía el mismo efecto en mí.
Un cuatro de diciembre muy
caluroso Gastón y yo decidimos ir a nadar. Era el aniversario de la muerte de
Don Pancho, así que caminamos más de lo habitual para nadar tranquilos. Nos
tiramos de cabeza desde unos barrancos. Recuerdo haber sentido un tirón en mis piernas, no podía moverlas. Grité su
nombre, viendo que se alejaba. Un terror inmenso se apoderó de mí, movía mis
brazos, me hundía, tragaba agua por litros, y Gastón braseando sin detenerse, desapareciendo tras una curva.
Miré al cielo en la desesperación, los márgenes con yuyos, la soledad del
campo, solo escuchaba mis sonidos guturales que se ahogaban conmigo viendo
inexplicablemente en las profundidades aquella mirada del cuadro de Pancho
Sierra, mientras una dulce rendición me inmovilizaba para siempre.
Desperté en una cama de
hospital. Era de día, estaba lloviendo, me sentí aliviada de no haber muerto.
Creí, porque al final de cuentas vivimos creyendo, armamos nuestra realidad y
le damos vida minuto a minuto lo que nos confirma que nuestra creación es la
correcta; creí que lo peor había pasado. Pero no, aquella tarde, en aquel
río yo no me había ahogado pero sí había
visto por última vez a aquel hermoso chico al que tanto amé. Para mi suerte, un
peón del campo en el que estábamos me salvó. Lo que no lograron fue que yo despertase. Estuve tres días sin que se sepa si habría tenido algún tipo
de daño cerebral. Casi diez minutos bajo el agua, un milagro. Gastón se sintió
culpable. En un acto de fe partió esa misma noche a la estancia “ El porvenir”,
donde el verdadero aljibe de Pancho Sierra aun existía, un pozo de agua que
habían tapado tres veces, y las tres veces su agua había vuelto a brotar.
Cuarenta km en moto, noche, alta velocidad, y de regreso, casi llegando a Salto
la muerte, así nomás, instantánea, contra un camión, ni siquiera dolorosa
dijeron, ese dolor estaba reservado para nosotros, los que lo amábamos, para
Noelia, que supo qué hacer con esa botella de agua que había en la mochila de
su hijito. Era mucho más que agua, me
dijo entre lágrimas cuando nos vimos, era amor del más puro, era fe, era el
deseo más fuerte de su corazón de dieciséis años. Y yo lo recibí, de su madre, en esos tres días de coma en los
que nada recuerdo. Y me desperté en perfecto estado, esa tarde de lluvia.
Estaba indignada, dolida, quería gritarle en la cara que había sido la
culpable de que su hijo cometiese
semejante estupidez, inculcándole falsas ideas, viviendo en la ignorancia. No
tenía sentido, ya era tarde.
Terminé el secundario. Fue un año difícil,
quise morir muchas veces en una edad en la que la vida solo puede darnos deseos
de vivir. Partí a Buenos Aires a estudiar
biología y mi familia se mudó conmigo. A Salto no volví. Quise olvidar cualquier
posibilidad de milagros, por creer en ellos mi amor se había estrellado en una
ruta. Y me dediqué de lleno a lo científico, a lo refutable, a lo que podemos
experimentar y comprobar. Sin embargo también la ciencia me ha decepcionado, si
el universo es el resultado de un choque aleatorio de partículas, ¿por qué
esperar un orden en la naturaleza?
Han pasado treinta años. Hace un par
de semanas me decidí y regresé a Salto, recorrí cada lugar que sentí mío
durante mi paso por allí. Fui al cementerio, no para visitar a Gastón, él ha
estado conmigo todos los días de mi vida, sino para ver la tumba de Pancho
Sierra. Aquella mirada estremecedora minutos antes de perder el conocimiento me
persiguió por tantos años... Toqué su placa deseando que algo pase, pero nada
sucedió, como era de esperarse. Ya estaba por atardecer, cuando me dirigí sin
pensarlo hacia el río. Caminé por sus orillas, escuchando el sonido de su
cauce, sereno, tranquilo, el cielo se
convertía mientras tanto en un pañuelo celeste y rosa, y aún se vislumbraban
sombras sobre el agua; me quité los zapatos y mojé mis pies. De repente esa
quietud, junto a la soledad del paraje me remontaron a aquel lejano sentimiento
de un tiempo en pausa, sintiéndome parte del paisaje, simplemente existiendo en
comunión con el todo. El amor y la dicha me invadieron, y hasta lloré
emocionada, agradecida de estar viva. Alguna especie de catarsis, pensé.
Regresé a mi casa esa misma noche, confieso
que algo en mí ha cambiado desde entonces. Tengo una gran certeza, no hay
certezas.
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