lunes, 26 de marzo de 2018

Ver y mirar - Marcelo Feo


Volver, para mirar poco indulgentemente, el lugar de su primer exilio.
La ilusión de que todo es posible en verano.  
El Balneario como escenario en el que siempre algo puede pasar.
Calor y humedad. Mucha humedad en la cola para tomar el colectivo.
En la plaza no bajaba nadie, así que subió y se agregó entre los parados.
El viejo Chevrolet comenzó su marcha por la calle principal, dobló a la derecha y después de la primera cuadra donde se acabó el asfalto, se quejó trepando hasta Reconquista.
Agradeció el alivio que sintió en el descenso último, e ingresó triunfal en la rotonda para detenerse justo entre las escaleras del Casino.
Enfiló para la “playa de los ingleses” buscando la única sombra, la que proyectaba el puente.
Se quedó en malla y arrolló la camisa y el pantalón alrededor de las alpargatas.
Caminó al agua sin mirar a los costados y cuando la tuvo hasta la cintura, se largó pataleando hasta alcanzar la viga que sostenía el puente.
Por fin la sombra.
Flotó sobre ese tapialcito y quedó mirando hacia Arrecifes.
Ver y mirar.
A su derecha la “playa de los ingleses” seguía reuniendo, como antes, a las chicas más lindas. Supuso que serían las hijas de las chicas de su época. Se reunían en grupo, secreteaban y reían cerca de ellas, muchachos con parecida actitud pero más estentórea.
Se estiró y se alegró de reconocer el color marrón y el olor a “mojarra” propios del río.
Cada tanto se sumergía hasta sólo dejar la nariz en la superficie e “hipopotameaba”.
Pensó alternativamente en nada y todo, mientras vio y miró.
De pronto sin culpa, meó rindiendo al río el copioso tributo de todo bañista agradecido. Levantó la vista, vio los “palos” huyendo curvados hasta estrellarse contra la pasarela chica que mucha gente atravesaba yendo y viniendo en peregrinación al manantial.
A su izquierda inmediata, estaba el trampolín donde algunos muchachos exhibían sus destrezas y otros se divertían entre gritos,  jugando a algo que era una mezcla de mancha y “miliquiada”.
Alargaba su permanencia en el agua.
Esperaba el atardecer para secarse en solitario, evitando cualquier contacto, y emprender el regreso.
Y de pronto, se rompió la tarde.
Un muchacho se paró de manos en el extremo del trampolín y otro desde atrás, le corrió la malla y lo dejó desnudo. Fue fugaz pero él vio, mientras algunos turistas daban voces y aplaudían desde lo alto del puente.
Una mujer nadaba vigorosamente hacia la zona del trampolín y otra tapaba con una toalla la mirada de unos niños y gritaba:
-¡Degenerados, malnacidos, habiendo criaturas!
Se ponía lindo.
La nadadora subió las escaleras de la pileta pero los muchachos de la picardía ya habían desaparecido. Encaró a un joven rubio gordito, que era el bañero, recriminándole su responsabilidad. Éste alegaba y retrocedía ante la mujer que señalaba ora el trampolín, ora el lugar donde estaban las mujeres y los niños.
Sabiendo que nada nuevo sucedería, aprovechó para retirarse.
Se mandó a uno de los vestuarios malolientes, en su frente aún podía leerse: “Antes de hablar mal de una mujer recuerda que tienes madre”.
Se fue zigzagueando el camino, por las calles de tierra más baldías.

Al otro día lo sorprendió una carta en sobre municipal.
Se trataba de una convocatoria para ser testigo en un sumario, abierto contra el bañero por inconducta, abandono del puesto de trabajo y unas cuantas imputaciones más, que creyó inútil seguir leyendo. Ahí estaba todo. Los nombres del acusado y de las acusadoras. Parece que el mallado y el desmallador no habían podido ser identificados.
Había un horario de asistencia, que se superponía con el de su partida del pueblo.
Enseguida descartó la excusa del viaje y se encendió su sentido de justicia.

Por la tarde llegó puntual al Palacio y un joven Ordenanza le indicó escaleras arriba la sala del Concejo Deliberante. Trotó en subida, entró al lugar y lo que vio le pareció demasiado solemne: a un costado, en el llano, el rubio gordito que era el bañero, acompañado de un hombre alto y bien vestido; y al otro, un grupo de mujeres entre las que se destacaba la nadadora. En lo alto un funcionario lo saludó, agradeció su presencia, lo puso en conocimiento de la importancia de la cita dado que ésta implicaba serias virtudes como la moral, el pudor y la ética, que eran fundamento en la impronta del Municipio. Más tarde le indicó que era el único testigo.
De inmediato una mujer leyó atropelladamente un papel que adjetivaba la actitud del bañero y culminó con el relato del hecho asegurando que a vista y paciencia del acusado, un NN (que en adelante llamaremos NN 1) le había bajado la malla a otro NN (que en adelante llamaremos NN 2) dejando al descubierto sus partes pudendas, remarcando que se trataba del área trasera.
Dada la palabra al bañero, que lucía extraño vestido de cuerpo completo, éste bajó la cabeza y se escuchó la voz de su Defensor, quien cuestionaba dichas afirmaciones, al tiempo que pedía como prueba que la vista de las demandantes fuese revisada por un oculista y que la distancia entre el trampolín y la rivera opuesta fuera medida por un ingeniero.
Comprobó que la hora del reloj que presidía la sala coincidía con el suyo.
Era su momento. Miró al compungido acusado y en voz alta expreso su opinión.
-Señor…
-Sumariante.
-Señor Sumariante, yo le diré que, en primer lugar, niego rotundamente que le hayan bajado la malla. En realidad se la subieron, dado que el cuerpo del NN 1 estaba cabeza abajo por lo que la maniobra resulta claramente la opuesta a “bajar”. Y por otro lado, digo que hallándome en una posición más cercana que la de las señoras frente al hecho, aún así, no pude apreciar la centralidad del culo, lo que entiendo serían las partes pudendas del NN 2, sólo se expusieron las nalgas, que según comprendo, son los alrededores del culo propiamente dicho, señor. También he de agregar, ya fuera de la cuestión, que la escena hubiera variado totalmente si la parte acusadora hubiera estado en la orilla de enfrente.
La sala quedó en silencio.
Aprovechando el desconcierto, firmó rápidamente unos papeles y se fue sin conocer la sentencia.
Bajó rápidamente las escaleras hacia el hall y se sorprendió cuando el mismo joven Ordenanza lo saludó llamándolo por su nombre y apellido.
Apuró el paso hacia la terminal, mientras tanteaba su bolsillo para asegurarse de que estuvieran ahí, la lapicera y la libreta de apuntes.
Quizás no estaba tan mal venir más seguido.
Aunque sólo fuera para poder ver y mirar.

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