lunes, 26 de marzo de 2018

Cuento balneario - Victorio Galeano


-Che, ¿y si vamos a acampar unos días?- dije de repente. 
-Es buena idea- repitieron casi a coro Carlos y Miguel.                     
-A lo mejor viene esa amiga tuya de Buenos Aires, Mario, esa que tanto te gustaba cuando éramos más chicos- dijo. Saboreé el whisky.
Preparamos las cañas y corrimos a la casita abandonada, la que estaba frente al parque Tobin, a juntar lombrices. Había un poco de humedad (lo cual es magnífico para encontrarlas), quitamos una capa de hojas y papeles brillosos y ahí estaban, rebosantes y coloradas, los gusanos de la pesca listos para ser saboreados por algún bagre.  Con lo que conseguimos llenamos un pote de aloe vera, pues estaríamos una semana más o menos.
Los tres estábamos solteros y terminaba una primavera jugosa, el largo invierno había pasado y ahora nuestras almas estaban rejuvenecidas.
El verano anterior el balneario era una colmena, lo que demostraba que había sido una temporada muy buena, había venido mucha gente de otros lados; nosotros éramos tres amigos que nunca fuimos a una colonia de ningún club de Salto, pero con los años y las ocupaciones nos debíamos un veraneo local en este, nuestro complejo turístico más importante.
Salí al patio y la vi, la carpa más sucia y mal guardada del mundo, pero qué se le iba a hacer. Aparte era la única que podíamos conseguir.  Decidimos ir caminando ya que en Salto todo queda cerca, llevando unas pocas cosas, preocupándonos más que nada por las bolsas de dormir. Hacía unos días Miguel se había caído de la moto, lastimándose la pierna, pero el muy porfiado no quiso hacerse ver, por lo que andaba rengo.
–Es una cosa de nada- decía justificándose.
Cuando íbamos  cruzando el puente grande rengueó y se le cayó la bolsa. Todos nos asustamos y miramos el río; no la veíamos y ya empezábamos a ponernos nerviosos. En un momento de calentura, Carlos apoyó su cabeza en las barandas y vio la bolsa colgando en unos fierros debajo del puente. En seguida corrí a buscar un palo ya que con las manos no la alcanzaba. Lo conseguí e intente atraparla, al lograrlo tuve la intención de subirla, pero se levantó una ráfaga de viento y casi la perdí. Al intentar subirla nuevamente, empezaba descocerse quedando de un hilo colgada. Ya estaba, la tenía en mis manos.
-Sos un estúpido- le recriminamos a Miguel. –Culpa tuya casi nos quedamos sin campamento.
Pasamos por el costado de un quincho, tomamos el sendero y llegamos al camping entre canciones a medio cantar e insultos leves. Allí nos cobraron minucias y ya teníamos frente a nosotros todo el camping municipal a disposición, era nuestro próximo paso elegir el lugar donde acampar.  Carlos decía que cerca de la entrada por tener todo más cerca y Miguel y yo queríamos en el fondo, donde no hay tanta luz, simplemente por ser un poco más aventureros. Yo esperaba que esta experiencia me sirviera en mi trabajo, que era escribir.
Como éramos dos contra uno, Carlos se quedó sin argumentos, por lo que nos ubicamos bien al fondo, donde solía acampar con mi padre cuando niño. Ellos armaban la carpa y yo hacía la canaleta por si lloviera y así no se inundara el rancho. A todo esto se hacía de noche y ya terminábamos. Carlos y Miguel derrochaban por entonces así que los grandes acampantes, hambrientos,  dejamos todo dentro de la carpa y, dando unos pasos, nos dirigimos a la parrilla La Tranquera y pedimos una parrillada completa, papas fritas y vino sin discreción. Nos sentamos afuera, bajo un toldo con luces tenues que parecían guirnaldas, restos de una fiesta consumada, tal vez. Mientras comíamos, Miguel le arrojaba hielo a los pobres e infaltables perros, que salían corriendo asustados.  Nos repitieron varias veces que iban a cantar músicos locales pero a nosotros nos gustaba el rock nacional, nada que ver con ellos que, creíamos, eran folkloristas y melódicos.  
Después de una sobremesa onírica nos fuimos al balneario a refrescarnos un poco. En el camino se veían como luces intermitentes los fuegos agonizantes de los asados.
Nos sentamos en la orilla abiertos de piernas charlando de literatura, de Incardona, un escritor joven que me gustaba, del país, de Delpo en los Juegos Olímpicos, de Macri, etc. Las luces se deformaban en el agua y las observábamos relajándonos como si fuera un tratamiento terapéutico. Después quisimos caminar un poco por el camino de los pescadores, pasando el manantial. Corrimos unos ramajes y salieron tordos y alimañas nocturnas. Una hermosa garcita blanca elevaba su vuelo, cortando la luz de la luna y proyectando su sombra en el agua con una elegancia solo apreciable en la naturaleza. Ya estábamos cansados, por lo que volvimos al campamento.
Al llegar a la entrada del camping nos quedamos charlando un rato con el sereno, que era un viejo amigo. Le preguntamos si habían venido chicas de afuera y dijo que sí.  Fuimos al fondo a nuestra carpa y dormimos bastante bien, a pesar del suelo algo desparejo.
Yo siempre fui madrugador y a las seis de la mañana ya estaba prendiendo un fueguito para calentar el agua y tomar unos mates. Me peinaba mirándome en un espejito que colgué en un árbol.  Más tarde fui a la despensa del camping a comprar shampoo para la noche. Al volver los otros se estaban desperezando…
-El silencio de anoche fue abrumador- declaró Carlos.
-Che, mi bolsa está bastante rota, hay que arreglarla- dijo Miguel.
-Yo no sé nada de costura, ¿vos Mario?- me preguntó Carlos
-Menos.
Al mediodía comimos unas hamburguesas y después de una siesta sagrada decidimos ir a pescar.
Fuimos al pescadero conocido como la tierra colorada. Entre mate y mate salieron unos amarillos y algún que otro blanco. Agarramos un cardumen que lamentablemente se vio interrumpido por los kayaks que diariamente hacen su recorrido en nuestro río.
Teníamos media docena de bagres que decidimos hacerlos a la parrilla. Así comenzó la búsqueda de la leña. Encontrábamos chica hasta que vimos que de un árbol colgaba una rama muy gruesa, la desprendimos y, una vez empezado el fuego, la echamos para que se quemara lentamente. Pasamos los bagres por harina y los metimos al fuego dentro de los tetrabriks del vino que anteriormente trasladamos a un jarro. Estaban bien crocantes y sabrosos.
Era una noche tan agradable que nos recostamos en las bolsas (la de Miguel aún rota) fuera de la carpa. Nos ubicamos en un círculo alrededor del fuego,  mirando el cielo. Estábamos tan tranquilos que un pelotazo nos hizo saltar.
-Chicos ¿quieren jugar?
Eran tres chicas, y nosotros, casi a coro, como despabilándonos de golpe respondimos:
-¿Con ustedes? ¡Obvio!
De repente estábamos jugando los seis al vóley. De a poco nos fuimos cansando, estuvimos así cuarenta y cinco minutos entre risas y exclamaciones. Cada uno de nosotros fue fichando a una de ellas y terminamos invitándolas a tomar algo en nuestra mesa. Las chicas charlaban y charlaban, decían que tenían unos novios muy tontos en sus pagos y que no las valoraban. Yo dialogaba con la más grande, que era morocha, alta y de pelo largo y que decía llamarse Laura y ser de capital. La charla seguía y yo estaba entusiasmado.
Al rato Carlos y Miguel  fueron a jugar con las otras dos chicas y yo quede un poco confundido, en un mutismo.
 Laura:
-Eu, ¿qué te pasó? Te quedaste mudo.
-No pasa nada- contesté. Y reaccionando le dije también: - ¿y a qué te dedicás?
-Soy guía turística, me toca venir seguido pero siempre por trabajo, esta vez me tocó con mis amigas.
-Mira vos, qué bueno, yo soy de acá y venía a acampar cuando era chico, con mis padres…
-Yo también venía con mis padres- contestó ella-. Pero tenía un poco de miedo.
-¿Miedo? ¿Por qué? -me apresuré a preguntar
-Porque una de esas veces que vine había un loco desnudo en los baños y vi unas mujeres raras también desnudas sentadas en las ramas altas de unos sauces; parece una idiotez pero me traumó un poco.
-Yo también escuché esas historias, pero a los quince dejé de creerlas.
-Sí, no se… era muy chica, a lo mejor me lo contaron o lo soñé.
Le sonreí y quedamos en silencio.
-¿Vamos a caminar un rato?- me dijo al fin.
-Claro- le respondí.
Estaba tan cautivado con Laura que no me había percatado (distraído como buen escritor) de que se venía una tormenta. No nos importó, caminamos por todo el balneario y seguimos hasta el manantial. Ella se detuvo frente a la leyenda de Alegorí y la leyó en vos alta, tomada de mi mano.
-Es una historia triste y no debe repetirse- dijo ella.
-Por supuesto que no – dije yo.
En eso sentimos un rugido y miramos al cielo, los refusilos y la lluvia eran inminentes. Ahora el viento daba miedo, los árboles se sacudían y chillaban. Corrimos al camping y ella se unió a sus amigas y yo a los míos. En esa urgente despedida observé decididamente su rostro, no sé si por miedo a no verlo nunca más o porque descubrí en él la cara de la niña que me gustaba en los veranos de mi infancia.
Hubo unos minutos de incertidumbre y luego corrimos todos al refugio. Allí pasamos la noche pero sin dormir. Cayeron algunos árboles y el agua inundó todo convirtiéndose en un lodazal. Fue una tormenta sin precedentes. El camping todo embarrado, sucio, roto.
El día amaneció soleado, con un cielo lavado, y llamamos a mi viejo para que nos fuera a buscar en el auto. Yo guardaba las cosas sin ganas, mirando de reojo entre los refugiados (que eran muchos) para ver a Laura. Llegaban vehículos municipales para trasladar a la gente, pues el barro complicaba todo. A pesar de que mi viejo llegara y nos llevara a todos a nuestras casas y de bañarme y ponerme a leer (sin ganas), pensaba en Laura, en no saber si volvería a verla.
Durante el verano, pasé todos los días en el balneario para ver si la encontraba, lo sentía como un deber, no ya solo amoroso sino algo súper trascendental, con connotaciones místicas, cosas que conocía porque de ellas se trataban mis cuentos y novelas.
El verano flaqueaba y mis esperanzas también. Una tarde, luego de tomar unos mates con los guardavidas, decidí ir por agua al manantial para luego llegar a mi casa y desplomarme en la cama cuando…
-¡Mario!
-Laura, vos sos la chica…
Me miraba sonriendo
-Este muro escrito está para los que, como nosotros, no repetimos su leyenda…

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